Sobre la propuesta de extensión de la prisión permanente revisable
El Grupo Socialista del Congreso de los Diputados apoyó con su voto el 29 de marzo tramitar una proposición de ley del Partido Popular, Ciudadanos y dos partidos del grupo mixto para ampliar la pena de prisión permanente revisable a dos nuevos supuestos: cuando el autor de un asesinato sea reincidente y cuando no confiese dónde escondió el cadáver de la víctima. El respaldo socialista a la tramitación parlamentaria de este proyecto de reforma de la pena más alta que contempla nuestro Código Penal, se nos dice, no implica un voto futuro favorable al mismo, ya que el PSOE afirma que quiere obtener los mismos objetivos modificando otros aspectos del Código, pero que está abierto a la discusión suscitada por el partido mayoritario de la derecha y las formaciones liberales.
La prisión permanente revisable fue incorporada al Código Penal español en una reforma de 2015, durante el gobierno de Mariano Rajoy. El Código Penal vigente prevé esta pena para los delitos determinados como más graves, como los asesinatos múltiples, los de menores de 16 años y personas vulnerables, los que se produzcan en concurso con un delito contra la libertad sexual y los que cometan miembros y grupos de organizaciones criminales o terroristas, así como el asesinato del Rey, la Reina o el heredero al trono.
La pena contempla una pena de prisión permanente que puede revisarse cumplidos entre 25 y 30 años de prisión ininterrumpida. Pasado ese plazo, el tribunal debe volver a revisarla de oficio cada dos años. Por tanto, se trata de una pena que puede convertirse en una cadena perpetua de facto, cuyo cumplimiento completo queda en manos de los juzgados, en base a los informes presentados ante los mismos por los servicios penitenciarios, añadiendo así, a la posible perpetuidad de la pena, una componente de zozobra e inseguridad para el preso sobre su situación penitenciaria que se reitera cada dos años.
La prisión permanente revisable entra en abierto conflicto con la redacción del artículo 15 de la Constitución española, que prohíbe expresamente las penas “inhumanas y degradantes”. Sin embargo, no lo vio así el Tribunal Constitucional que, al pronunciarse sobre la misma en una sentencia de 2021, con siete votos favorables (el sector conservador) y tres en contra (el sector progresista) determinó que la regulación de la prisión permanente es conforme a la Carta Magna siempre que se interprete de forma que el condenado que salga en libertad, tras una revisión, y vuelva a cometer un delito o rompa las condiciones de la libertad condicional, siga teniendo derecho a las revisiones tras volver a prisión. Esta sentencia es uno más de los múltiples ejemplos de cómo el bloqueo a la renovación de los órganos esenciales del poder judicial operado por la derecha en los últimos años ha permitido al sector más conservador y hostil a las libertades públicas de la judicatura controlar uno de los poderes esenciales del Estado, en abierta contradicción con la composición real de la sociedad española reflejada en las urnas.
La prisión permanente revisable es una pena de cadena perpetua camuflada y es, por ello, una forma de castigo encaminada, únicamente, a multiplicar el sufrimiento del preso de forma “inhumana y degradante”, sin que tenga finalidad alguna desde el punto de vista de la resocialización del delincuente ni de la prevención del delito.
Hay que tener en cuenta que el ejercicio de la justicia penal por parte del Estado no puede interpretarse desde el prisma con que contemplaríamos la respuesta visceral por parte de la víctima del delito. Lo que puede ser comprensible por parte de una víctima, en atención al sufrimiento padecido, no lo es desde el punto de vista de la actuación estatal. El Estado democrático actúa en nombre de toda la sociedad, y no puede tener como uno de sus fines la venganza o la multiplicación del sufrimiento, sino que debe orientar su sistema penal a la prevención del delito y la humanización de las relaciones sociales.
Así, la función retributiva de la pena (hacer sufrir al que me hizo sufrir) ha sido justamente marginalizada por la Ciencia Penal moderna desde la caída del Antiguo Régimen absolutista. En su lugar, se plantea para el sistema penal una función preventiva, que impida que el delito se expanda en la sociedad y que los delincuentes reincidan en sus ilícitos; y una finalidad humanizadora, que permita recuperar para la sociedad, mediante procesos de reinserción, a sujetos que, muchas veces, han cometido ilícitos concretos empujados por las persistentes desigualdades económicas o la falta de acceso a servicios sanitarios, psiquiátricos o de servicios sociales básicos, en un contexto de degradación creciente del Estado de Bienestar.
La cadena perpetua, obviamente, excluye toda forma de resocialización del preso. Pero también lo hacen las condenas de muy larga duración que producen el efecto psicológico conocido entre los profesionales como “prisionización”, es decir, adaptación extrema del preso al contexto carcelario que le incapacita para la vida en libertad. Este efecto explica, en gran medida, la reincidencia de algunos sujetos que sufren largas condenas de cárcel y que luego no pueden adaptarse a un contexto distinto, que implica formas distintas de convivencia interpersonal, como el que se encuentran al salir de prisión.
