Introducción a la semiología de la expresión (1ª parte)

Quince años llevaba trabajando, como especialista, en el campo de la expresión y recogiendo casi todo lo difundido desde la pedagogía, la psicología y el arte, acerca del dibujo de los niños, cuando tuve mi primer encuentro con Arno Stern.

Pude comprender entonces que, lo que yo creía saber, estaba condicionado por supuestos jamas cuestionados; pues siempre se había relacionado el dibujo infantil con el arte y la comunicación.

Por azar, Arno Stern había podido observar sin prejuicios y habla hecho posible que se desencadenase el auténtico proceso de la expresión al liberarlo de la comunicación. Había encontrado el origen, la evolución y las leyes internas que lo rigen y descubierto un código universal y necesidades de expresión que hasta entonces no hablan podido manifestarse de forma elaborada.

Años más tarde, he podido constatar que esas mismas leyes rigen en otros medios de expresión, la arcilla y el volumen, el cuerpo y el movimiento y que en ellos aparece también el mismo código universal descubierto por Arno Stern en la pintura.

Muy pronto, puede que de forma accidental, el gesto de la mano deja su huella sobre una superficie: el dedo en el vaho del espejo, o con la cuchara, abriendo un surco en la papilla.  Con ello se obtiene un placer inesperado, que suscita el deseo de volver a hacerlo.

De la misma manera, hace miles de años, esto pudo ocurrir en las paredes húmedas de la arcilla blanda de alguna cueva, o con un trozo de carbón sobre alguna roca. Pero sólo de manera eventual.  Hoy, sin embargo, los niños tienen papel y lápiz casi siempre a su alcance, y ya desde muy pequeños descubren todos la posibilidad de trazar y el placer que esto les proporciona.

Comienzan así, llenos de alegría, atención y esfuerzo, este juego que se va a intensificar poco a poco y prolongarse durante un cierto tiempo.

Algunos padres y educadores asistirán emocionados a estas primeras manifestaciones gráficas de sus hijos o alumnos, desconocedores quizás de que dan los primeros pasos en una andadura trascendente y compleja, que podría extenderse a lo largo de toda su vida, y que, sin embargo, está prácticamente condenada al fracaso. Y esto debido, precisamente, a su intervención, tan desacertada como cargada de buenas intenciones.

Casi todos los niños se inician en este proceso con auténtica pasión. Una misma y profunda necesidad les lleva a trazar ineludiblemente.

Los orígenes de la expresión

Sus primeros gestos son deudores de sus limitaciones motrices: un giro, rápido, que puede desplazarse en el espacio, gobernado desde el hombro, el codo o la muñeca, Este movimiento, que se repite y superpone, es lo que puede hacer un niño pequeño. Esto coincide con lo que quiere hacer en ese momento y a la vez es, -exactamente, lo que necesita hacer.

El trazo que resulta de todo ello es el torbellino. (1)

Este equilibrio entre lo que puede, quiere y necesita, le permite combinar en una misma tarea esfuerzo y placer; dedicarse a ella cientos de veces, sin disminuir un ápice su enorme entusiasmo; mostrarse decidido, perseverante y seguro; y llevar al límite de sus posibilidades esa mano que sabe dibujar y que de forma progresiva irá ampliando su repertorio de gestos, de movimientos y de trazos.

Poco a poco, después de muchas repeticiones necesarias, el vertiginoso movimiento inicial se va a ir ralentizando. El torbellino, como una madeja al desenredarse, se abre. Y en él aparece, como surgiendo de un proceso de condensación, un trazo que se asemeja a un gancho.

Este movimiento de giro, ahora lento y aislado, que da origen al gancho puede evolucionar en distintas direcciones, estirándose y dando lugar a un trazo recto, o enrollándose sobre sí mismo. También puede girar buscando su punto de partida y cerrarse, dando nacimiento, así, a una primera figura: la figura redonda. Si el cruce con el punto de partida del trazo forma un ángulo, entonces, lo que deriva del gancho será la figura llamada gota.

Pero dejemos de momento esta línea evolutiva y demos unos pasos hacia atrás, al origen mismo del trazo.

Algunos autores hablan descrito el torbellino como el origen del dibujo infantil, aunque con otro nombre y no viendo en él, sino desorden.

Arno Stern se dio cuenta que no era posible encontrar explicación así a toda la evolución posterior del trazo, Su observación le llevó pronto a comprobar que ese origen no era el único. Existía un doble origen: el punteado.

