El urbanismo derretido de Santander y la conurbacion cantabra

El urbanismo, en tanto que instrumento de la burguesía para adueñarse del espacio social y transformarlo en su mundo, se sostuvo sobre una clara contraposición entre campo y ciudad, arbitrariamente identificados como el atraso y el progreso. Fue un urbanismo duro, rígido, trabado por antagonismos de clase y privilegios estamentales del residual pasado precapitalista. Los vínculos sociales, arcaicos o modernos, todavía no se habían disuelto y la sociedad de clases, insuficientemente capitalista, no consentía en su seno la existencia de un solo nexo, el del dinero. La vida social todavía no se había reducido a una sola esfera, la económica. Cuando por fin esto sucede, la sociedad de clases, sin el lastre de lealtades proletarias, rigideces institucionales y tradiciones culturales, se desintegra y se convierte en una sociedad de masas, sin ataduras morales ni imperativos solidarios, controlada y dirigida por una casta de gestores perfectamente estructurada y consciente de sus intereses. La solidez y permanencia de instituciones como la familia o los partidos, la autonomía del Estado, la fraternidad del trabajo y la sociabilidad campesina, han tenido que volverse gaseosas para que otra institución –el Mercado- devenga mundialmente hegemónica. Gracias a tal hegemonía el dinero ha podido imponer su lógica en exclusiva, hasta espiritualizarse finalmente en la forma digital. Es el momento de un urbanismo blando y móvil, que se derrite y fluye por el territorio, eliminando fronteras espaciales y unificando en una sola conteniendo lo peor de ambas, dos realidades antaño enfrentadas, la urbana y la rural. Las servidumbres no disminuyeron, sino que se hicieron cada vez más técnicas. El carácter meramente auxiliar de la técnica en la acumulación de capital y en la gestión partidista periclitó junto con la lucha de clases clásica: hoy por hoy es la principal fuerza productiva y la evolución del régimen capitalista depende de ella. El urbanismo derretido, es decir, determinado por la técnica, es la herramienta que hace posible la reconstrucción del espacio social con unos niveles de artificialidad y control jamás imaginados. Las nuevas tecnologías proporcionan a los urbanitas una segunda naturaleza en la que han de encajar. En un entorno urbano altamente tecnificado, la vida humana sobrepasa cualquier límite conocido en la precariedad, vulnerabilidad y manipulación, mientras que la dominación, ahora más liviana, fluida y evasiva que nunca, se hace omnipresente.

Para ese viaje de la mayoría hacia la dependencia y la sumisión absolutas hacían falta las albardas de la innovación y el progreso, tal y como las entendía la clase dominante: como crecimiento económico e invención tecnológica. El discurso de la dominación nunca cambió en lo esencial, pero la sociedad burguesa tenía que desplegar todo su potencial superando victoriosamente las crisis. Las grandes contradicciones que trababan el devenir mercantil del mundo fueron resueltas sin escatimar violencia, y la población rebelde pagó la derrota a menudo con sangre. Bastará con que nos remontemos a la guerra civil española para ser conscientes de las masacres con las que debutó la deriva capitalista que hoy nos está llevando alegremente al mundo feliz de las smart cities. El caso de Santander resulta bastante ejemplar, y, visto con detalle, puede servir a la perfección para ilustrar el postrer recorrido del dominio burgués en la península, desde una fase de industrialización amparada en una dictadura militar fascista, hasta otra de digitalización avanzada apoyada en una partitocracia liberal desarrollista. Los objetivos perseguidos, a saber, la garantía del beneficio privado de las clases explotadoras y la sumisión total de las explotadas, han sido siempre los mismos. En cambio, las condiciones, el escenario y las fuerzas sociales en presencia han variado con el tiempo, modificándose las armas y disimulándose los antagonismos merced a la renovación de los aspectos más obsoletos del orden establecido.

