Coronavirus: el sueño de Thanos
Si hay un elemento teórico sobre la muerte que tienen en común tanto la concepción clásica humanista como la versión más pop —encarnada en los cómics y películas Marvel, por ejemplo— es el de la tentadora y párvula idea sobre la muerte como gran igualadora.
Dejemos a un lado la idea clásica, centrada en señalar que a todos nos llegará nuestra hora, como si la diferencia entre vivir y sobrevivir no fuese relevante.
Pasemos a otra perspectiva acorde a la de los seguidores de la teoría vengadora de Gaia pasada por un cedazo malthusiano —aquella que parecería considerar a la vez que las pandemias y catástrofes son mecanismos de defensa del planeta contra aquellos que lo hieren en base al problema objetivo de la sobrepoblación. Me refiero aquí a la pregonada por Thanos, personaje de cómic, villano y servidor de la muerte. Para él, la inminente llegada de pandemias, guerras, hambrunas y catástrofes climáticas generadas por el aumento de población en el universo, en lo que es una merma incesante de los recursos de cualquier planeta, requiere de la aplicación de un plan cuya aleatoriedad él mismo confunde con una pretendida naturaleza democrática.
Para Thanos —fiel y enamorado servidor de Thanatos, cuya coincidencia etimológica con la muerte no pasa desapercibida— dicho carácter supuestamente equitativo y justo, que permitiría salvar al universo de su destrucción, provendría literalmente de realizar un chasquido con los dedos que eliminaría a la mitad de la población del cosmos, sin distinción de ningún tipo. La población, tanto de poderosos, ricos y sanos, como la de pobres, desvalidos y enfermos, todos a partes iguales, quedaría reducida en un cincuenta por ciento.
Ahora, en plena intrusión de un nuevo coronavirus, el sueño de Thanos parece haber resurgido para aquellos que sienten al virus como un agente inmunológico al servicio del planeta Tierra, aplicando así la justicia ancestral. Mientras que, para otros, este coronavirus no hace más que mostrar la evidencia de que todos quedamos reducidos a mera vida biológica, dada nuestra equitativa fragilidad ante el virus que, como siempre sucede, no hace distinciones de ningún tipo. Sin embargo, no debería pasarnos por alto que, lejos de la justicia poética que puede tener para algunos dicho carácter supuestamente igualador que alberga el metafórico chasquido de Thanos, este virus coronado, que hace que se alcen las voces a favor de una gestión cada vez más pormenorizada de la vida por aquellos calificados como expertos en dicha materia, en realidad, lejos de acercarse al sueño de Thanos, lo que hace es acrecentar los mecanismos de poder que se encuentran más allá de la biopolítica, tal como hemos expuesto en un reciente libro homónimo. Así sucede con la proliferación de los mandatos de una bioarztquía asentada en la razón farmacéutica que, de modo taimado, mediante el big data, los algoritmos, las apps geolocalizables para móvil, los carnets de salud y los medios de comunicación, tejen las redes de la nueva gubernamentalidad, literalmente como gobierno de las mentes, la cual va a tener cuidado de nuestra vida obviando a nuestra existencia.
Sin embargo, que nadie se equivoque, ya que este poder bioárztquico, que pone al especialista médico en un predominante papel de jefe, sacerdote y chamán cuyas decisiones no deben ni pueden pasarse por alto, no va a hacer más que, en este contexto, abrir de par en par las puertas de un fascismo biotecnológico que, en nombre de una «Vida» abstracta, pretende arrebatarnos nuestra real y frágil vida. Para esta nueva forma de gobierno de la mente, el mejor modo de ponerse al servicio de la Vida significará, en el mejor de los casos, convertirse en un general de la muerte, como el viejo Thanos.
Eliminar los factores jurídicos, singulares, personales, individuales, entre otros, es decir, la reducción del bíos a pura zoé, a mera vida animal en aras de la conservación de la población en números macro, requiere apartarse del antiguo lema de «inmunidad de rebaño» utilizado por epidemiólogos y virólogos para terminar abrazando la mera consigna del encierro del rebaño. La efectividad del slogan bioárztquico se pone de manifiesto en la constante demanda de autoconfinamiento, de autoaislamiento y de detección sintomatológica, las cuales terminan reduciendo a cada una de esas singularidades que somos a simples objetos médicos, cuya subjetividad y racionalidad parecen meramente enfocadas a la identificación de signos patológicos. Para dicho cometido se nos impele a informar mediante apps sobre nuestros síntomas variados y que autoricemos, en un estado de excepción permanente que los gobiernos quieren disfrazar bajo consignas de estado de alarma, el control total de cada uno de nosotros en todos los aspectos de nuestras vidas con una amplia sonrisa o bien con una respuesta cargada de estúpida suficiencia respecto a la responsabilidad grupal, como aquella que lleva a insultar al otro desde el balcón, juzgándolo por salir a la calle sin que sepamos los motivos que le obligan a hacerlo.
