La sociedad del espectáculo y el ocio del pueblo
No son nuevas las estrategias de manipulación de las conciencias orientadas a reforzar las relaciones de dominación entre las distintas clases sociales, entre élites y masas, entre gobernantes y gobernados, o entre quienes ejercen el poder y aquellos que, pasivamente, lo sufren diariamente.
Pero lo que sí constituye una relativa novedad en las sociedades postcontemporáneas –este período llamado pretenciosamente de la Información y el Conocimiento– son los sofisticados recursos de los que dispone esta sociedad del espectáculo para entretener y distraer a la inmensa mayoría de la población con la finalidad de desviar su atención de las causas de los problemas que padece y de los verdaderos responsables de la situación en que se encuentra; y, lo que es peor, la cada vez mayor capacidad de influir, de manera decisiva, en las propias conciencias –y consciencias– de los individuos para hacerles interiorizar como válidos –“justos y necesarios” que diría nuestro Presidente– los sistemas de valores, las medidas legales e institucionales, o las supuestas bondades de quienes nos dirigen.
Tal vez así se entienda esta epidemia de ocio –¿o será opio?– para el pueblo y de “panem et circenses” que padecemos –donde solo falta extender las declaraciones de Bienes de Interés Cultural a todas estas manifestaciones– en la mejor línea de aquel franquismo tan eficaz en la combinación de “fútbol y toros” con sus gotas –más bien lluvia copiosa– de patrioterismo, Educación y Descanso, censura y represión de los derechos elementales...., para mantener disciplinada y “contenta” a una población cuya misión consistía en obedecer y no molestar los sublimes designios de un gobierno que ya pensaba por todos los españoles y no admitía duda alguna, por supuesto, de las buenas intenciones y los excelsos fines que le inspiraban.
En estos contextos –sea los actuales, los de hace unas décadas o los de hace unos milenios– cobra cada vez más significado y sentido la explosión de las audiencias y el apoyo casi unánime que suscitan los grandes espectáculos deportivos –desde Champions o Mundiales hasta los Juegos Olímpicos pasando por todo tipo de competiciones– en directa proporción al seguimiento de que son objeto por los medios de comunicación, por los líderes de todo pelaje –sean dirigentes políticos, patrocinadores de equipos, poderes financieros...– y, lo que es fundamental, por millones de personas que dedican su tiempo y dinero no solo a asistir sino a tratar de secundar o emular en la práctica diaria las virtudes o habilidades de sus ídolos o estrellas.
Una dedicación que encierra, desde luego, loables fines si la concebimos como cultura deportiva –y siempre en términos de complementaridad y con las dosis adecuadas– destinada a fomentar la superación y el esfuerzo personal, la cooperación y el trabajo en equipo, el juego limpio, la salud física...., pero que se desliza peligrosamente hacia estadios de alienación colectiva que niegan el pensamiento en su sentido más reflexivo y crítico, exacerban las pasiones de la competitividad y los deseos de victoria a costa de los demás –cuando no el puro racismo, la xenofobia o las peores caras del nacionalismo más chauvinista– y se une a todo el arsenal del que disponen los auténticos beneficiarios de estos consumados expertos en confundir –y confundirnos– la anécdota con la categoría, las formas con los contenidos, y las apariencias con el fondo de unas realidades individuales y sociales que deberían exigir algo más que las raciones cotidianas de entretenimiento o de pura terapia ocupacional que se reparten tan "desinteresadamente" para hacer frente al aburrimiento y la intrascendencia por donde discurren las vidas de tantos mortales.