¿Te has levantado hoy con ganas de salvar vidas? Fronteras, migraciones e industria humanitaria
He aquí un libro que desnuda la incesante y mediática banalización del proceso migratorio. Frente a la radical descontextualización que provoca el fotograma un millón de veces repetido -el cayuco, la valla-, Shahram Khosravi pone en práctica aquello que reivindicaba el sociólogo argelino Abdelmalek Sayad: la reconstitución íntegra de las trayectorias migrantes. Y lo hace a partir de su propia experiencia encarnada, la que le lleva de Irán a Suecia tras varios años de migración clandestina a través de Afganistán, Pakistán y la India. Su propia vida sirve de ancla a Khosravi para desplegar su teoría sobre y contra las fronteras y la política migratoria imperante.
“Las fronteras determinan el aspecto del mundo”, afirma Shahram. Cuando él llegó a Suecia a finales de los años ochenta, Frontex, la “Agencia europea para la gestión de las fronteras exteriores”, ni siquiera existía aún. Fue creada en el año 2004, cinco años antes de que escribiera Viajero ilegal. Desde entonces, tal y como él mismo vaticinaba, las fronteras europeas no han hecho más que endurecerse y multiplicarse. Su vertiginoso aumento ha engordado en la misma medida los resultados de las grandes multinacionales de la industria militar y de control migratorio y las cifras de muertes en el trayecto fronterizo. Todo ello lo podemos constatar en esa frontera sur de la Unión Europea que es España. La violencia en la frontera española contra los cuerpos migrantes no es la anomalía, sino la norma, gobierne quien gobierne. También lo son los acuerdos para garantizar en territorio extraeuropeo esas “zonas de exención” donde la violencia, las agresiones sexuales o la muerte son medios lícitos para cumplir el objetivo europeo de modular -que no impedir- la llegada de migrantes a sus costas.
“Las fronteras europeas no han hecho más que endurecerse y multiplicarse”
Las fronteras determinan el aspecto del mundo, sí. Pero no sólo por sus alambradas. También porque son el lugar por el que cruzan -aunque menos desde que comenzó la sindemia– cientos de millones de turistas, congresistas, militares, cooperantes, agentes de las multinacionales. Lo hacían -y lo volverán a hacer- sin medida alguna, “gloriosamente”, dice Khosravi. Representan la movilidad desaforada, el envés de la inmovilidad forzada. No sólo por lo que expresan en términos simbólicos esas fronteras que caen a los pies del viajero occidental, sino por razones muy concretas y materiales. Entre ellas, los devastadores efectos sobre el planeta de la contaminación provocada por la cantidad de aviones que sobrevuelan el cielo, así como por otros muchos factores asociados a industrias como la turística o la militar. Pero también por los propios actos que esos viajeros van a realizar -van a cometer- en el lugar de destino: exotizar a los autóctonos, consumir para fines de lujo recursos básicos escasos, acometer intervenciones militares humanitarias, acumular tierras, impulsar proyectos extractivistas y destruir bosques que, por cierto, antes de ser esquilmados garantizaban que ciertos virus se mantuvieran confinados en su interior. Millones de personas, pues, se ven forzadas a migrar debido al expolio de los territorios en los que viven. La hipermovilidad de los privilegiados forma parte, paradójicamente, de las causas que imposibilitan la inmovilidad de quienes querrían quedarse en su casa.
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Alguna vez hemos escrito que las principales mafias migratorias son los Estados y sus cuerpos de seguridad. Un avión de deportación. Un inspector de policía español. Un maletín lleno de billetes. El intercambio de la mercancía humana por la pasta en el aeropuerto de Lagos, Nigeria. Esa imagen vale más que mil palabras. Khosravi contribuye en este libro a poner patas arriba algunas categorías también banalizadas por la mirada mediática: “no es de extrañar”, señala el autor, “que la población que vive cercana a la frontera suela considerar que los verdaderos delincuentes son los diversos funcionarios de fronteras y no los contrabandistas”. Los Estados están muy interesados en convertir a las mafias en las responsables principales de la violencia fronteriza. Shahram cuestiona este discurso estatal, pero no lo hace mediante la idealización del tráfico. Por el contrario, describe escenas en las que los migrantes son lanzados por la borda, o relata las sistemáticas violaciones perpetradas contra las mujeres migrantes en su tránsito por México hacia Estados Unidos. Sin embargo, en su experiencia cabe la ambivalencia y la complejidad: “De hecho, no es justo que le llame traficante, ya que él me salvó de morir en una guerra terrible”, dice al recordar su cruce clandestino de la frontera entre Irán y Afganistán. Partir para contar. Un clandestino africano rumbo a Europa, de Mahmud Traoré y Bruno Le Dantec, aborda esta misma complejidad en el contexto de la migración desde Senegal al Estado español. Mahmud, que acabará saltando la valla de Ceuta tras una acción asamblearia que desborda completamente a los jefes de los guetos, cuenta cómo, en el campamento de Maghnia (Argelia), los dirigentes “pierden sus galones” y “vuelven a ser migrantes” una vez que han organizado “cinco convoyes” hacia Marruecos.