El escenario santanderino precisamente es de los primeros en cambiar tras el final de la guerra civil, cuando miles de republicanos se hacinaban en la cárcel de la calle Alta, en la plaza de toros y en decenas de edificios improvisados para encierro. Sin embargo, no fueron la detención y matanza de “rojos”, sino el incendio del casco urbano en 1941, lo que mejor facilitó la expulsión de sus clases incómodas hacia la periferia, dando pie su reconstrucción a los primeros negocios inmobiliarios, organizados más seriamente a partir del Plan Comarcal de 1954. El edificio mussoliniano del Banco de Santander, “protector de las artes, la industria, la minería y el deporte”, representa el albor de aquella época. La reedificación del centro y la construcción de vivienda de protección oficial cayeron en manos de contratistas y promotores, y no en las de los propietarios de solares como entonces era costumbre, conformándose en pocos años un frente empresarial inmobiliario con gran poder y escasos escrúpulos. La arquitectura progresista del Movimiento Moderno proporcionó a esos primeros especuladores la tipología edificatoria más adecuada para el pelotazo: el bloque abierto. En efecto, para albergar el mayor número de obreros en el menor espacio posible, los constructores no recurrieron a la manzana octogonal o rectangular típica de los ensanches burgueses, sino al bloque aislado, sin verdaderas calles, y, en la medida que se acercaban al centro, al bloque yuxtapuesto. El caserío popular santanderino, con sus miradores y galerías de madera, fue desechado. La sorprendente unidad que presentaba Santander no fue preservada, y lo que hoy reaparece en el centro son sucedáneos. Las barriadas obreras que resultaban de los planes franquistas de vanguardia no eran más que una acumulación de bloques-dormitorio lisos dentro de un vacío continuo, construidos en los exteriores altos de la ciudad, con materiales de mala calidad, sin equipamientos, con servicios deficientes y nula vida social. Traducían la victoria de las clases propietarias, que se adueñaban de los centros y los animaban con comercios. La ciudad, y en general, las zonas industriales de Cantabria, casi duplicaron el número de habitantes entre 1950 y 1980, periodo de vigencia del modelo productivo fordista, caracterizado por la preponderancia de la gran industria, la multitud de talleres subsidiarios y las plantillas numerosas. El aumento poblacional reflejaba ante todo el desarrollo de una clase obrera que hubo de aprender todo desde cero en aquellos insanos “grupos” o “colonias” de bloques, a los que el ascensor permitía mayor altura, no llegándose a plantear su autonomía hasta el final, en los primeros setenta, cuando el franquismo tardío, atacado por un proletariado reivindicativo y afectado por la crisis del petróleo, fue forzado a adoptar formas parlamentarias y dar toda clase de facilidades al desarrollo de sindicatos neocorporativistas.

La liquidación de las asambleas obreras no fue más que la otra cara de los reajustes estructurales que prologaban una “transición económica” y la anarquía edificatoria que dominó en aquellos años. La reconversión industrial y minera, contra la que libró batalla el proletariado cántabro en Reinosa durante la primavera de 1987, condujo a una situación social diferente, con cientos de fábricas cerradas y desmanteladas, multitud de prejubilaciones y una elevada tasa de paro. Ni la coyuntura moderadamente expansiva, ni la socialización de pérdidas por el Estado, ni tampoco la creación de nuevos polígonos, lograron impedir el estancamiento industrial de la región. Tampoco lo consiguieron los últimos coletazos de resistencia de la clase obrera, puesto que la presencia abrumadora de fuerzas policiales, la labor un sindicalismo de concertación, subsidiado y profesionalizado, la entrada de la mujer en el mercado de trabajo y el repunte del empleo, facilitaron el desarrollo paulatino de la sociedad de consumo. En adelante, los problemas laborales dejarían de contemplarse como problemas generales; los intereses del proletariado fabril ya no podrían ser los de toda la sociedad. Conviene tener presente que la derrota de los trabajadores, la supresión de la agricultura de proximidad y el auge de la construcción fueron fundamentales para la creación de un espacio artificial, apaciguado y consumible -la conurbación cántabra- en cuyo interior se fraguó su desclasamiento al final del cambio hacia un modelo productivo y ocupacional basado en el sector terciario y la actividad inmobiliaria. El Palacio de Festivales, acabado en 1991, sería el símbolo más llamativo de aquella derrota, plasmando arquitectónicamente la nueva estética del dinero.

