Queremos tanto a las Gildas

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Hace poco más de veinte años Julio Cortázar publicaba en México su relato “Queremos tanto a Glenda”, un genial homenaje a la mujer en el mundo del cine y una muestra más de que un grupo de anónimos personajes pueden ser capaces, gracias a su unión frente a un ideal, de manejar a su antojo los ritmos de la vida en comunidad o el pulso del celuloide, exhibiendo un pequeño en femenino despojado de las impurezas de la industria. Les explico: en el genial relato del maestro argentino, un club de admiradores de la diva Glenda Garson decide apoderarse de todas las copias existentes de sus películas y editarlas de nuevo, desde la humildad de sus pocos medios, desechando las escenas más flojas de su adorada actriz y sustituyéndolas por otras que la mostraran en todo su esplendor. Al llegar la hora anhelada de la reposición de todos los clásicos de la Garson, el club suspira aliviado al contemplar cómo su modesta obra se había consumado y toda la comunidad podía, al fin, disfrutar de su anhelo compartido en total plenitud.

Puede que, después de leer el primer párrafo, algunos se pregunten a qué viene esta incursión literaria y qué relación puede tener con el mundo que nos rodea. Pues bien, creo que nada de esto hubiera pasado por mi cabeza de no haber salido de casa el pasado domingo, veinte de octubre. La fecha no dice gran cosa, cierto es, si no fuera porque ha marcado el inicio de una temporada más de las Gildas en Santander. Los domingos, como decía antes, uno va en busca de los diarios, sale al cine o al teatro y vive su día sin pensar en los que ya han cumplido su misma ceremonia. En este caso, cada mañana de domingo se convierte para el grupo de veinticinco mujeres que conforman las Gildas en un ritual de acarreo y cariñosos aliños, de montaje provisional, idas y venidas apresuradas al pie de la barra del local o de la diminuta cocina. En una vida norteña cada vez más aburguesada y conformista, conforta ver cómo este grupo de presencias femeninas dedican sus horas de ocio al parto de una fugaz cantina de una a cuatro de la tarde: es poco probable que un poderoso pueda comprender jamás que, gracias al esfuerzo desinteresado de un puñado de muchachas, lleguen a financiarse cada año proyectos de desarrollo en diferentes partes del planeta, escuelas salidas de la nada, centros de acogida para mujeres, políticas contra el maltrato conyugal, y muchas otras que ahora no recuerdo, precisamente allá, en las tierras donde la mano del Gran Amigo Globalizado ha pasado ya, sujetando a sus pueblos bajo el yugo de la nueva esclavitud en forma de deuda externa.

Así que cada mañana de domingo no encuentro excusa que me prive de acercarme hasta la calle San Celedonio. En el fondo, creo que si hay algo que me impide dejar de acudir hasta su local es la calidez humana que se palpa entre la clientela: pasan por allí escenas en directo de músicos comprometidos, poetas de certera inspiración, locuaces cuenteros de fantasía y todo un nuevo club cortazariano de gentes bienhumoradas y dispuestas a apoyar con sus pocos euros un proyecto nacido desde la misma calle. En la conocida máxima marxista de “piensa globalmente, actúa localmente” radica el éxito de este pacífico ejército de féminas, una demostración patente cada domingo de que otro pequeño mundo sí es posible con la colaboración de todos.

Por su mano experta y condimentada, por su compromiso con la lejanía de otras mujeres apenas intuidas desde acá, por dar testimonio de cómo lo impensable puede transformarse en real, por estas y por otras muchas cosas, queremos tanto a las Gildas.