Nuevos uniformes para viejas estrategias
El 13 de junio de 1984, las calles de Roma se llenaron con más de un millón de personas emocionadas que despedían un féretro en medio de llantos y aplausos; el funeral se retransmitió en directo por televisión. Nunca en la historia republicana italiana se ha visto una muestra de afecto y respeto de este calibre –ni remotamente comparable– hacia un político. Era Enrico Berlinguer, secretario general del Partido Comunista Italiano (PCI). A principios de julio de este año, Matteo Salvini fue trending topic en todas las redes sociales porque se comparó con el idolatrado líder comunista. «La Liga ha recogido la herencia de los valores de izquierda de Berlinguer», dijo. A pesar de que ha disfrutado de momentos de gran popularidad, el político lombardo no tiene el carisma de Berlinguer, ni su talla intelectual, ni es respetado y admirado por sus adversarios políticos, como sí le pasaba al sardo. Y, por supuesto, la Liga no es la heredera de la tradición izquierdista de lo que fue, junto con el francés, el partido comunista más importante de Europa. Pero estas declaraciones de quien fue ministro del Interior de Italia son muy reveladoras. No porque sean ciertas, sino porque muestran una de las aspiraciones prioritarias de la nueva extrema derecha: seducir el voto popular que toda la vida se había vinculado a la izquierda.
Una de las aspiraciones prioritarias de la nueva extrema derecha es seducir el voto popular que toda la vida se había vinculado a la izquierda, y la forma más sencilla de hacerlo es apropiarse de seus símbolos
Una de las maneras más sencillas de hacerlo es apropiarse de sus símbolos. Después de lanzar la bomba mediática de compararse con Berlinguer –lo que hizo que todos los líderes políticos, del centro a la izquierda, picaran el anzuelo y le respondieran, indignados–, Salvini anunció que la Liga abrirá una sede en Roma. Y no en un lugar cualquiera: lo hará en la calle Botteghe Oscure, justo delante de la que fue la histórica sede del partido de Berlinguer –que, por cierto, es desde donde salió la comitiva el día de su funeral–. En Italia, como en España y en tantos otros lugares, los medios también usan el nombre de la calle donde los partidos tienen las sedes para referirse a ella. Por tanto, la asociación nominal tendrá impacto y eco. Con todo, en realidad la Liga ocupará el local que es ya la sede de un sindicato de derechas, la UGL (Unione Generale del Lavoro), y que durante la época de oro del PCI servía a la CIA para espiar la sede del partido comunista.
En Italia, ya hace tiempo que hay sindicatos abiertamente ligados a partidos de derechas, como la UGL. En el congreso de este sindicato participa Salvini, pero también exponentes del ala más derechista del partido de Silvio Berlusconi, del posfascista Fratelli d’Italia de Giorgia Meloni e incluso el líder de la formación neofascista CasaPound, Simone di Stefano. En España, el fenómeno de los sindicatos de extrema derecha ha llegado de la mano de Vox: justo el día que Salvini reivindicaba Berlinguer, la formación española anunciaba que en septiembre impulsaría un sindicato. Será para los trabajadores, pero «no será un sindicato de clase», aseguró el portavoz ultra Jorge Buxadé, deformando significados y luchas.
Es probable que para su sindicato Vox se inspire en la UGL, que ha tenido bastante éxito en sus 70 años de historia –siempre vinculado a la derecha, pero acercándose al partido más fuerte en cada momento–. El primer objetivo declarado por escrito de la UGL va en la línea de lo que apuntaba Buxadé: «la superación definitiva de la concepción política de clase social y de sus consecuencias ideológicas». La pretendida no-ideología es ya una ideología, y es peligrosa. El fascismo histórico nos lo debería haber enseñado.
La pretendida no-ideología es ya una ideología, y es peligrosa: el fascismo histórico nos lo debería haber enseñado
Una de las piezas clave del fascismo histórico fue el llamado «corporativismo fascista» –que no debe confundirse con el gremial–. Las «corporaciones», que equivalían a una especie de falso sindicato en manos del Partido Fascista, tenían el objetivo de controlar los trabajadores dividiéndolos por sectores laborales e impedir así que se formara una conciencia de clase. Las corporaciones agrupaban a los trabajadores con los empresarios de cada sector, en vez de hacerlo con otros trabajadores.