A partir de 1981 el vecindario santanderino paró de crecer y se estancó, pero las pérdidas migratorias se compensaron con la absorción de la población expulsada del campo. Transcurridos diez años, la construcción y los servicios constituían las principales actividades económicas del municipio, mientras que las subidas selectivas de las remuneraciones permitía considerar al 50% de los asalariados como clase media, es decir, como sector con una renta per cápita superior a la considerada “modesta”. La clase había cambiado incluso fisonómicamente: los rasgos típicos de los obreros de las fábricas y talleres ya no se correspondían con los de una masa de jóvenes profesionales titulados, funcionarios, empleados, domésticos y dependientes de comercio u hostelería. Sin duda, varios factores contribuyeron al arranque del nuevo paradigma urbano caracterizado por la ocupación extensiva del territorio colindante, que se generalizó en la década de los noventa: la consolidación de la Universidad de Cantabria, el asentamiento de la clase política, bien conectada el aparato constructor y financiero, la corrupción perfectamente representada por el cacique Hormaechea, la aparición de una burocracia propiciada por las instituciones autonómicas, la promoción del turismo estival... Aunque la mayor regresión fue debida a la proliferación de centros comerciales durante los noventa, que prácticamente anularon el pequeño comercio barrial propio de la sociedad de clases, y a la demanda de segundas residencias desde las conurbaciones castellanas o vascas, que aniquilaron el territorio de la región. Finalizada la fase pirata de la especulación, el Plan de Ordenación Territorial de 1990 y el Plan General de Ordenación Urbana de 1997, muy centrados en la recalificación de suelo rústico y en las autovías, vendrían ambos a ser una expresión del expolio dominante más organizada. Paradójicamente, puesto que la población permanecía estable, un plan cambiaba la agricultura por el uso residencial y turístico del territorio, y el otro, apostaba por un desarrollo suburbial determinado por los ejes viarios y las grandes superficies, los nuevos templos de la vida mercantilizada. Lejos quedaban los tiempos de un territorio cántabro estrechamente ligado a sus habitantes, independiente y auto-administrado, como el que representaban las merindades, los concejos y las hermandades. Por efecto de una abstracción –el dinero- la propiedad privada hacía tiempo que había enterrado a la comunal, y el trabajo asalariado en la sociedad de mercado había sustituido al esfuerzo colectivo que dominaba en la economía natural y moral.

Aunque en los ochenta y noventa abundaran los pisos vacíos en Santander (alcanzaron el 12 %), la escasez de la oferta y el precio de los alquileres eran tales que la población con menos recursos se veía obligada a residir a los municipios limítrofes. Pero a la par que una periurbanización, tenía lugar el consabido proceso de gentrificación que debutó con el incendio, mediante el cual la nueva burguesía ascendente (la gentry) peatonalizaba el centro y recuperaba el frente marítimo. Para su recreo y el de sus congéneres de otras regiones, en Cantabria se construían o remodelaban diez campos de golf y otros tantos puertos deportivos. A pesar de todo, las clases medias, indiferentes a la vida urbana, hacían suya la vieja ideología burguesa de la huida en coche hacia la naturaleza puesta en venta, en competencia su equivalente bilbaíno o vallisoletano. Así pues, compraban viviendas en cualquier urbanización vulgar, levantadas sin miramientos en suelo rústico o paraje natural, preferentemente costero. El adosado, unidad de planta mínima, construido con materiales baratos, sin funcionalidad, carente de servicios próximos y absolutamente dependiente del vehículo privado, representa su ideal habitacional. Al menos, 14.000 viviendas de ese tipo se construyeron en la región autónoma entre 1990 y 2008, a las que habrían de añadirse otras tantas semi-adosadas o seudo-aisladas, cifras que superan bastante a la correspondiente de Asturias o Euskadi. El estilo de vida que contiene subraya la enorme pobreza de espíritu de dichas clases, que extraen su ser del consumo, así como su resignación material al orden de cosas vigente. Hay que tener muy en cuenta el desarrollo de esta muchedumbre satisfecha y conformista a la que los políticos llaman aduladoramente “ciudadanía”, inmersa en su vida privada y marchando sobre los escombros de la vieja clase obrera, para entender el vuelco conservador de la sociedad ibérica y de paso, la obsesiva preocupación de sus dirigentes por las infraestructuras, los parques temáticos, los eventos, los créditos y las plazas de aparcamiento, para ellos, la mismísima encarnación del Progreso.