Además, la cadena perpetua tampoco ayuda en la prevención del delito. Y ello por dos razones: porque impulsa el proceso de expansión sin freno del sistema penal y los discursos del llamado “populismo punitivo”; y porque dicha expansión del sufrimiento asociado al sistema penal a cada vez mas ámbitos y sectores sociales acaba produciendo fenómenos concomitantes de deslegitimación del sistema mismo y de cálculo funesto de las penas asociadas a sus acciones por parte de los delincuentes. Nos explicaremos.
En primer lugar, es una constante histórica, percibida en numerosas sociedades, que el sistema penal, si no encuentra una clara limitación por parte de la sociedad y los poderes públicos, tiende a expandirse a todos los ámbitos sociales. El aumento continuado de penas y la aprobación de legislaciones cada vez más duras, tras su previsible fracaso, impone la percepción de la necesidad de penas aún más duras y procedimientos aún menos garantistas. Esta carrera no tiene final. La única manera de garantizar la no reincidencia individual es la pena de muerte, pero dicha pena no garantiza la no expansión del delito en el resto de la sociedad, por lo que legislaciones históricas especialmente bárbaras han llegado a ensayar la imposición de penas a los descendientes y familiares de los delincuentes, que no han cometido delito alguno. El sistema penal no se limita a sí mismo, sino que tiene que ser limitado por la sociedad desde una perspectiva democrática y humanizadora.
En segundo lugar, un sistema penal más duro deslegitima al Estado. El sistema penal no funciona en el vacío, sino en una sociedad de clases donde los delitos se definen y penan en función, muchas veces, aunque no siempre, de los intereses de las clases dominantes. Los delincuentes y los pobres suelen ser los mismos. La pobreza y la falta de acceso a servicios sociales, educativos, psiquiátricos o sanitarios públicos y gratuitos, multiplica la comisión de delitos, sobre todo de los delitos que han sido previamente definidos por la clase poseedora. Un sistema penal cada vez más duro, que se ceba sobre los pobres, deslegitima al poder al hacer visible su condición de clase. No en vano, la Bastilla fue lo primero en caer en la Revolución Francesa.
En tercer lugar, penas muy duras imponen, en la mente del delincuente, la idea de que cometer otros delitos para intentar evitar la detención es, de facto, algo que no conlleva un aumento real de la pena. Si la condena es la prisión permanente, quizás cometa otro delito menor para intentar ocultar el principal, si ya no me pueden condenar a nada más. El delincuente puede, en este contexto, disparar al policía que va a detenerle por asesinato, asesinar a la persona a la que ha agredido sexualmente, o asesinar a los testigos de un crimen, si piensa que, con ello, va a tener una posibilidad de escapar a la acción de la Justicia, pero no va a cumplir una pena sustancialmente mayor, porque la pena por el primer delito ya es permanente o prácticamente permanente.
El sufrimiento de las víctimas de delitos especialmente graves es un argumento importante, y a todos nos conmueve. Las víctimas deben recibir una atención especial e integral del conjunto de nuestra sociedad. Ayudas financieras directas, atención psicológica y emocional, respeto, acompañamiento en los momentos duros, acceso directo al sistema judicial. También, se debe experimentar con las nuevas formas de justicia restaurativa, que favorezcan los procesos de apoyo, concienciación, minimización del dolor y mediación entre los sujetos implicados. Nadie puede evitar el sufrimiento de las víctimas, y debemos acompañarlas y suturar, en lo posible, sus heridas.
Pero reclamar que el Estado practique una justicia penal retributiva (que haga sufrir a quien hizo sufrir) sin finalidad resocializadora o preventiva alguna, es un error. Pretender que el sistema penal puede resolver el problema del delito, sólo con elevar las penas y eliminar las garantías de los justiciables, es una utopía que lo único que hace es multiplicar el sufrimiento y expandir la lógica penal al conjunto de la sociedad. La “sociedad-cárcel” no es una sociedad más pacífica o segura para la ciudadanía, sino una sociedad atravesada por una violencia constante donde los derechos fundamentales han desaparecido. La historia de los sistemas penales occidentales nos demuestra que el control del poder y la limitación de la vigilancia social son buenas ideas.
Además, la cárcel (y esto lo dejamos para otro artículo) es una herramienta penal que ha demostrado sus dificultades para la resocialización del delincuente y para la prevención del delito. La cárcel es un mito hecho de sufrimiento y dolor, más que una realidad hecha de humanización o castigo. Deberíamos empezar a experimentar con otros modelos penales como la justicia restaurativa o las comunidades terapéuticas, pero también invertir fuertemente en un sistema penal rápido y garantista y en unos centros penitenciarios con recursos y donde tanto funcionarios como presos puedan sentirse seguros (porque difícil es que, quienes no se sienten seguros en su vida cotidiana o profesional, que puede abarcar muchos años, puedan centrarse en su concienciación personal o en su trabajo de resocialización).
El delito y la pobreza generan heridas que la cárcel no es capaz de restaurar. Esa es la verdad. Lejos de buscar una pena centrada en multiplicar el sufrimiento, nuestros poderes públicos deberían buscar la manera de humanizar y hermanar a una sociedad donde los enfermos mentales no encuentran tratamiento, y los seres humanos no encontramos estabilidad y paz. El populismo punitivo no conduce a ninguna parte.