No son ignorantes: una estrategia bien estudiada
Esta estrategia que ahora empieza a ser tan evidente entre la extrema derecha occidental, sobre todo la europea, tiene un origen muy concreto, Francia, y un ideólogo, Alain de Benoist, el gurú de la Nouvelle Droite, procedente de la militancia neofascista, que fue el artífice de la gran renovación de la extrema derecha. En 1968 fundó junto con otros intelectuales un think tank, el GRECE, que puso las bases para una extrema derecha «modernizada», alejada de la tradicionalista, que no conseguía animar a la juventud. Para ello mezclaron pensadores referentes del fascismo y el nazismo con otros de tipo marxista, como Gramsci. Supieron aprovechar las herramientas de diagnóstico que ofrecían pensadores de izquierdas y reinterpretaron sus teorías para defender posiciones anti-igualitarias, racistas, ultranacionalistas. La apropiación de cierta retórica y estética de la izquierda es el arma que ha permitido a la extrema derecha llevar a cabo con buenos resultados la batalla por la hegemonía cultural, sobre todo entre los jóvenes y las personas que se sienten excluidas del sistema.
Darrere els postulats de la nova extrema dreta hi ha pensadors que han estudiat no només els referents de la seva corda, sinó també els adversaris polítics, i per això en coneixen bé els punts febles. No menystenir l’adversari és sempre un gran encert
Naturalmente, cada formación de esta nueva extrema derecha ha adaptado la teoría a las particularidades de su propio país. Marine Le Pen puede hacerle guiños al concepto de laicidad, mientras Salvini explota el catolicismo porque es lo que procede para sus potenciales electores. Le Pen incluso se ha atrevido a «resignificar» la palabra feminismo desde un punto de vista identitario, cuando el antifeminismo («anti-ideología de género», como lo llaman ellos) es uno de los pilares ideológicos de la nueva extrema derecha.
Es un prejuicio bastante difundido entre cierta intelectualidad progresista asociar la extrema derecha o las posiciones cercanas al fascismo con la ignorancia o la falta de cultura. «Esto se cura leyendo», se oye decir a menudo, obviando el hecho de que Benoist posee una de las bibliotecas privadas más grandes de Francia. En cambio, no menospreciar el adversario siempre es un gran acierto. Tras los postulados de la nueva extrema derecha hay pensadores que han estudiado no sólo los referentes de su misma ideología, sino también los adversarios políticos, y por eso conocen bien los puntos débiles.
El rol de la socialdemocracia en crisis
¿Qué hacían los otros partidos mientras la extrema derecha no paraba de crecer? No se puede separar el auge de la extrema derecha de la gran crisis de la socialdemocracia a nivel mundial, y el desencanto de los electores con los partidos que debían representar el pensamiento progresista. Políticos con poder como Tony Blair en el Reino Unido, Bill Clinton en EEUU, Matteo Renzi en Italia o Gerhard Schröder en Alemania optaron por la llamada «tercera vía», incorporando parte del argumentario neoliberal desilusionando así un sector considerable de su electorado. Muchos votantes han acabado sintiéndose huérfanos de representación política a medida que la frontera entre lo que votaban o aprobaban la socialdemocracia y la derecha se difuminaba cada vez más.
Al analizar los programas electorales de las formaciones de extrema derecha podemos llevarnos sorpresas. En concreto, no es extraño que propongan políticas que los partidos que han gobernado ya han llevado a cabo. La diferencia es que mientras los unos presumen de ello, los otros, sobre todo los socialdemócratas, lo esconden. Podemos encontrar un ejemplo claro en España. Una de las propuestas estrella del programa electoral de Vox, entre las «100 medidas para cambiar España», resulta que ya fue aplicada y nada menos que por el gobierno central que ha pasado a la historia como el más progresista de la democracia –al menos hasta la llegada del actual, que incluye la formación de izquierdas Podemos–. Se trata de la propuesta que la policía intensifique la identificación de inmigrantes irregulares a fin de expulsarlos a sus países de origen.