En la conurbación cántabra, articulada en torno al eje Santander-Torrelavega, hoy en día se apelotonan 380.000 habitantes, lo que vendría a significar el 70 o 75 % de la población regional. Pocos todavía para una post ciudad global. Las distancias entre la vivienda, el lugar de trabajo y el del ocio se han multiplicado hasta el extremo de exigir la motorización total de la población, la construcción de más autovías y accesos y el acabamiento de la A8, la espina dorsal del desarrollismo cántabro. Ni que decir tiene que la cantidad de residuos urbanos también se ha multiplicado, así como la contaminación del aire, aguas y suelo, el despilfarro de energía y la destrucción del territorio. El éxodo rural sería otra de las claves de su desequilibrio y degradación, puesto que el vaciado del campo había permitido la conversión del territorio cántabro en capital, sin que los casi inexistentes planes de ordenación supusieran traba alguna. Los desarrollos urbanos desproporcionados y a menudo delictivos habían causado un impacto brutal en el territorio, indicando el cuaderno de ruta del capitalismo local y sus aliados. Pero en 2009, año de inauguración del parque Tecnológico de Cantabria, cuando ya el estallido de la burbuja inmobiliaria hipotecaba el futuro de las clases medias, estaba claro que el modelo basado en la construcción, el ocio industrial y el turismo familiar se había agotado, con una consecuencia agravante: la prolífica burocracia institucional y política, con los caudales de la corrupción menguando, empezaba a resultar onerosa.

Dada la decadencia de la pequeña metrópolis santanderina, tal como indica la pérdida absoluta de población en los últimos años críticos, nada parecía importar más a los dirigentes cántabros que enderezar la situación, exigiendo una mejor conectividad y accesibilidad del territorio con los flujos mundiales de capital. Hablando en su lenguaje, pedían una “vertebración” mayor con el área peninsular y el “arco atlántico.” Para ello reclamaban la llegada del AVE de Madrid, la construcción de otro por el Cantábrico, el máximo recalado de cruceros en el puerto y el mayor aterrizaje de líneas low cost en el aeropuerto. No perdamos de vista la enorme contaminación que causan los cruceros y los vuelos, así como su responsabilidad cambio climático, puesto que al mismo tiempo las autoridades se llenaban la boca con el “desarrollo sostenible” y el “compromiso con el entorno”. Igualmente, no se privaban de reivindicar un Ikea o la apertura del Museo de la réplica de Altamira, ni olvidaban ratificar (en noviembre de 2003) la Carta de las Ciudades Europeas hacia la Sostenibilidad, tomando conciencia del negocio que podía contener la fusión de la economía de mercado con la ecología, tan recomendada en los foros internacionales desde la cumbre de Río. Lo cierto es que, al precipitarse la crisis financiera, la clase dirigente local, haciéndose eco de las directivas europeas en cuanto a reindustrialización, tenía dispuesta una solución de recambio, que sin abandonar el bloque residencial (la nueva arquitectura para pobres), la obra pública, los montajes deportivos y el turismo de masas, echaba mano de “la economía del conocimiento” y de las ventajas fiscales, a fin de “afrontar los desafíos” con la creación de “un marco favorecedor de la inversión productiva.” En general, tanto en Santander como en las demás conurbaciones, los agentes de la dominación, daban por sentado una expansión metropolitana de la que dependía el crecimiento y el empleo, pero ahora cogida del brazo de las tecnologías “inteligentes” y la “industria creativa”, de las que esperaban la transformación de los centros urbanos insalubres, congestionados e inseguros, en un terreno limpio, sin atascos y pacificado, apto para servir de decorado a negocios de todo tipo. Se trataba de adaptarse a la globalización mediante la tecnología: para los dirigentes no había otro camino. Una conurbación tan sostenible como Dubai había servido de inspiración. En ese contexto de crisis y renovación de metrópolis globales nace en 2010, en Santander y en cincuenta ciudades más, el proyecto de la Smart City.

El mantenimiento del entramado burocrático-empresarial cántabro, costoso e ineficaz, ha de conjurar una quiebra fraudulenta convirtiendo Santander en una ciudad-empresa eficiente y rentable gracias a las nuevas tecnologías y a la innovación, “los nuevos motores del crecimiento.” Gracias pues a una digitalización generalizada. Una vez embarcados a la aventura digital, los ciudadanos se verían obligados a formar parte de la empresa como “usuarios del espacio” y “consumidores de información”, dispuestos en todo momento a bajarse aplicaciones en sus smartphones para “comunicarse” con los funcionarios o los empresarios, y prestos a seguir cursos de capacitación para mejor involucrarse en el proyecto y así convivir armónicamente con ellos en una “ecociudad” repleta de sensores y cámaras. De esta forma, ya no serían simple vecindario o mera fuerza de consumo, sino “fuerza laboral cualificada”, o mejor, “capital humano”, cerrándose con una monitorización completa el ciclo de la proletarización etérea de todos los instantes de la vida ciudadana. Sin pretenderlo y ni siquiera imaginarlo, los habitantes de las conurbaciones se verían reducidos a una forma de capital, que por lo visto resultaba necesaria tanto para optimizar los beneficios de unas finanzas con problemas, como para asegurar los dispendios de un régimen político fuertemente desacreditado. Las relaciones sociales directas, incluso la convivencialidad más trivial, el tejido social en suma, podían eliminarse en provecho de una comunicación enteramente virtual, interactuando los individuos sólo con las cosas conectadas a redes, a la postre, las únicas dotadas de esa clase de inteligencia deshumanizada tan apreciada por la dominación.

