La seguridad social de la alimentación. Una estrategia para poner en jaque a la agroindustria

Después de tres años de inflación generalizada, y más concretamente de un aumento brutal del precio de los alimentos, parece que hemos normalizado una situación que, sin embargo, no es baladí. Tal como viene reflejando durante los últimos meses la prensa generalista, varios estudios realizados en los países occidentales muestran que una parte considerable de la población está modificando sus hábitos alimentarios, renunciando a comprar alimentos saludables por su elevado precio, como por ejemplo la fruta. En el Estado español, seis millones de personas sufren pobreza alimentaria y el 13,3% de los hogares sufren inseguridad alimentaria. Unos términos un poco vagos tras los cuales se esconden realidades como la dependencia de la ayuda alimentaria (procedente de bancos de alimentos y otras asociaciones caritativas o de la solidaridad familiar o vecinal), falta de medios en la cocina (por ejemplo, hogares sin nevera en la que poder almacenar alimentos frescos), condiciones laborales precarias o enfermedades crónicas, que hacen que la alimentación sana se convierta en una preocupación secundaria, entre otras situaciones.

La crisis alimentaria actual es mundial y sus consecuencias son todavía más devastadoras para los países del sur global (cuyos hogares gastan el 40% de sus ingresos en alimentación frente al 17% en los países del norte). De hecho, en los países muy dependientes de la importación de alimentos, este incremento de los precios está teniendo consecuencias catastróficas, entre ellas malnutrición y hambrunas. Las causas de esta crisis son diversas: cambio climático, guerras, escasez de recursos, impacto de la pandemia, especulación… Para entender cómo hemos llegado a esta situación, recomendamos la lectura del artículo traducido y publicado en El Salto titulado «La historia que nadie cuenta de la crisis alimentaria».

Pero como sucede con las otras crisis del capitalismo, que se vuelven permanentes e imposibles de resolver en su seno, la crisis alimentaria, más allá de causas coyunturales, es sistémica y obedece a un modelo económico y de producción de alimentos regido por los intereses de la agroindustria, que no son alimentar al mundo sino la carrera por el beneficio. Prueba de ello es que en 2021, año en que se desató la oleada inflacionaria, se incrementó la producción global de alimentos. Sin embargo, estas provisiones no llegan a las personas que más lo necesitan, sino que se destinan a los mercados más lucrativos (o más prioritarios a nivel geopolítico), como pueden ser la alimentación de ganado o la producción de combustibles. Así, las corporaciones alimentarias y las empresas de cereales están obteniendo beneficios astronómicos en plena crisis alimentaria.

Ante esta situación solo nos quedan dos opciones: esperar a morir de hambre o envenenadas lentamente por la basura que nos hacen ingerir, o bien dotarnos de los medios necesarios para poner en jaque a la agroindustria antes de que controle toda la vida y la acabe aniquilando.

La propuesta suena ambiciosa, pero se pueden  ir dando los primeros pasos. En un artículo de hace unos meses titulado «Alimentar las luchas» (nº46 de Briega), veíamos que en muchas partes del mundo hay colectivos que hacen de la alimentación el centro de sus luchas. También abogábamos por impulsar la creación de un colectivo en Cantabria que trabajase en torno a las cuestiones de la agricultura y la alimentación desde una perspectiva anticapitalista y que incidiera en la realidad a través de acciones concretas orientadas a apoyar las luchas sociales suministrando comida. Tras una charla-presentación pública de dicho texto en Santander, se conformó un grupo de personas motivadas para materializar dicha propuesta. Durante la charla afloró el debate de cómo proveernos de alimentos que no procedan de esa misma agroindustria que aspiramos a destruir y cómo fomentar, por tanto, una producción alimentaria autogestionada y agroecológica. El reto es considerable, sin duda, e implica pensar en economía.

Precisamente, en los últimos meses también nos hemos preocupado en este medio por pensar en economía desde un enfoque libertario, concretamente en la redistribución. En el artículo titulado «Sobre la rebaja fiscal en Cantabria y otras cuestiones impositivas» (nº49 de Briega) nos preguntábamos por «las maneras de organizar sistemas solidarios de redistribución y seguridad común organizados desde los movimientos de base para reorganizar nuestros consumos aislados en favor de instituciones que cubran cada vez más nuestras necesidades colectivas». De igual modo, hemos seguido de cerca las experiencias de las «mutualidades» desde que la editorial Doble Vínculo publicara «El fanzine de la mutualidad». Desde entonces, hemos descubierto que existen bastantes colectivos en distintos lugares del mundo que experimentan formas de colectivizar  dinero de forma autogestionada y horizontal. Podríamos citar por ejemplo la mutualidad parisina LGTBIQ «Panam», cuyo objetivo es «garantizar unos ingresos mínimos a todes les que participan en la mutualidad» y «crear un espacio en el que la gente confiara lo suficiente en les demás y en el que pudieran hablar del dinero rompiendo el tabú y la vergüenza para poder apoyarse más y mejor en lo concreto, para construir la solidaridad material entre los miembros de la mutualidad».