La condena y el sometimiento de la vida individual en nombre de la Vida en mayúscula o de la vida auténtica no es nueva, sino el fármaco de origen platónico —en su arcaica significación dual de veneno y remedio— más efectivo que ha existido y cuya sombra alargada llega hasta nuestros días. En realidad, el sueño de Thanos no es más que una pesadilla que nada tiene de igualadora, salvo en el hecho de querer recobrar tanto el poder total sobre la población como de acentuar el desequilibrio entre ricos y pobres. Para ello, esta política de confinamiento pone en marcha una suerte de darwinismo industrial que, para cuando llegue el momento de volver a abrir tiendas, locales o clínicas dentales, tan solo permitirá que hayan sobrevivido al invento capitalista de la crisis de turno, ahora disfrazada de intrusión viral, los monstruos, es decir: las grandes superficies de venta, las grandes empresas y cadenas de servicio que van de los bares y restaurantes a las fruterías o zapaterías.
El sueño de Thanos, en esta amenaza viral, no es otro que el de crear una forma más efectiva, si cabe, de necropolítica. Una que termine por someter del todo a los sujetos al poder de los mercados respaldados por la eterna genuflexión del Estado, a la vez que acabe con esas vidas que, para este, están de más. Valga como prueba de ello la gestión necropolítica —es decir, la de una toma de decisiones que deliberadamente ha causado y causa más y más muerte— en los campos de refugiados, en los parados y pobres —muchos de estos últimos pese a tener trabajo— y en las urbes donde millones de personas padecen pobreza energética o no pueden pagar una vivienda dados los abusivos alquileres, así como también los millones de favelados o los inmigrantes que se amontonan en las fronteras huyendo del dolor, del hambre, de la muerte, de la tortura y de la miseria. Algo que, como bien señaló Foucault, proviene de la entrada en vigor, tras la Segunda Guerra Mundial, del Plan Beveridge, el cual apuntaba a que los Estados debían hacerse cargo, no ya de evitar las muertes de sus ciudadanos, sino de su salud y calidad de vida, y que hoy, envueltos en telarañas jurídicas sobre derechos humanos, parece haberse convertido en poco más que una broma de mal gusto basada en discursos vacíos.
Todo esto es no solo probable, sino que ya está en marcha. No obstante, la pandemia de COVID-19 es un evento único e incontrolable, una amalgama de elementos naturales y culturales cuyos efectos todavía no se pueden medir. De este modo, más allá de profundizar en la gestión necropolítica liberal de nuestras sociedades, la pandemia nos abre posibilidades para destituir a dicha gestión, con el surgimiento de prácticas colaborativas, autónomas, colectivas y de autocuidado que puedan enfrentarse tanto al nuevo coronavirus como al capitalismo que pretende instrumentalizarlo para sus propios fines. En este sentido, la pandemia ya nos está prestando un servicio excelente al desenmascarar aquello que de hecho son nuestros gobiernos y nuestras economías: máquinas construidas para explorar las vidas indignas de ser vividas y proteger aquellas que cuentan, es decir, aquellas que más que ser, tienen.
Nada está decidido de una vez por todas en la situación pandémica en la que sobrevivimos, dado que las potencias y los poderes están en lucha. Nos queda saber leer nuestro presente de forma crítica y entender las apuestas, estrategias y tácticas que caben en este momento, para que de la pandemia puedan surgir alternativas efectivas ante el insostenible capitalismo neoliberal y necropolítico que nos oprime. Este libro pretende contribuir a esa tarea del pensamiento, en especial ahora, cuando la filosofía parece inútil ante actividades mucho más urgentes. Sin embargo, es ese exceso de la filosofía, su carácter propiamente «inútil», el elemento que puede hacernos recordar que la vida humana consiste en algo más que respirar y existir: consiste también, de modo irrenunciable, en pensar. Considerando las cosas desde este punto de vista, podremos quizá pasar de un virus como filosofía —esto es, de un discurso totalizante y pandémico que domina todos los aspectos de nuestras existencias— a una filosofía como virus, es decir, a una filosofía como un cuerpo extraño que nos invade y nos lleva a mutar si queremos vivir. Esa, tal vez, será la lección del virus.
Tal vez nadie deba pasar por alto que las decisiones bioárztquicas tomadas ante esta pandemia, más de excusa viral que no de origen vírico, hayan aparecido en un momento político internacional que va desde los movimientos democráticos en Hong Kong a los chalecos amarillos en Francia, pasando por la intensificación de las luchas antifascistas en diversos países latinoamericanos así como por las demandas de autodeterminación o mayor autonomía mediante referendos en Catalunya, Italia y Escocia, entre otros. Así, tal como exponíamos en nuestro anterior libro,[1] nos encontramos más allá de la biopolítica. Adiós al sueño de Thanos. Bienvenidos a la actual expresión del fascismo biotecnológico puesto en manos de la bioarztquía, tras ser pedido a gritos por el rebaño que demanda control algorítmico como solución a un miedo a la muerte que, en realidad, siempre ha sido un terrible miedo a vivir. Contra eso, lo que tenemos es muy poco. Es solo filosofía. Pero ya hace más de veinte siete siglos que algunos griegos oscuros descubrieron que filosofía significa arte de vivir. No solo discurso, sino práctica de sí. Simplemente vida.
[1] «Más allá de la biopolítica: biopotencia, bioarztquía y bioemergencia», publicado en Girona en febrero de este 2020 por Documenta Universitaria.
*NdB: El texto anterior es la introducción del libro «El virus como filosofía. La filosofía como virus. Reflexiones de emergencia sobre la pandemia de COVID-19»