La represión que parece mentira
Fátima no participa en este reportaje. Ella está escribiendo su historia y no necesita que nadie le ayude a hacerlo. No sabe cuándo la publicará, ni cómo, pero ha llegado el momento. Ponerse a teclear le ha servido de excusa para charlar con su hijo y su hija. Nunca es buen momento para hablar de malos tratos, de abandono, de dormir a la intemperie, de andar de aquí para allá, de sentirse sola, de pasar mucho miedo. Me cuenta algunas anécdotas, pero habrá que esperar a leer su libro para entender la magnitud de la violencia que sufrió cuando era una niña. El padre adoptivo de Fátima, al quedarse viudo, volvió a casarse con una mujer que no quería saber nada de ella. Debía ser un poco fascista la señora y, ahí, en la lógica de pensamiento fascista empieza esta historia que, a pesar de sus particularidades, no deja de ser un adaptación de otras anteriores.
El 6 de noviembre de 1941, por Real Decreto, se constituye el Patronato de Protección a la Mujer. Fue anunciado como una organización que estaría integrada “por personas de gran prestigio moral, autoridad y celo” para llevar a cabo con el “mayor acierto posible, tan cristiana y meritoria labor”. A lo largo de la historia reciente del Estado español se han dado diferentes iniciativas para tratar de salvaguardar la moral católica y, por supuesto, para limitar la vida política, social, sexual, económica y cultural de las mujeres. Siempre, por supuesto, en nombre de nuestro propio bienestar. Una de esas instituciones —que trató de venderse a la opinión pública como beneficencia— es el Patronato de Protección a la Mujer, pero antes hubo otras. Entre 1902 y 1931 estuvo en funcionamiento el Real Patronato para la Represión de la Trata de Blancas que tenía como objetivo evitar la explotación sexual de las mujeres, pero acabó convirtiéndose en una institución que penaba y condenaba a las que se salían del redil. La II República española, en 1931, constituyó el Patronato de Protección a la Mujer con el que se pretendían ciertos cambios que nunca llegaron a darse porque en apenas cuatro años sus funciones acabaron siendo asumidas por el Consejo Superior de Protección de Menores. Cautivo y desarmado el Ejército republicano, el “Gobierno Nacional del Nuevo Estado” declaró haberse encontrado ante unas instituciones en “ruinas morales y materiales, producidas por el laicismo republicano, primero, y el desenfreno y la destrucción marxista, después”. Así, a petición del Consejo de Ministros y para “cancelar tan triste herencia” se volvió a constituir, con el mismo nombre, Patronato de Protección a la Mujer que dirigiría Carmen Polo, la mujer del dictador.
En los últimos años han aparecido centenares de estudios y publicaciones sobre la represión que ejerció la dictadura franquista, pero, todavía hoy, resulta muy difícil entender hasta qué punto sometieron a la ciudadanía. Más allá de la represión política y policial, el franquismo tejió una red de instituciones, obras y patronatos que aún resulta prácticamente imposible reconstruir. La creación de la que llamaron “Nueva España” se llevaría a cabo entre violencia y propaganda, moral católica y una obsesión perversa por la redención de las caídas [y, según su normativa, de “las que están a punto de caer”]. Los detalles son escabrosos y parece escucharse de fondo The shining, la banda sonora de El resplandor. Pensad en niñas rapadas, arrancadas de sus familias, niñas y adolescentes detenidas en reformatorios porque habían sido vistas mucho en la feria, chavalas prácticamente secuestradas porque sus familias no podían hacerse cargo de ellas, porque eran prostitutas, pobres, hijas de rojos, lesbianas o, simplemente, adolescentes rebeldes.
Carmen Guillén Lorente es la autora de la tesis ‘El Patronato de Protección a la Mujer: Prostitución, Moralidad e Intervención Estatal durante el Franquismo’. Su trabajo, publicado en 2018, es una joya bibliográfica para comprender la magnitud de la violencia institucional que se ejerció desde esta organización. Guillén, a partir del análisis de la poca documentación a la que se puede acceder, recoge la multitud de razones por las que se podía caer en manos del temido Patronato. Podías llegar a cualquiera de los centros que tenían repartidos por todo el Estado “por denuncias de autoridades gubernativas o judiciales; a propuesta de las juntas o celadoras; por detenciones de los agentes de policía; y en menor medida, a través del tribunal tutelar de menores o a instancias de la propia joven”. A veces se daban también denuncias de particulares que actuaban como cómplices anónimos del Patronato en la considerada ardua tarea de purificación del ambiente moral. Incluso en algunas capitales de provincia llegó a existir la figura de los ‘agentes del patronato’, grupos reducidos de personas dirigidos por un agente de policía, cuya misión esencial fue únicamente “la vigilancia moral en calles, parques, cines, playas y, en general, cualquier lugar entendido como susceptible de peligro inmoral”. Por último, en algunos casos era “la propia familia la que pedía el internamiento por la deshonra social que suponía el comportamiento de su hija”.
Siempre, por supuesto, con un objetivo formal: “La dignificación moral de la mujer, especialmente de las jóvenes, para impedir su explotación, apartarla del vicio y educarlas con arreglo a la religión católica”. Y otro más difuso: pisotear los pequeños resquicios de libertad que, al menos formalmente, las mujeres lograron alcanzar durante el periodo republicano.
