La mala autonomía
Aclaración: la opinión y visión que aquí se recoge tiene como foco del debate a la actual sociedad occidental. Su extrapolación directa a otros territorios no es posible en el estado actual de las cosas. Sin embargo, se pueden encontrar ciertas similitudes que espero sirvan de referencias parciales dentro de una visión global del mundo.
Debatir sobre si la autonomía es un imperativo categórico o resultado del pensamiento mágico humano es caer en la desgracia de la dialéctica que asola a las clases oprimidas. Incapaces siquiera de entenderse a sí mismas.
Desde un intento más dialógico, se puede entender la autonomía como la capacidad de un individuo para establecerse normas y ejecutar funciones por acuerdo propio. En contraposición, nos encontramos a los comunalismos, donde el individuo se somete al querer común, o al autoritarismo, donde la sumisión es al dictado de una única persona o pequeño grupo gobernante.
Para quienes pasean por las calles gritando «¡Libertad, carajo!», la autonomía es vista como un dogma de fe, donde todo ser humano posee la capacidad para tomar las mejores decisiones. Sin embargo, esta premisa se centra únicamente en el sentido individualista. Esa toma de decisiones se realiza únicamente por un interés propio. La trampa a este planteamiento la conocemos y padecemos. El ser humano no puede ser perfectamente autónomo y que la realidad social no afecte sus decisiones. Además, de ser posible, afectaría directamente a los intereses de quienes opinan que libertad es poder beber todo el vino del mundo y conducir. Por ello, el capitalismo necesita al Estado, para protegerse de esa quimera ideológica.
De manera similar, las pretensiones libertarias llevan por bandera la autonomía. Sin embargo, esta visión autónoma se crea dentro de una comunidad, la cual debe de estar organizada sin la existencia de líderes ni gobernantes para garantizar la decisión autónoma de cada uno de sus integrantes. Así, autonomía y federalismo son las dos piezas clave dentro de la mirada anarquista.
En contraposición, tenemos a los autoritarios que asumen la incapacidad de la masa para tomar decisiones y, por lo tanto, establecen que esta debe ser dirigida por una élite intelectual y moral.
Desde estas perspectivas, me pregunto: ¿en qué punto estamos? La respuesta es compleja, pero bastante directa. Vivimos en una sociedad autoritaria que se camufla en una de perfil capitalista, donde la autonomía de las personas se ha convertido en individualismo estético. En su origen, la educación era una institución burguesa que buscaba la emancipación intelectual de las élites. Poco tiempo después, a finales del siglo XIX, principalmente, las propias clases populares intentaron imitar esta fórmula, como la archiconocida escuela racionalista de Ferrer i Guardia.
Sin embargo, viendo el poder emancipador de esta escuela del pueblo, pronto se institucionalizó por las clases autodenominadas socialistas convirtiendo a la escuela en un medio para transferir el conocimiento necesario que capacitara al obrero para usar las máquinas. Así, de golpe, cuando antes era el obrero quien poseía el conocimiento sobre su propio trabajo, el devenir industrial le quita esa autonomía y pasa a manos de los dueños de las fábricas, quienes a través de protocolos y demás convierten a la clase trabajadora en una masa incapaz de pensar en sus propias funciones.
El tiempo avanza, y la capacidad de sanación y cultura pasa a manos de los gobernantes. Ellos, durante décadas, dictan el devenir de estas instituciones; así, dejan al pueblo sin cultura. A las personas sin capacidad, sin el poder de decidir qué estudiar, a qué dedicar sus vidas, qué aspectos de la inmensa naturaleza que nos rodea desean descubrir, sin el saber qué les afecta en su salud. Nos convertimos en seres andantes que al más mínimo problema miramos hacia quienes nos gobiernan para que nos den respuesta. Nosotros no somos capaces de hacerlo.
Hoy, el gran frente de lucha es la seguridad. No solo la seguridad capitalista de poder salir a la calle sin que nos asalten, sino la seguridad sobre nuestras propias vidas. A cada mínimo atisbo de peligro, exigimos que se activen las medidas correspondientes. No nos preocupamos de saber que mirar por un barranco deviene un peligro que puede ser mortal. Pedimos que pongan una valla lo suficientemente fuerte como para que si quisiéramos correr y saltar nos fuera imposible. Y esto es tan grave que hay quienes denuncian al Estado porque algún familiar, sin mucho conocimiento, cayó por algún precipicio intentando hacerse un selfie que publicar en las redes. Paralelo a esto, y siendo el fin mismo del sistema, la Policía, detestada históricamente por el pueblo, se convierte en un ente que gana terreno en nuestras propias vidas. Y no es de extrañar que, en los barrios más humildes, de clase trabajadora, se hable de policía de barrio. Como la gran solución al problema social que deriva en pobreza y esta en delincuencia. Definitivamente, la inmensa mayoría del pueblo se ha convertido en un ente sin poder ni capacidad para determinar su propio existir. Mucho menos su propio futuro.
Y contra todo esto, ¿podemos hacer algo?
Aclaración final: este asunto de la autonomía aquí expuesto, que indica la gradual pérdida de decisión por parte de la clase trabajadora, ignora, concienzudamente, una parte fundamental de este asunto. Y es la falta de autonomía sobre el propio cuerpo que han sufrido las mujeres y demás disidencias de sexo y género a lo largo de toda la historia. Esa ignorancia se debe en primer lugar a una falta de espacio. Aunque también porque creo que corresponde a esas mismas personas reivindicar y poner en valor esta dramática parte de nuestra historia, que, cuanto menos, debería avergonzar al más libertario de la sala.
* Ilustra: JLR