Fue entonces cuando, indagando en cómo relacionar estas formas concretas de apoyo mutuo enfocadas a la redistribución de ingresos con el tema de la alimentación, nos topamos con la propuesta política de la seguridad social de la alimentación (SSA).

Impulsada en Francia por un colectivo que agrupa varias organizaciones campesinas, ecologistas y provenientes de los movimientos sociales, la SSA trata de dar respuesta a la crisis alimentaria que golpea de lleno al país (visibilizada en las últimas semanas por las espectaculares protestas de agricultores). Se inspira en el modelo de la Seguridad Social francesa tal como fue diseñado en 1946. Aunque ya no es ni una sombra de lo que  era, dicha Seguridad Social fue, en sus inicios, independiente del Estado, universal y gestionada directamente, en teoría de forma democrática, por sus cotizantes, es decir, por los trabajadores y las empresas. De igual modo, la SSA funcionaría sobre la base de cotizaciones aportadas por todos los miembros afiliados, que conformarían unas cajas comunes autogestionadas. Con esas cotizaciones se podría apoyar a los trabajadores del sector agrícola y de la alimentación en general (garantizándoles un salario vital), así como financiar iniciativas campesinas y cooperativas de trabajadores. De esa manera, se estaría fomentando un sistema de alimentación que obedeciera a los intereses de la población en vez de a los de la agroindustria y al mismo tiempo se proporcionarían unas condiciones laborales dignas para el sector. En definitiva, se trataría de devolver el poder de decisión a los trabajadores sobre cómo y qué producir y cómo distribuir dicha producción.

Hasta aquí la teoría. Pero es interesante saber que la SSA se está impulsando en algunas localidades francesas, aunque de manera experimental y parcial. La idea general es que se creen cajas comunes a nivel local o barrial en las que cada miembro cotice en función de sus ingresos, para poder proporcionar 150 euros mensuales a cada cotizante, que podrá gastar en alimentación. Aunque existen unos principios compartidos, los diversos grupos que se han constituido a nivel local reflejan la diversidad de visiones que tienen las personas que luchan por la SSA, así como las distintas realidades materiales de cada lugar. Algunos de ellos han decidido colaborar con las instituciones, como por ejemplo en algunos distritos de París. Otros optan por operar con monedas alternativas en vez de euros, como pasa por ejemplo en Montpellier. Otros funcionan más bien como grupos de consumo, comprando cestas de productos a los productores. Hay quienes les motiva más luchar contra la precariedad, mientras que a otras personas les interesa más fomentar otro modelo agrícola o modelos de gobernanza. Por otro lado, algunos grupos se han topado con la dificultad de acceder a alimentos agroecológicos en su contexto. Esto ocurre sobre todo en el ámbito urbano.
También se generan debates sobre el perfil de personas que participan de estas iniciativas y cómo escapar de colectivos conformados exclusivamente por personas militantes y que integren a personas más afectadas por la precariedad alimentaria. Y finalmente, también hay una preocupación por parte de algunas personas de que  se recupere por parte del Estado la idea de la SSA para maquillar el actual sistema de ayuda alimentaria, de tipo caritativo.
Estas prácticas quedan lejos de acercarse al ideal teórico de la SSA, que es mucho más ambicioso en cuanto pretende abarcar la totalidad del territorio francés e incluso desbordarlo y llegar a muchas más personas. Sea como sea, la idea de la SSA nos ha seducido y nos preguntamos si podría trasladarse a nuestro territorio. Motivos hay más que suficientes. En cualquier caso, somos conscientes de que esta idea por sí sola no va a bastar para derribar al gigante de la agroindustria y que habrá que seguir luchando en otros frentes. Para empezar, por el del acceso a una tierra cultivable barata, sin la cual será imposible producir de forma alternativa. Asimismo, por la propia defensa de las tierras que todavía son fértiles frente a las amenazas del extractivismo, de los macroproyectos turísticos, energéticos o industriales. Y finalmente, atacando de forma directa a la propia agroindustria para evitar su expansión, mediante protestas colectivas, sabotajes y acciones directas, tal como se están llevando a cabo en muchas partes del mundo.

* Texto publicado originalmente en el Boletín de Briega en papel nº53 en marzo de 2024