A veces se oye, cuando se está haciendo, aún antes de poderlo ver, al impactar rítmicamente la punta de un rotulador o lapicero sobre un papel. Esta especie de sembrado de puntos se esparce por todo el espacio disponible, en un claro intento de abarcarlo, y suele aparecer asociado al torbellino.

Torbellino y punteado aparecen pues, en el origen de una evolución programada, que se desencadena inevitablemente en cada persona.

Del punteado surgirá más tarde, en un acto de afirmación y síntesis, un trazo recto, generalmente vertical, después horizontal y posteriormente, yuxtaponiendo ambos, en ángulo.

Las hasta aquí descritas son manifestaciones gráficas arcaicas de la formulación. Cuando las limitaciones motrices de los niños ya no son tan grandes, van a seguir combinando los trazos, que ya pueden hacer con gran precisión, de distintas maneras.
Yuxtaponiéndolos, incluyendo unos en otros, también integrándolos, y como producto de todas estas operaciones, aparecen las figuras primarias.

Desde la forma de gota, han podido llegar al triángulo, y desde el ángulo o la forma redonda al cuadrado. Él trazo vertical se puede asociar con el horizontal, cruzándose de diversas maneras, dando origen a la cruz, la espina, el peine y la escala. La figura redonda puede asociarse a un trazo vertical o a varios, dando lugar a la figura redonda con trazos radiales. La figura radial. Y también puede incluir en su interior otras figuras. He aquí las figuras primarias:

Una emisión necesaria sin destinatario

Hay una especie de lógica interna en la aparición de las figuras primarias, del mismo tipo que aquella que permite al niño llegar a andar.

Ve a los adultos moverse a su alrededor, lo pueden hacer de pié, y rápidamente, alcanzar cosas a las que él no llega, subir y bajar escaleras, abrir y cerrar puertas, entrar y salir.  El va a desear moverse y alcanzarlo todo, pero la evolución que le va a llevar a caminar sobre sus piernas no depende de su deseo, sino del programa que quizás éste pone en marcha.

No piensa cómo desplazarse, ni planifica cualesquiera de las fases previas al andar. Sabe qué hacer en cada momento, sin necesidad de preguntarse o reflexionar sobre ello.

Levanta primero un poco la cabeza, hasta poder llegar a mantenerla por encima de sus hombros. Después se incorpora, poco a poco, hasta llegar a sentarse, y más adelante se desplaza a rastras o lateralmente. Anda a gatas y al cabo de varios meses se sostiene erguido sobre las piernas, para terminar desplazándose en primer lugar con apoyos y frecuentes caídas y luego con total seguridad.

Es la lógica de una evolución que deriva de un programa genético. Una evolución que es similar para todo el género humano. Universal, por tanto, en cuanto que posee el mismo programa genético.

Esta evolución no depende del deseo o de la voluntad.

Ninguna reflexión precede a la aparición de las manifestaciones arcaicas o a las figuras primarias. Estas se imponen a la mano del que traza, independientemente de su raza, medio cultural, económico o climático. Y así como todos tenemos dos piernas, dos brazos, dos orejas, nariz y bocas, y somos diferentes, todos los niños trazan las mismas figuras primarias, con las que pueden hacer diferentes combinaciones.

Trazan según una ley interna, que no depende del exterior, de lo observado, de un modelo determinado, de la naturaleza o de lo que les impresiona, de las emociones, los pensamientos o cualquier otro ejercicio de reflexión.

No existe deseo de representación alguna en un niño que dibuja un torbellino o un gancho. Cuando un niño pinta estas o las figuras primarias, peine, espina o escala, no está intentando reproducir ni representar estos objetos, Árno Stern les da este nombre, pero podía haberlas numerado o registrado bajo otras denominaciones.

Y lo mismo sucede si traza en ese momento una figura redonda, combinándola con varios trazos rectos, que parten de ella como radios. No está representando el sol. No tiene ningún propósito de hacerlo, Esta figura primaria, que llamamos radial, no tiene su origen en ninguna impresión del exterior. Procede de un lugar que esta más allá de la razón. Y la mano que la traza obedece a una profunda y perentoria necesidad interna. Se trata de una emisión necesaria, pero que no está destinada a nadie, Ninguna intención existe de comunicar algo a alguien. Ningún mensaje contiene y no precisa por tanto de receptor alguno.