Durante el segundo mandato del presidente José Luis Rodríguez Zapatero, Alfredo Pérez Rubalcaba fue vicepresidente del gobierno, y de 2006 a 2011 también ministro del Interior. Con Rubalcaba al frente de Interior, el PSOE llevó a cabo las políticas migratorias que el PP de José María Aznar había apenas iniciado o proyectado. Desde Interior, Rubalcaba emitió una circular, conocida como la 1/2010, que ordenaba intensificar las identificaciones con el objetivo de expulsar inmigrantes en situación irregular. La medida se tradujo en una auténtica persecución policial de los colectivos de personas migrantes, según denunciaron en su momento las asociaciones de defensa de los derechos humanos.
En Italia, el PCI se unió con el ala izquierdista de la Democracia Cristiana y, tras varios reagrupamientos y escisiones, el movimiento de centroizquierda italiano está ahora representado por el Partido Demócrata (PD). Salvini se convirtió en secretario general de la Liga justo cuando Matteo Renzi obtenía el mismo cargo en el PD. Ambos llevaron a cabo operaciones de remodelación importantes en sus formaciones. Pero mientras el primero, asesorado por su buena amiga Marine Le Pen, consiguió transformar un partido moribundo, ahogado por la corrupción y basado en el autonomismo del norte en el primer partido del país –y ultranacionalista italiano–, el otro hizo trizas la formación que lideraba.
Salvini se convirtió en secretario general de la Liga justo cuando Matteo Renzi obtenía el mismo cargo en el Partido Demócrata: mientras el primero consiguió transformar un partido moribundo, el otro hizo trizas la formación que lideraba
El Partido Demócrata, bajo el mandato de Renzi, que pretendía «desideologizarlo», alejarlo de posiciones de izquierdas (su referente en España era Albert Rivera de Ciudadanos), llegó a su mínimo histórico. También batió el récord de deserciones, todo un mérito en el entretenido panorama político italiano. Renzi aplicó una reforma laboral comparable en muchos puntos a la de Rajoy, afirmó que a los inmigrantes había que ayudarles «en su casa» y negó la evidencia del aumento del racismo y la simpatía creciente por neofascismo.
Fue un ministro del Interior del PD –Marco Minniti, el predecesor de Salvini– quien firmó el llamado «pacto de la vergüenza» con Libia, condenado por todas las organizaciones humanitarias y celebrado por la Liga. De acuerdo con este pacto, Italia paga con fondos europeos la vigilancia de la costa libia –que, a su vez, delega el trabajo a mercenarios que antes hacían de traficantes de personas– para interceptar refugiados en el mar y llevarlos a cárceles donde son torturados, violados y a veces, incluso, asesinados. El centroizquierda allanó el camino a Salvini, quien hizo de la criminalización de la inmigración su caballo de batalla.
Fake news: te lo creerás por agotamiento
Las redes sociales han tenido un papel decisivo en el éxito de la extrema derecha. En internet, su estrategia se basa en hacer ruido y crear mal ambiente, sin demasiados escrúpulos, sobre los temas que les interesa poner en la agenda. Una vez lanzado el cebo, a menudo los que quieren combatirlos les hacen el resto del trabajo: dedican demasiado tiempo a responder y desmentir las fake news que difunden. Esto en el fondo les hacen un favor, y amplifican sus mensajes, muchas veces falsos. ¿Y por qué triunfan tan rápidamente las fake news? Los expertos coinciden en que somos parciales a la hora de procesar la información: tendemos a creernos siempre lo que valida lo que ya creíamos. Lo que nos da la razón, en definitiva. Un componente decisivo en este proceso es la pereza, que nos hace aceptar explicaciones fáciles y plausibles.
En 2004, el informático italiano Alberto Brandolini formuló una teoría –conocida desde entonces como ley de Brandolini– que sirve para explicar el éxito de las fake news: el principio de asimetría de la mentira, según el cual la cantidad de energía necesaria para desmentir una mentira es siempre más alta que la que se requiere para crearla. Brandolini llegó a esta conclusión observando el padre de todos los populismos actuales: Silvio Berlusconi. La estrategia del ex-Cavaliere ha sido siempre la misma: ir al grano, acaparar los medios y repetir mentiras una tras otra, sin dar tiempo a los interlocutores –o los periodistas– a rebatirlas. Y así ha creado un personaje poderoso que ha servido de ejemplo al resto de líderes populistas de hoy en día.
