De la supuesta «polarización» política actual y la asombrosa unanimidad ideológica realmente existente
Un artículo de Michel Suárez, motivado por la declaración de la palabra «polarización» como la del año 2023 por la Fundéu. No hay tal, dice, y debería haberlo: la polarización es, afirma, «más necesaria que nunca».
«Lo peor que nos puede pasar es que soportemos mansamente los males que vemos, que no haya problema ni desorden demasiado malo»
William Morris
I
Preocupación de los dueños de la palabra y el dinero por la polarización política
Un locutor radiofónico anuncia con bombo y platillo que la FundéuRAE, Fundación del Español Urgente que vela por el «buen uso del español en los medios de comunicación», ha seleccionado la palabra polarización como la más relevante del año pasado. Esta polarización alude a situaciones que suscitan juicios tan enconados que con frecuencia desembocan en «crispación y confrontación». Al parecer, en los últimos años todo se ha polarizado: la opinión pública, los posicionamientos políticos, el voto, los debates en las redes y hasta la misma sociedad. Según alerta la FundéuRAE, engendro surgido de una fábrica de noticias y un banco, vivimos tiempos de aguda confrontación ideológica, provocada en gran medida por una resentida y temeraria clase media que ha abandonado su encomiable moderación para deslizarse por la pendiente del extremismo político. Sin apenas darse cuenta, la templada clase media ha pasado de entonar el «40 años de democracia, 40 años de progreso,» a desgañitarse con el «¡Que te vote Txapote!». Los ejemplos de esta fractura son tan abundantes que resulta absurdo negar la evidencia. Así pues, como informa la FundéuRAE, a saber, la agencia Efe y el BBVA, no hay discusión sino unanimidad en la apreciación de una sociedad polarizada.
Sin embargo, ante este consenso un elemental espíritu crítico nos obliga a arquear las cejas. ¿Se puede hablar de disputa ideológica en un contexto político en el que tanto el centro como la izquierda y la derecha, con sus correspondientes extremos, se postran ante el fetiche del progreso, arden en deseos de digitalizar la vida, llaman al orden y no dudan en crujir mediática, policial, militar o judicialmente cualquier iniciativa de resistencia popular? Sí: se puede, pero solo al precio de la demagogia.
En el diagnóstico sobre la polarización asoma un gran enigma: ¿cómo es posible que sociedades «abiertas» y «plurales» hayan llegado a producir humanos tan ideológicamente homogéneos? ¿Qué hay de liberal en unas «democracias liberales» en las que, como diría Séneca, sobre los asuntos verdaderamente cruciales parece que todos son de la misma opinión porque no la pueden tener distinta? ¿Cómo se explica, por ejemplo, que todos los intelectuales, salvo honrosas excepciones, acepten como si nada el horror cotidiano del trabajo asalariado, la existencia del Estado y del ejército, la informatización de las escuelas y la artificialización de la existencia?
Ciertamente, cada vez resulta más agotador penetrar la realidad remitiéndose a un espacio informativo saturado de cebos consumistas, propaganda, chismorreos y truculencias. Pero el hecho de que la sociedad de la transparencia se haya vuelto increíblemente borrosa no invalida la exigencia de Hannah Arendt: en los asuntos humanos, siempre, tratar de comprender. Ahora bien, esta comprensión requiere, en primer lugar, lucidez, hija de la reflexión y el conocimiento; y, en segundo lugar, identificar y deshacerse de todo aquello que la entorpece. Desde luego, no parece que una ciudadanía sometida a una retórica política hueca y toneladas de diversiones vergonzosas que rebasan con creces los límites de la idiotez esté en las mejores condiciones para construir una visión crítica del mundo. Más bien diría que este panorama, lejos de generar polarización, es la garantía misma de la conformidad.
II
El dominio de lo indisputable
Si piensa usted, lector, que todo esto es no más que un arrogante lloriqueo por la estupidez popular y sus tragaderas, debo decirle que se equivoca de medio a medio. Los esfuerzos del poder económico y mediático para escamotear al público información creíble y encauzar el pensamiento son muy reales y tienen una historia. Desde que en los años veinte del siglo pasado pioneros de la ingeniería social como Walter Lippmann y Edward Bernays diesen forma a la sociedad administrada (gracias a una premisa de lo más simple: como cualquier otra mercancía, las ideas políticas pueden y deben integrar un mercado susceptible de ser amañado por los fabricantes), una legión de expertos en marketing, relaciones públicas y asesores de imagen no ha dejado de perfeccionar un marco de discusión pública rebosante de infantilismo, crueldad patológica, altercados verbales, voyeurismo, conformismo patriótico y esparcimiento insano.
Cien años después, las corporaciones de la opinión industrializada, patrocinadoras de la fabulosa corrosión del discurso político, son perfectamente conscientes de la débil resistencia que hallarán en unos espectadores acostumbrados al consumo de embrutecimiento ideológico, debates sin sustancia, violencia publicitaria, la vida de los otros y la polémica del momento. Gracias a este reblandecimiento de la inteligencia hoy se parlotea con la mayor seriedad sobre la patria acosada y al borde de la desintegración, sobre políticos felones, falsos progresistas, okupas, feminazis, conspiraciones globalistas, emergencias climáticas ficticias, la boda de un monarca adúltero, la manipulación del VAR y el gusto por el crimen de los menores, y los adultos, migrantes. No hay estupidez, malicia o pánico moral sin su propagador y sus correspondientes chivos expiatorios.