Se puede objetar que la experiencia de la mayoría de los educadores contradice las negaciones precedentes. Los niños muestran sus dibujos a los adultos que les son cercanos, y les dan todo tipo de explicaciones sobre ellos. Se podría, concluir por tanto, que dibujan para los demás, para comunicarse, en definitiva.

Pero no hay que engañarse. Los niños que hacen tal cosa están condicionados. No proceden libremente. ¡Y cómo podrían hacerlo si son escolares!

Todo su trabajo debe ser supervisado, evaluado y muchas veces corregido. Cuando terminan su tarea, deben dirigirse a su maestra para que compruebe si está efectivamente terminado el ejercicio y les dé su visto bueno. Y puede estar bien o mal realizado, de vez en cuando hay que repetirlo, se les piden explicaciones y hablan de ello. ¡Cómo no van a hacer lo mismo con sus dibujos!

Pero es que además, desde que comienzan a trazar, los adultos les hacen preguntas y les invitan a hablar sobre lo que han hecho. Buscan comunicarse con los niños a través de sus dibujos, y así los desvían hacia la comunicación, despojándolos inexorablemente de su función originaria: la satisfacción de una necesidad de formulación por medio de trazos.

Un proceso natural interrumpido

Esto suele comenzar muy pronto. Un niño pequeño dibuja un torbellino. Su abuelo lo ve silencioso, ocupado, absorto, se acerca y le dice ¡qué bonito! ¿qué es lo que quieres hacer?  Su nieto queda confundido. No sabe qué contestar.  Más tarde ya no dudará, porque va a aprender pronto a responder lo que quieran oír los adultos.  Ninguna intención dictaba su trazo, solo el placer de ejecutarlo. Ninguna representación intentaba, ningún mensaje estaba siendo gestado.

Trazan según una ley interna, que no depende del exterior, de lo observado, de los pensamientos

Pero también se le hubiera generado confusión si se le hubiese preguntado “¿Por qué no lo haces rojo?” En vez de negro, o cualquiera de las preguntas que sólo se les ocurren a los que lo ignoran todo al respecto.

Así que, apartado de su quehacer, un instante después, encuentra la respuesta en lo primero que se le ocurre, Algo que asocia, descubre o ve en ese momento: un bosque, al recordar el cuento que le narraron la noche pasada, una señora despeinada, al fijarse en los cabellos revueltos de su abuelo, que acaba de levantarse de la cama, o una batalla, Entonces, siguen otras preguntas, bienintencionadas, “¿Donde están los animales de este bosque?”, “Detrás de los árboles”. O “¿La cara de la señora?”, “Esta tapada”. “¿Y los soldados de esta batalla?” “Se han ido”.

El adulto imagina que ayuda así a reflexionar al niño sobre su dibujo, sobre lo que supone que son sus carencias y que le da la oportunidad de completarlo y enriquecerlo con ideas que presumiblemente no se le habrían ocurrido y también ¡cómo no! de ampliar sus  conocimientos.

Le es difícil comprender que el deseo de ayudar a perfeccionar su dibujo a un niño, proviene de la consideración de que un niño es incapaz de aprender por sí mismo, del desconocimiento de su proceso natural de aprendizaje y del papel que debe jugar en él un adulto.

No se da cuenta que interviene en la dirección de su propio pensamiento e interés, extraños a los del niño, y que forzarle a recorrer ese camino no es hacerle avanzar, sino apartarle del suyo propio, interrumpirle su pensamiento, distraerle de sus intereses y necesidades, desorientarle y hacerle sentirse perdido e inseguro.

Y he aquí que intenta enseñarle. Le coge el papel y el bolígrafo y diciéndole, “No, así no se hace, mira”. Le dibuja un caballo, la cara de una señora, o un personaje con una espada en la mano y se lo ofrece como un modelo, El modelo de alguien que, interrogado por otro adulto, negaría saber dibujar.

Ahora este niño probablemente quiera hacer algo que ni puede ni necesita, El equilibrio está roto. Su seguridad perdida. Con el tiempo se irán acumulando abrumadoras cantidades de fichas para rellenar, completar, colorear, dibujos impuestos, sugeridos, ilustraciones, copias y de todo ello tendrá que escuchar el parecer de los demás: está muy bien, casi siempre al principio, o mal, a medida que vaya creciendo. Siempre forzado a explicarlo todo y acumulando palabras y más palabras sobre sus trazos, que durante muy poco tiempo más, van a soportar tanto peso.

Preguntará al principio, si está bien así, a su abuelo o a su maestra, buscando su aprobación.