“La hipermovilidad de los privilegiados forma parte de las causas que imposibilitan la inmovilidad de quienes querrían quedarse en su casa”
Dicho esto, es cierto que uno de los efectos del aumento exponencial de la industria fronteriza es el menoscabo radical del espacio de autonomía de quienes pretenden cruzar fronteras de forma clandestina. El coste de los viajes se multiplica, así como su peligrosidad. Además, aumenta en este contexto la dependencia de empresas más grandes dedicadas a lucrarse con el tráfico. La mafia estatal alimenta a su alrededor la consolidación de otras mafias de frontera.
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Muertes en centros de internamiento. Migrantes enterrados bajo una lápida sin nombre. Supremacistas que disparan a matar a refugiados que pasean por un parque. Las escenas que Khosravi dibuja en Suecia resuenan poderosamente en nuestro contexto español. Aquí también podemos rastrear las muertes en los CIE por desatención médica, los suicidios provocados por las condiciones del encierro, la asfixia en pleno vuelo de un migrante deportado, los apaleamientos a menores institucionalizados… Aquí también un guardia civil fuera de servicio acribilló a una persona a la que consideró sospechoso de terrorismo por tener rasgos magrebíes. Por lo demás, en la playa del Tarajal, los guardias civiles que dispararon a migrantes que trataban de alcanzar la orilla, provocando su muerte, no sólo estaban de servicio, sino que el aparato del Estado se ha encargado de que sus actos queden impunes.
Khosravi recuerda cómo el cuerpo apalizado de Rodney King se convirtió de pronto en cuerpo amenazante para los policías que lo golpeaban. En España, un par de fornidos escoltas policiales que trasladan a migrantes al aeropuerto, esposados de pies y manos, llevaron a juicio a una mujer a la que conducían a Barajas por la fuerza, acusándola de golpearles. La mujer fue condenada. Cuando los acusados de asfixiar a un deportado en pleno vuelo fueron dos policías, la cosa se arregló, cinco años después, con una multa de seiscientos euros a quienes le amordazaron hasta la asfixia. También la lápida sin nombre resuena en nuestros oídos: es la historia de Khalid, el chaval que se ahogó en Gijón tras una persecución policial y fue enterrado en uno de los cementerios de la ciudad; es la historia de un joven buscando desesperadamente un nombre para rociar la tierra de agua y rezar frente a la tumba de su hermano.
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Cuando Shahram Khosravi llegó a Europa, en España había tan solo un dos y medio por ciento de población migrante, cinco veces menos que en Suecia. A día de hoy, esa diferencia se ha reducido mucho, fundamentalmente porque España fue el país del mundo que, en relación con su población total, más migración recibió en el período 2000-2008. En Estocolmo, un hostelero le contó a Khosravi que un inmigrante ilegal viene siempre “con un cincuenta por ciento de descuento”. En España este descuento -la explotación laboral de la población migrante- se aplicó y se aplica a escala gigantesca. De hecho, ha sido una de las condiciones principales del auge económico que se dio en el período señalado. El descuento, por cierto, no opera sólo contra la población que no tiene permiso de residencia y trabajo. En algún otro lugar hemos señalado que la política migratoria española ha producido principalmente migrantes amenazados de deportación y no tanto migrantes deportados. “El estado de deportabilidad está marcado a fuego por el miedo”, escribe Khosravi. La trilogía redadas racistas, Centros de Internamiento de Extranjeros, vuelos de deportación es sólo la parte más explícitamente represiva de la política migratoria interior. Aderezada por un kafkiano itinerario burocrático para obtener el permiso de residencia, esa trilogía funciona como amenaza, como “mecanismo disciplinador” -de nuevo Khosravi- para generalizar la sumisión entre quienes han sido convocados a jugar un rol muy concreto en España: ejercer de fuerza de trabajo barata y servil -con y sin papeles- en los sectores más precarizados de la economía nacional. Así, la amenaza de la deportación afecta también a quienes tienen permiso de residencia, pero deben renovarlo varias veces durante ese tortuoso proceso que, si fracasan, les puede llevar a la irregularidad sobrevenida.