Berlusconi no sólo ha sido el pionero de esta manera de hacer en haber creado escuela –fue Trump antes que Trump–, sino que construyó un marco mental idóneo para que arraigara en la sociedad. Es el padre de la cultura televisiva del «yo tengo razón para que grito más», que premia la falta de escrúpulos, ensalza la apariencia por encima de la sustancia y pontifica que todo tiene un precio. En los canales de televisión del ex-Cavaliere la verdad pasó a un segundo plano, y los espectadores, atolondrados e hipnotizados, se dejaron seducir por un universo plastificado que, en el fondo, estaba diseñado para hacer deseable lo que representa Berlusconi: un elogio al enriquecimiento personal sin importar cómo se hace, al individualismo, al machismo y a la picaresca. Una sociedad así es mucho más fácilmente manipulable.
Voto de protesta de los que se sienten olvidados, pero también voto ideológico
Al principio del auge del apoyo electoral a la extrema derecha por todo el mundo occidental, hizo fortuna la teoría de que se debía a un «voto de protesta» contra el estado de cosas actual, una especie de ola antisistema derechista. Es un factor importante a tener en cuenta: la extrema derecha populista explota mejor que nadie la contraposición entre élites-casta-poder y pueblo-electores huérfanos de representación-excluidos del sistema. Pero ello no basta para justificar su éxito. Y es que, por supuesto, muchos votantes de Trump, Salvini, Meloni, Le Pen o Bolsonaro no les apoyan sólo porque quieren «protestar contra el sistema» (de hecho, tal vez precisamente creen que el sistema no debe cambiar, porque los beneficia), sino que comparten la visión del mundo que estos líderes proponen.
Guerra entre pobres
La extrema derecha quiere fomentar una lucha entre los más desfavorecidos, lo que se llama «guerra entre pobres». Cuando Salvini mitinea a las puertas de las fábricas asegura a los obreros que los culpables de su situación precaria son los que están aún más por debajo de ellos en la pirámide de clase: los inmigrantes sin papeles. Los que, según él, vienen a robarles los trabajos (trabajos que de hecho a menudo los autóctonos no quieren hacer, porque tienen más posibilidades de rechazar las condiciones de semi-esclavitud).
La extrema derecha quiere fomentar una lucha entre los más desfavorecidos: por este motivo, todas las políticas que perjudican a las clases populares benefician a la extrema derecha
Por este motivo, todas las políticas que perjudican a las clases populares benefician a la extrema derecha, porque crean el caldo de cultivo ideal donde actuar: la precariedad laboral, la pobreza, la desesperación. Es fácil entonces demonizar las administraciones públicas, tachar todos los políticos de elitistas que sólo atienden a sus intereses, erigirse en portavoces de las personas que consideran que no tienen voz en las instituciones. Sobre todo, si los partidos que tradicionalmente deberían dar respuesta a estas situaciones, los de izquierda, han acabado cediendo a los intereses de los grandes capitales. Este discurso –a menudo traducido en anti-europeísmo– está en la base ideológica del programa político que ha impulsado Marine Le Pen y que ha copiado Salvini.
Esto no significa que si la extrema derecha gobernara favorecería las clases populares; de hecho, sucede todo lo contrario, como ha quedado demostrado allí donde han conseguido el poder. En Italia, por ejemplo, en las regiones y municipios donde gobierna la extrema derecha –sea la Liga o Fratelli d’Italia, siempre con la ayuda del partido de Berlusconi–, las políticas que se aplican son las de la derecha de toda la vida con pluses añadidos en contra de las minorías, de la libertad sexual de las mujeres (en estas zonas es siempre más complicado acceder al derecho al aborto) o de los derechos de las personas LGTBI (han eliminado las políticas contra la homofobia).
En Lombardía, feudo de la derecha y la extrema derecha italianas, la Liga y el partido de Berlusconi han desmantelado buena parte del sistema sanitario público, y esto se ha notado durante la crisis del coronavirus en la región que ha concentrado casi la mitad de los muertos por la Covid-19 de Italia. Quién fue su gobernador durante 18 años, Roberto Formigone –berlusconiano en el poder con el apoyo de la Liga–, fue condenado por encabezar un entramado corrupto muy extenso que abarcaba todos los rincones de la sanidad lombarda. Pese a la retórica antiestablishment tomada prestada a la izquierda, todas las extremas derechas de occidente, cada una con sus particularidades nacionales, hacen lo mismo: acaban beneficiando las élites económicas del país. Y es que la nueva extrema derecha, en realidad, de nueva tiene bien poco.