Si a finales de los ochenta Russell Jacoby mostraba su preocupación por la desaparición de una tonalidad del debate social, lo que corre peligro en nuestros días es el debate social a secas. Prueba de ello es el abandono de formas explícitas de censura, aunque también existen. Basta con salirse del discurso público manufacturado por estrategas publicitarios, líderes de opinión y asesores políticos para instalarse en los confines de la marginalidad. Así, en una cultura intelectual parasitada por el entretenimiento y la intimidación publicitaria, cuestionar los fundamentos de la sociedad industrial es la manera más eficaz de forjarse una reputación de melodramático o desesperado.
Sin embargo, si queremos reafirmar la vida frente a la creciente deshumanización, no cabe duda de que estos fundamentos, llamémoslos indisputables, deben perder su vitola de intocables. Cuando se apunta al trabajo asalariado, los supermercados, el turismo, los automóviles, el Estado, el ejército o los partidos políticos, los vaporosos velos de la polarización ideológica desaparecen como por arte de magia. Supongamos que, henchido de audacia, y apoyándome en las enseñanzas extraídas de la pandemia, afirmase que una limpiadora o una cuidadora de ancianos debería cobrar tanto como un neurocirujano o un catedrático de física, y que nada es más urgente que desmilitarizar la sociedad, abolir la guerra y los ejércitos, instituciones tan radicalmente humanas, recordémoslo, como la familia o la universidad. Imaginemos que me descuelgo con una violenta impugnación de los partidos políticos, organizaciones antidemocráticas que requieren masas de entusiastas, donantes millonarios y votantes circunstanciales aleccionados por sus propios bucles mediáticos (Sheldon Wolin). E imaginemos también que presento estos argumentos con cierta vehemencia; ¿me tomaría usted en serio? ¿No vería mi crítica como una demostración de falta de realismo, como el testimonio de un espíritu irrecuperable?
Pero más allá del trabajo asalariado, del Estado, el ejército y los partidos políticos, si hablamos de cuestiones indisputables, la automatización de la existencia y la digitalización de los espíritus se llevan, por unanimidad, el primer premio.
III
Grandes esperanzas
Entre las razones para hablar de polarización, la FundéuRA olvida mencionar que la totalidad del discurso político está férreamente organizado en torno a un explosivo entusiasmo por la sociedad digital, sobre la que nadie expresa una sola duda, un solo pero, un elemental escepticismo escarmentado. En nombre del progreso, izquierda y derecha han vuelto a cogerse de la mano para salir en procesión por las avenidas digitales, donde todo es innovación, competencia, adaptación, nuevos nichos de empleo, supresión de «barreras espacio temporales», «entornos virtuales de aprendizaje», «habilidades comunicativas» y éxito social. En la derecha, como buenos falsos conservadores, los dirigentes del Partido Popular ya no apuestan por el cambio, sino por la revolución. Pues sí, lector, como lo oye: «La transformación digital, afirman, no puede ser una opción sino una revolución de la que España debe ser una nación lider». ¿Y en qué consiste para los conservadores liberales esta revolución liderada, qué se creía, por España? Nada menos que en un ilusionante horizonte de videojuegos, ciberseguridad, administración digital, inteligencia artificial, big data y blockchain (por si no lo sabe, yo me he informado y sigo sin enterarme de la misa la media, se trata de un explorador de bitcoin y un monedero de criptodivisas).
Por su parte, la izquierda institucional, que cada tanto se turna en el poder con los conservadores para trabajar por el bien común, se ha dejado convencer a las primeras de cambio sobre las bondades de la digitalización. Y es que, cuando se trata de cuestiones indisputables, el socialismo de partido siempre ha ido al encuentro de sus rivales ideológicos para saludarse fraternalmente. ¿Cuáles son sus objeciones a la revolución digital? Ninguna; si acaso, algunas reformas por aquí, algunas mejoras por allá, y todo envuelto en la inaguantable cháchara sobre una nueva era de transición energética, progreso verde y sostenible, respetuoso con el entorno, los derechos humanos, las libertades individuales, etcétera. Excepto por un hipócrita barniz ecológico, su discurso es idéntico al de la patronal.
La postura de la izquierda no parlamentaria en relación a la sociedad de las redes es igualmente eufórica. De hecho, esta izquierda que siempre glorificó al trabajador fabril y lo pintó con los colores del heroísmo, se ha puesto en hora con el reloj de la historia pasándose en bloque al país de las maravillas del algoritmo. Forzada por su progresismo (¡ay, el viejo Marx se olvidó de mostraros la salida del laberinto de las fuerzas productivas!) proclama que la revolución será interactiva o no será. Su sensibilidad, antes mecánica y fabril, se ha vuelto digital. A los izquierdistas más sañudos no hubo que convertirlos a la religión de la tecnología: ya eran creyentes. Si en el pasado la opresión residía en la gestión capitalista de la fábrica, no en la fábrica, ahora el enemigo es el neoliberalismo, no el capitalismo; la manipulación informativa, no la estructura informativa; el uso perverso de las redes, no el ciberespacio; el reparto de la riqueza, no la noción capitalista de riqueza.