“El estado de deportabilidad está marcado a fuego por el miedo”
La población migrante ya había jugado ese papel en otros países de Europa Occidental a lo largo del siglo XX. Tal y como señala David Harvey, la explotación de la fuerza de trabajo migrante fue fundamental para introducir en Europa las prácticas laborales de racionalización taylorista durante los llamados Treinta Años Gloriosos del capitalismo europeo de posguerra. El Estado de Bienestar, tan añorado por cierta izquierda, también se sustentaba en la jerarquía patriarcal y racial.
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Doce años después de la irrupción de la última crisis, asistimos hoy a la impotencia del capitalismo para comenzar un nuevo ciclo expansivo. La dinámica de posponer las crisis, de proyectarlas hacia el futuro -por ejemplo mediante la financiarización neoliberal-, provoca que éstas regresen agigantadas. Si a ello le sumamos la catástrofe ecológica, los límites que la naturaleza impone al crecimiento, nos encontramos con que a día de hoy ya no hay período de auge que prometer. El análisis sobre los flujos migratorios hacia Europa como forma de creación de una fuerza de trabajo excedentaria y servil no se corresponde -o al menos no lo hace tan automáticamente- con este escenario de crisis permanente. En las crisis existen excedentes de capital y trabajo no absorbidos. ¿Pero qué pasa cuando ha desaparecido la expectativa de un nuevo momento de expansión? Una parte de la población se convierte para el capital en definitivamente superflua.
Sin embargo, hay más factores a tener en cuenta. La crisis en Europa es también una crisis poblacional. El envejecimiento rampante, entre otros factores, sigue convirtiendo en imprescindible para el capital europeo la afluencia de población migrante. Un ejemplo: según las proyecciones de la Comisión Europea en su informe sobre Envejecimiento, se calcula que Alemania perderá diez millones de habitantes de aquí al año 2060. Así, el primer país de la UE en cuanto a recepción de personas refugiadas sigue manejando la lógica del reclutamiento de fuerza de trabajo joven y barata. David Folkers-Landau, presidente del principal banco de Alemania, el Deutsche Bank, señaló: “estaría bien si los refugiados ganasen menos porque a cambio Alemania les ofrece un lugar seguro en el que vivir y una infraestructura altamente desarrollada”. El presidente de la poderosa Federación de Industrias Alemanas (BDI), Ulrich Grillo, concibió la llegada de miles de refugiados como oportunidad para el país. “Si somos capaces de integrar rápidamente en el mercado de trabajo a los refugiados, no solo vamos a ayudarlos, también nos ayudaremos a nosotros mismos”, afirmó.
“El envejecimiento rampante sigue convirtiendo en imprescindible para el capital europeo la afluencia de población migrante”
Así, la política migratoria europea se mueve ahora entre dos aguas. Por un lado, mantiene la pretensión de garantizar un cierto flujo migratorio. Por otro, la UE trata de blindarse a movimientos de población que no pueda instrumentalizar. Dado que el capital responde siempre a sus crisis acelerando lo que Marx llamó la acumulación originaria y autores como Harvey han actualizado como acumulación por desposesión, sabemos que una de las consecuencias de dicha dinámica es el incremento de los movimientos forzados de población, más aún si al expolio se une el cambio climático galopante. En los años 90 del siglo XX, Saskia Sassen alertaba contra el discurso de la invasión de Europa, recordando que la mayor parte de las migraciones eran sur-sur y que, por tanto, la migración a Europa era minoritaria. Sin embargo, dieciséis años después Sassen publicó el libro Expulsiones. Brutalidad y complejidad en la economía global, que precisamente analiza el incremento de las expulsiones de la gente, a escala mundial, de su propia casa. Se anuncian, pues, movimientos de población cada vez más grandes y más difíciles de gobernar. Cada vez más gente se mueve no ya por tener una mejor renta, sino por salvar la vida.
Sin embargo, la historia de Europa en los últimos cien años demuestra que el derecho al refugio solo se aplica en la práctica sobre una minoría. En cuanto las circunstancias históricas convierten a las refugiadas en una realidad numerosa, el derecho al refugio queda inmediatamente abolido, vuelve a convertirse en una abstracción. A partir del año 2015, y ante el éxodo provocado por la guerra mundial en Siria, la respuesta europea ha sido la del endurecimiento de las fronteras, la aprobación de cupos miserables, el acuerdo con Turquía para la deportación inmediata, la multiplicación de los espacios de excepción del tipo “campo de refugiados”, etc.
Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo, señalaba: “Después de 1935, el año de las repatriaciones en masa decretadas por el Gobierno de Laval y de las que sólo se salvaron los apátridas, los llamados «inmigrantes económicos» y otros grupos de anterior procedencia —balcánicos, italianos, polacos y españoles— se mezclaron con las oleadas de refugiados en una maraña que nunca pudo ser desenredada.” Europa hoy se previene de esa maraña y quiere categorizar claramente: una minoría refugiada con derecho a permanecer; una mayoría de “falsos refugiados” y de “migrantes económicos” sometidos permanentemente a la posibilidad de la deportación.