Es muy difícil saber qué pasaba en realidad en los centros que regentaban distintas instituciones religiosas: las Oblatas, las Adoratrices, las Terciarias Capuchinas, las Cruzadas Evangélicas, las Trinitarias, las de María Ianua Coeli o las del Buen Pastor. La organización funcionaba con base en una estructura piramidal, con una junta nacional y varias juntas provinciales. En algunos territorios había también organizaciones locales. Un elemento clave en la organización de todos estos centros eran las celadoras, mujeres que se formaban específicamente para su labor. Según la tesis de Carmen Guillén, recibían una formación de algo más de 100 horas en las que se las formaba en “religión, moral, psicología y educación, medicina, higiene social y legislación del trabajo, legislación de la asistencia y nociones de derecho”. A partir de los años 50, las celadoras dieron paso a otra figura: las visitadoras sociales. Esta plantilla estaba formada en exclusiva por mujeres religiosas.
La revista Vindicación feminista, impulsada por Lidia Falcón y Carmen Alcaide, denunciaba en 1977 la situación de las mujeres que se encontraban bajo la tutela del Patronato. El reportaje, que titularon ‘Fábrica de subnormales’, sufrió la censura de la ley de prensa que estaba entonces en vigor, pero los ejemplares ya estaban repartidos cuando trataron de secuestrarlos. En el texto se publican unas declaraciones escalofriantes que pudieron recoger en uno de los centros de Barcelona. “No hace falta titulación ni conocimientos especiales para tratar a estas mujeres. Yo conozco mejor que cualquier psiquiatra la psicología de estas niñas. Yo las interrogo, las aconsejo y las medico. Solo en muy contados casos es preciso darles electroshock y entonces se requiere los servicios del médico. En las primeras entrevistas con ellas, me entero de su pasado, aunque algunas me mienten y entonces es preciso reconocerlas ginecológicamente. Sobre todo para saber si son o no vírgenes. Para saber si han pecado. Porque hay mucha diferencia en el trato con unas y con otras”, aseguraba una de las religiosas.
Se sabe muy poco del Patronato. Mucha información ha desaparecido y resulta muy complicado acceder a la que se conserva. El puzle de la dictadura franquista no solo está lejos de ser completado, es que ni siquiera tenemos todas las piezas para poder hacerlo. A las dificultades propias de la investigación histórica se añaden muchas más si el análisis busca entender qué pasó con las mujeres del Estado español durante los casi 40 años que el país estuvo sometido a la tiranía del dictador. Algunas investigaciones y algunos libros que no han tenido mucho éxito para la gran audiencia sirven de guía para comprender las particularidades de la violencia machista que el franquismo ejerció contra las mujeres. La escritora Consuelo García del Cid fue una de las miles de niñas que pasó por el Patronato de la Mujer y ha publicado dos de los pocos libros dedicados al tema: Las desterradas hijas de Eva y Ruega por nosotras. No solo eso: García del Cid está empeñada en sacar a la luz lo que pasaba en aquellos centros, pero, sobre todo, está empeñada en poner en contacto a las mujeres que, hoy, se preguntan dónde estuvieron, quiénes eran aquellas mujeres, por qué nadie fue a rescatarlas. En muchas ocasiones, las familias no sabían cuál era el trato que recibían sus hijas en aquellos centros y, cuando ellas trataban de explicarlo, lo más habitual es que nadie las creyera. La prensa, salvo honrosas excepciones, tampoco puso nunca mucho empeño en desvelar qué ocurría. Entre otras cosas, el Patronato está vinculado con el robo de bebés, una práctica que ha podido afectar, según las asociaciones que lo denuncian, a 300.000 personas.
Una vez que caías en manos del Patronato, al menos en Madrid, Barcelona y Zaragoza, las niñas y las adolescentes que estaban bajo su tutela tenían que pasar por el Centros de Observación y Clasificación (C.O.C). En Ruega por nosotras, García del Cid los describe como una cárcel: “Conducida por la polícia, el C.O.C la amparaba durante un periodo corto —alrededor de un mes como máximo, aunque las estancias normales no se prolongaba más de una semana— en el que se decidía su destino. Las mujeres Trinitarias observaban el comportamiento de las chicas, que mataban el tiempo viendo televisión y fumando. La policía conducía al C.O.C a cualquier mujer detenida sin delito de sangre. Por tanto, las chicas del Patronato se encontraban ante un escenario brutal sin entender por qué estaban allí. Las habitaciones eran celdas, comían con cubiertos de plástico y estaban controladas por las monjas todo el tiempo. El proceso se desarrolla exactamente igual que el aplicado a los delincuentes, solo que bajo un entramado penitenciario distinto, casi oculto, en manos del Patronato”. El centro de Madrid estaba en la calle Arturo Soria. Ahora es una residencia que regenta la misma orden religiosa.
Llegó la democracia, sí, pero el Patronato de Protección a la Mujer todavía tenía pendientes algunos envites. En septiembre de 1983, Inmaculada Valderrama, una niña de 15 años, murió en el reformatorio de San Fernando de Henares (Madrid). Había atado varias sábanas entre sí para tratar de descolgarse por la ventana y escapar. El foco mediático se puso, al menos durante unos días, sobre la gestión que hacían las Cruzadas Evangélicas en aquel centro. Enrique Miret, entonces presidente del Consejo Superior de Menores, declaró tras su visita al centro haber visto “celdas de castigo, camufladas con el nombre de salas de reflexión y catarsis, acolchadas con plástico blanco, cerradas con puertas blindadas y con aspilleras como ventanas; funcionarios procedentes de cárceles de adultos cuya única obsesión era evitar las fugas”. A partir de entonces y hasta 1986, las funciones y los servicios del Patronato de Protección de la Mujer fueron trasladándose, poco a poco, a las Comunidades Autónomas.
Desde entonces, las víctimas tratan de encontrar un hueco en la historia para hablar de la represión que vivieron. Es tan oscura la historia del Patronato que parece mentira. A pesar de las tímidas conversaciones que han tenido ya, seguro que la familia de Fátima lee con estupor el libro que ya está escribiendo.
* Imagen: Señora Milton