Vista de cerca, una Smart City no es nada del otro jueves, y su modernidad no consiste sino en una gestión automatizada de la administración, los servicios municipales y el tráfico. Algo que atañe al control del alumbrado, al nivel de carga de los contenedores de basura, a la ocupación de los estacionamientos, a la irrigación de parques y jardines, a la medida de las emisiones de dióxido de carbono, al tiempo de espera ante los semáforos, al funcionamiento de la calefacción o del aire acondicionado en los edificios públicos, a la detección de infractores, y otras cosas por el estilo. Nada de cibergobierno o de diseño tecno-racional de la conurbación; más bien una serie de propuestas técnicas banales –digámoslo claro, fantasmadas- que solamente revelan un nuevo nicho de mercado para multinacionales como Microsoft, IBM, Telefónica, Indra, Endesa o similares, a las que realmente la plutocracia cántabra pretende atraer. Dichas propuestas también serán usadas como argumento para arrancar inversiones europeas (programa Horizonte 2020), o como hueso que roer para la Universidad y el personal experto, el único beneficiado con empleo. La instalación del Centro de Demostraciones dentro de una torre del siglo XVI en lugar de recurrir a un exabrupto como la Cúpula del Milenio de Valladolid, indica la precaución con la que debuta el proceso, como si informatización anduviera al paso de la sumisión, pero sin adelantarla. Por supuesto que ni el más mínimo problema político, social o ecológico va a solucionarse con ese tipo de alardes; ni siquiera va a plantearse. En ese contexto retórico, la pronosticada mejora técnica de la “calidad de vida” suena a chiste: conocer la cantidad de gases contaminantes o de partículas presentes en el aire, no evita respirarlo. Sin embargo, el humo de la irrealidad manifiesto en la tentativa de convertir la metrópolis en “un gran sistema de información” con el que renacer industrialmente, esconde una amenaza perversa, no directamente buscada, puesto que la “seguridad ciudadana”, en un centro que se da el lujo de tener una calle del General Mola, es apenas un problema. Significativamente, la vieja prisión provincial fue demolida en octubre de 2010, y sus terrenos destinados a parking: en la Smart City, en realidad, una City for dummies, los mecanismos principales de la represión son blandos, basados en la seducción e interiorizados. No obstante, al inundar la metrópolis con millones de sensores y cámaras capturando una información masiva a procesar en centros opacos, el urbanismo derretido abre la puerta a una sociedad panóptica, donde las personas pueden llegar a ser un simple accesorio de las máquinas. A nadie puede escapar que la codificación e interconexión digital de los objetos cotidianos y la monitorización completa de calles y edificios conforma un teatro urbano diferente, regresivo, maquinal, permanentemente vigilado y controlado; en una palabra, totalitario.

El dominio capitalista del espacio acarrea el sometimiento de su población a las imposiciones del capital. A su vez, una sumisión mayor permite mayor dominio. La tecnología parece ser el instrumento idóneo que permite un nivel máximo. Nunca es neutra; la opción elegida es siempre la que mejor favorece los intereses dominantes: es pues, una opción económica y política muy concreta. Un paso más hacia la sociedad estructurada por la Megamáquina de Mumford. Enarbolada como Progreso, parece fuera de la tecnología no hubiera salvación, por lo cual no quedaría otra salida que “reinsertarse”, por usar un símil carcelario. Sólo que la reinserción ha de pagarse con una alienación total y una esclavitud sin fisuras, de acuerdo con las reglas de la eficiencia, rendimiento y productividad marcadas por la máquina. A los ideólogos del Poder corresponde presentar esa situación de totalitarismo difuso y electrónico como la más alta expresión social de la libertad, la prosperidad y la plenitud. Y a los individuos conscientes toca la tarea de desenmascararlos.

Charla del 23 de octubre de 2014 en Santander, en las jornadas “Conglomeradas. El espacio urbano puesto en cuestión.”