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“Queréis matarnos. Tenemos que protegernos”, le escupió a Khosravi una agente policial británica en el aeropuerto de Bristol. Desde el 11 de septiembre de 2001, una de las esencias que destilan los migrantes -especialmente si son musulmanes, o si lo parecen, o si vienen de un país que suena a foco de “terrorismo islamista” al policía de guardia- es la peligrosidad. En el contexto español, ya en 2003, la Audiencia Nacional puso en marcha un espectacular operativo policial en Catalunya que terminó con veinticuatro detenidos y un ridículo espantoso cuando se confirmó que los supuestos explosivos encontrados eran detergente de lavadora. Cuatro de los detenidos, sin embargo, fueron finalmente condenados a trece años de prisión tras los atentados del 11-M (de 2004) en Madrid. No tenían explosivos, ni se les acusó de atentado alguno, pero sí de esa figura jurídica tan socorrida últimamente: pertenencia a organización armada. Como señala Ainhoa Douhaibi:
“Lo que había comenzado como una actuación jurídica y penal nefasta –pero que sirvió para justificar la participación en una de las más criticadas invasiones bélicas de las últimas décadas– no podía acabar en un fracaso público. Sobre todo en un contexto en el que ya empezaba a esclarecerse que la invasión de Irak se llevó a cabo mintiendo sobre el único fundamento que la justificó: la supuesta tenencia de armas de destrucción masiva. Así, en un escenario en el que el Estado español se esforzaba por consolidar sus relaciones con dos de las potencias más influyentes del norte global, se consumó una operación –punto de partida de la «guerra contra el terror» en el Estado español– que serviría para establecer el perfil de las actuaciones político-penales posteriores”.
Sacando del tablero cualquier cuestionamiento de la guerrerista y asesina política occidental en Oriente Medio, el Estado español no solo ha llevado a cabo desde entonces sucesivos procesos judiciales con terribles condenas sustentadas en vagas pertenencias y no en hechos concretos, sino que ha puesto en marcha -basándose en lo experimentado en otros países europeos como Holanda o Reino Unido-, dispositivos preventivos en instituciones como escuelas y cárceles que, lejos de prevenir peligros, son un peligro en sí mismos. Lo son como expresión de un racismo de Estado que, como señala Arun Kundnani, ha convertido a la llamada radicalización en “la lente a través de la cual las sociedades occidentales observan a la población musulmana”. Pero lo son también porque, como sostienen Kundnani y Douhaibi, y sin necesidad de aferrarse a teorías de la conspiración, no sería de extrañar que los mecanismos preventivos del Estado estén logrando lo contrario de lo que dicen perseguir.
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Una trabajadora contratada por ACNUR para obtener donaciones me abordó una mañana en una calle céntrica de Oviedo, con su carpeta azul bajo el brazo. “¿Te has levantado hoy con ganas de salvar vidas?”, me espetó. Khosravi relata en Viajero ilegal cómo fue convertido en víctima en un campo de refugiados del Ártico sueco. La industria humanitaria -esos todo terreno de cristales tintados de ACNUR, que circulan a sus anchas por el mundo- necesita para su perpetuación de la figura del pobre refugiado, digno de conmiseración. A quien no puede cumplir los estándares eurocéntricos de refugiosidad le espera la denegación de su solicitud de asilo. En España, en 2019, a 95 de cada 100 personas entre aquellas que lograron respuesta a su expediente durante ese año.
La esencialización del “migrante” no se reduce al ámbito de la industria humanitaria estatal y paraestatal, ni al de la criminalización racial. Multitud de discursos se mueven entre el polo de la victimización y el de la glorificación. Este último es relativamente habitual en los contextos militantes. La romantización del éxodo -el migrante como el sujeto revolucionario que estaba por llegar- o la exotización disfrazada de explosión de interculturalidad forman parte de estos imaginarios. Este libro es también una herramienta para disolver estas concepciones. Khosravi no niega la agencia -qué poco me gusta este anglicismo- de quien decide migrar, pero no la fija en el individuo, sino que la enmarca en las posibilidades que ofrecen las culturas de la migración que han sido ensambladas en las comunidades de origen. Afirma que la migración es una transgresión de las fronteras, pero también que la decisión de migrar “puede partir de la fascinación por el estilo de vida moderno del mundo industrializado y del deseo de poder participar de él”. En definitiva, expresa las múltiples ambivalencias que se dan en el proceso migratorio, tan difíciles de captar si no elaboramos a su vez categorías relacionales, categorías que se pongan en tensión unas con otras para evitar categorías fetiche.