La batalla cultural y el papel de los medios en la legitimación de la nueva extrema derecha
Incluso erigirse en paladines de lo «políticamente incorrecto» y tachar de «buenistas» aquellos que defienden los derechos humanos es una práctica que tiene su correspondencia en el fascismo histórico. En tiempos de Mussolini, sobre todo los primeros años, la prensa afín tildaba de «pietistas» los que se atrevían a decir que tal vez tratar los italianos judíos como si no fueran italianos sólo por su origen e ir privando progresivamente los derechos de los que gozaban los demás ciudadanos podría terminar mal.
La extrema derecha hace bandera de lo políticamente incorrecto con una trampa de base evidente. La pretendida irreverencia, a menudo presentada con estética contracultural, sólo tendría sentido si fuera contra los poderosos, no contra los más débiles. Y es que, y no es nada casual, la incorrección política de la extrema derecha no está nunca dirigida contra el poder, sino hacia los sectores más débiles de la sociedad. El objetivo es romper el consenso social en torno a ciertos valores que –desde la miopía tanto de la izquierda como de posiciones liberales– se habían dado por sentado, como la igualdad o la defensa y protección de los colectivos vulnerables.
La incorrección política de la extrema derecha no está nunca dirigida contra el poder, sino hacia los sectores más débiles de la sociedad. El objetivo es romper el consenso social alrededor de ciertos valores que se habían dado por sentados, como la igualdad o la defensa y protección de los colectivos vulnerables
En este contexto de fragilidad democrática, los medios deberían tomar conciencia de su responsabilidad: han jugado un papel decisivo en favor de la batalla cultural que lleva a cabo la extrema derecha. Demasiado a menudo han aceptado el marco diseñado y han sido el altavoz de sus mensajes. La estrategia mediática de la extrema derecha se basa en la provocación, y eso, en un momento de precariedad del periodismo, ha sido mano de santo ya que se han retroalimentado. Los titulares con las declaraciones incendiarias de los líderes de extrema derecha han ido muy bien para obtener clics, e incluso medios con líneas editoriales muy alejadas han acabado haciendo el juego a la extrema derecha amplificando sus mensajes y entrando en sus debates.
Una de las organizaciones fascistas más influyentes de Europa es la italiana CasaPound, que fue la anfitriona de Salvini en el primer acto público que este hizo en Roma en 2015. Compartieron escenario, y los fascistas presentaron Salvini como el futuro líder de la extrema derecha identitaria europea. Pionera de esta extrema derecha que se apropia de símbolos y referentes de la izquierda, CasaPound presume, con razón, de haber introducido en la agenda mediática –y, por tanto, en el debate político– los temas que han querido, principalmente relacionados con la inmigración y con la normalización de la ideología fascista en nombre de la libertad de expresión. Esto significa controlar la batalla cultural: hacer que los temas que ellos escogen sean siempre tendencia. Ni que sea para rebatirlos.
CasaPound tiene presencia en los medios y ha conseguido incluso que en los debates organizados en su sede –cubierta de retratos de Mussolini, pero también del Che Guevara y Gramsci– participaran periodistas prestigiosos, como el director y presentador televisivo Enrico Mentana. Esto ha legitimado el discurso fascista y contradice lo que otro periodista ilustre, Giacomo Matteotti, nos enseñó hace casi un siglo: que el fascismo no es una ideología más, una opinión, sino un crimen, y que, por lo tanto, se le tiene que aislar.
Matteotti sabía que, tal y como acabó pasando, Mussolini lo haría asesinar. Era una voz incómoda que denunciaba las corrupciones y trampas del régimen que apenas se estaba consolidando. Y por eso pensaba en nosotros, las generaciones futuras, cuando poco antes de morir explicó la estrategia del fascismo, que es la misma que sigue la nueva extrema derecha. Se aprovechan de las instituciones democráticas –y de la buena fe de aquellos que, en nombre de la libertad de expresión, consideran justo darles voz y espacio– con el objetivo final de acabar con estas instituciones y con la democracia. Han pasado casi cien años; tal vez sea hora de aprender la lección.