El optimismo digital ha alcanzado cotas sobrenaturales entre los progresistas. Replegados sobre su socialdemócrata resignación, los partisanos de las redes sociales enfrentan el auge del populismo ultra tratando de reenganchar a una clase media golpeada por incesantes recesiones con el cebo de una nueva edad de oro del Bienestar digital. No obstante, conjurarse para dar la batalla cultural a la extrema derecha es ignorar que toda la técnica contemporánea es una brutal embestida contra la cultura. El racionalista, apunta Nicholas Carr, no tiene ningún interés en la cultura o la historia; su única misión es extender la automatización a todos los ámbitos de la existencia, es decir, «cambiar la naturaleza y el foco de la empresa intelectual», un cometido que, además de poner en grave peligro «nuestro deseo de entender el mundo», base de la cultura, atenta contra un sentido de la vida anclado en la curiosidad, la duda, la irregularidad, el matiz, la contemplación y la maravilla del descubrimiento. Solo esta izquierda incorregible es capaz de ver en la sociedad digital, máxima expresión del darwinismo social, un instrumento de emancipación.
IV
Una polarización más necesaria que nunca
En este páramo crítico en el que florece la supuesta polarización existen, obviamente, voces alarmadas por las indisimulables patologías derivadas del mundo digital. Pero estas voces no pasan de un gimoteo por los «excesos», el «mal uso», el «funcionamiento incorrecto», la «exposición excesiva». ¿Alguien se pregunta qué es la automatización? ¿Qué efectos provoca en nuestras capacidades cognitivas? ¿Qué marcos de comunicación, qué visión del mundo, de uno mismo y de los demás, favorece? ¿Qué contextos de conversación y qué tipo de relaciones genera? ¿Qué clase de individuos le corresponden? ¿Quién denuncia la naturaleza política de la tecnología? ¿Quién señala a los poderes que, alojados tras la gran pantalla del mundo, orientan y financian la investigación científica? En relación a la técnica, seguimos sin hacernos la única pregunta necesaria: ¿cuándo es suficiente? ¿Cuándo debemos dejar de progresar? Con una ingenuidad pasmosa hemos aceptado que el culmen del progreso era esta vida sin raíces que no otorga ningún papel a la autonomía individual y la memoria colectiva, ni cuenta entre los bienes más preciados de la existencia unos indispensables márgenes de soledad, silencio y calidez.
Frente a la desastrosa añoranza del Estado del bienestar o la impotencia del todo o nada, la única salida es —seguro que no se lo imagina— alimentar la polarización. ¿Cómo? ¿Más polarización? Pues sí, pero ahora me refiero a una polarización que oponga, como quería Dwight Macdonald, a progresistas y radicales, cuya labor será la de no permanecer impasibles ante la emergencia de una humanidad perpetuamente distraída, sensorialmente embotada y dependiente de un sistema técnico autónomo y profundamente autoritario. Si decidimos fiarlo todo a la automatización seguiremos sometidos a un mecanismo ciego que amenaza con «destruir todas las condiciones de bienestar material y moral del individuo, todas las condiciones del desarrollo intelectual y de la cultura». No podemos dudar, como advirtió Simone Weil, de que «dominar ese mecanismo es para nosotros una cuestión de vida o muerte; y dominarlo es someterlo al espíritu humano, esto es, al individuo».
La gran cuestión es qué hacer cuando la atomización masificada, la desterritorialización de la experiencia, la atrofia del cuerpo, el deterioro de las relaciones, la delegación de nuestras capacidades y la expropiación de nuestros saberes, de nuestro ocio, de nuestros sentidos, de nuestras emociones, de nuestra sensualidad, es una desposesión consentida y hasta deseada. La respuesta es: nada. Si los individuos no desean dominar ese mecanismo social y someterlo al espíritu humano, si ven en el sometimiento a esa potencia ciega un camino de libertad, no hay nada que hacer, excepto creer a los dueños de la palabra y del dinero cuando llaman polarización al consenso en el más uniforme y conformista de los tiempos históricos.
Michel Suárez (Pola de Siero [Asturias], 1971) es licenciado en historia por la Universidad de Oviedo, con estancia en la Faculdade de Letras de Coímbra, y máster y posteriormente doctor en historia contemporánea por la Universidad Federal Fluminense de Río de Janeiro, con estancia en París I, Panthéon-Sorbonne. Además, edita y es redactor de la revista Maldita Máquina: cuadernos de crítica social. Lo fundamental de su pensamiento fue abordado en esta entrevista para EL CUADERNO y está condensado en sus ensayos El fondo de la virtud y De re vestiaria.