Luego le oiremos decir: «¿qué hago?»  Desposeído y dependiente ya de los otros.

Y finalmente «yo no sé dibujar».

Ya es un escolar condicionado. Ahora, creado el problema, buscamos cómo resolverlo, y decidimos que es preciso motivarle. Más preguntas, más ideas y más palabras, se cebarán sobre él, hasta el atiborramiento y el definitivo abandono del dibujo.

Pero podía haber sido de otra manera.

Un niño. pequeño traza un torbellino. La mesa sobre la que dibuja es demasiado alta para su estatura, su barbilla se apoya en el borde y sus brazos están prácticamente horizontales desde sus hombros, Todo lo cual le hace tener una posición forzada e incómoda, Su abuelo lo ve, silencioso, ocupado, absorto e incómoda y se acerca, Toma un par de cojines de la butaca más próxima y se los coloca en la silla elevándole un poco y le comenta “Así estarás mejor”. Su nieto sonríe y en la nueva posición, más cómodo, se relaja y sigue dibujando. Pero su mano permanece fuertemente cerrada sobre el bolígrafo que utiliza, así que su abuelo se la afloja suavemente, sin quitárselo de la mano, Un poco más tarde exclama: “He terminado”. Entonces, el abuelo le ofrece otra hoja, blanca, de papel. Y toma la que le entrega el nieto, Coge otro bolígrafo y le pone por detrás la fecha, como siempre ha hecho, para guardársela ordenada en la carpeta que destina a sus dibujos.

Este niño pequeño sigue trazando torbellinos, silencioso, feliz y seguro. Nada le distrae de su trabajo. No hay preguntas absurdas ni necesidad alguna de explicaciones de ningún tipo. Se siente querido y sabe que su juego es considerado con seriedad por su abuelo, que le procurará lo necesario para realizarlo en las mejores condiciones.

Seguirá dibujando. Pedirá que le coloquen cojines en la silla, antes de empezar. Aparecerán otras necesidades, quizás. Su torbellino, a veces es tan rápido que se sale del papel y mancha la mesa. Como otras veces, su abuelo se lo limpiará con un trapo, para que no se ensucie la mano y no pase lo mismo también con la hoja. Su carpeta se irá hinchando y su torbellino derivará en ganchos. Después aparecerán otras figuras: redondas, trazos rectos, triángulos...

Dibujará por placer y este irá aumentando. Siempre sabe dibujar y no precisa de motivación alguna. Un adulto está acompañándole, no para hacerle sentir su superioridad y debilitarle, sino para asistirle y permitirle crecer seguro, fuerte y libre, ¿No es esto suficientemente importante?

Arte y comunicación

El arte es comunicación. El artista quiere transmitir su mensaje, comunicarse a través de su obra: ser aceptado por la sociedad o la persona amada, por el mercado o una minoría selecta, o por la historia, escandalizar, contestar, provocar... Por ello, reflexiona sobre la mejor manera de hacerlo, con las herramientas que posee: la línea, el color, la textura, la composición. Estudia, proyecta, esboza, corrige y ensaya.

Sin embargo, cuando un niño pinta, ninguna reflexión le lleva a disponer las líneas o el color sobre la superficie del papel. Su deseo es dibujar, pero el trazo del dibujo que resulta no es dictado por ese deseo, sino por una necesidad de otro orden, que no procede de la voluntad y está más allá de la intención, en la memoria orgánica.

Una emisión que no se dirige a los demás no es arte. Y el rastro de esa emisión, registrado en un papel, no constituye una obra de arte.

No hay obra aquí, ni puede por tanto, incluirse el dibujo infantil dentro de un apartado o tendencia del arte, Tampoco es el dibujo de los niños el origen del arte ni, como se ha pretendido, una manifestación primitiva del mismo, o una etapa en el camino que conduce a aquel.

Sencillamente, el mal llamado “Arte infantil” no existe.

Se trata, nada más y nada menos, que de un juego.

Los trazos nacen del gesto de la mano que deja su huella sobre una superficie.

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(1) Arno Stern, abandonó el término “garabatos”, que alude a algo mal hecho, y es revelador de la desconsideración hacia esta actividad infantil en sus orígenes, Creó un neologismo de difícil traducción “giroulis”, (de “giration” = giro, y “rouler” = rodar) que define, sin connotaciones peyorativas, perfectamente, el trazo del que tratamos.

* Texto publicado en la revista Comunidad educativa Nº 241 el 22 de agosto de 1997.