Integración, fuga, rebelión
Cuando el ambiente amenaza al individuo, son posibles diversas opciones y varios tipos de reacciones, hacia las cuales cada uno se orienta según sus posibilidades e inclinaciones: a la integración, es decir, la búsqueda de un pequeño espacio vital mediante la estipulación de una “paz por separado” con los conflictos sociales, que lleva a veces al aplazamiento, pero siempre a la agravación de los males más profundos; a la huida en la depresión aun al suicidio, es decir, una elección de total aislamiento, en la cual el individuo, como escribía Leopardi, “se echa, por así decirlo, sobre los hombros de su prójimo, y sobre todo el género humano”; a la búsqueda de una transformación artificial de la realidad, mediante el recurso cada vez más frecuente del alcohol, de los alucinógenos, de los estupefacientes; y, por último, a la rebelión, con las distintas características que adopta en el plano histórico, según la maduración o no de situaciones alternativas en los distintos campos: rebelión colectiva o individual, política o estética, de sustancia o de costumbres, revolucionaria o anárquica.
La psiquiatría y la psicología se ocupan con razón o sin ella, de estas posibles soluciones, para estudiarlas, para proferir algunas en lugar de otras.
La integración constituye, junto a la segregación de los así llamados irrecuperables, una de las principales líneas directrices de acción. Jervis ha hecho observar que “en Estados Unidos los psiquiatras más notables han teorizado ampliamente y desde hace tiempo, acerca de las tareas políticas de la psiquiatría como una disciplina llamada a resolver, no ya solo los problemas tradicionalmente patológicos, sino las ansiedades, las insuficiencias y las dificultades de cada uno y de grupos enteros en el difícil aprendizaje de la convivencia cotidiana: la psiquiatría se basa en la integración como valor.
En muchos casos triunfa en su objetivo: como lubricante social y como pedagogía de la convivencia. Muchos individuos vuelven a hacer las paces con su ambiente, se adaptan a su papel prefijado, se aplacan en sus ansiedades.
Pero como existe una venganza de la personalidad comprimida, precisamente donde los psiquiatras y psicólogos actúan con mayor intensidad como integradores se manifiestan reacciones individuales más violentas y desesperadas.
No queremos atribuir a estos especialistas un mérito (perdón, una culpa) demasiado destacado: Estados Unidos ha vivido en estos años dramas colectivos de relieves excepcionales, como el estallido del problema negro, la primera derrota de su historia (Vietnam), el ocaso del sueño del dominio universal que había aflorado en la década de los 50. Las estadísticas de las enfermedades mentales en los Estados Unidos son conocidas: las señalamos en las primeras páginas.
Pero se ha observado que hoy la depresión es el síndrome psiquiátrico más frecuente, “hasta el punto de que sociólogos y psiquiatras hablan de la Era de la Depresión, en contraposición a la Era de la Angustia, apenas transcurrida. Braceland considera que la causa debe buscarse en la mayor conciencia actual de la necesidad de enfrentar problemas que el hombre no sabe solucionar, y que debido a ello se habría perdido la fe en sí mismo, en los objetos afectivos, en la relación con el prójimo, en la capacidad de experimentar placer. Es muy frecuente desembocar del encerrarse en sí mismo (y aún con mayor frecuencia en la depresión sonriente, es decir, en el intento de ocultar tras un rostro alegre los problemas conflictuales) en el suicidio. Según Menninger, no menos de 1.200.000 norteamericanos tratan de suicidarse, con resultados variables, todos los años, lo cual significa 1 habitante cada 150.
Así, del intento de máxima integración del hombre se pasa al máximo de desintegración, a la búsqueda deliberada de la autodestrucción. Podemos volver a apoyarnos en Leopardi, quien en el Dialogo di Plotino e di Porfirio escribía que “por cierto que no existe en los otros animales el deseo de terminar la vida, porque en ellos la desdicha tiene límites más estrechos que la infelicidad del hombre”, y que el suicidio no existiría “entre las personas que tienen un modo de vivir natural, pues entre estas no se encontrará ninguna que no abomine de él, si lo conoce o tiene alguna idea al respecto; sino solo entre nuestra gente, alterada y corrompida, que no vive según la naturaleza”.
Habría mucho que discutir en cuanto al modo en que debe entenderse el vivir según la naturaleza, a la relación entre los primitivos y los contemporáneos, a la influencia del desarrollo industrial sobre la integridad, sobre la felicidad, sobre la salud del hombre (hasta ahora es probable que la ventaja haya predominado sobre el daño), a la difusión del suicidio en las distintas épocas, en los diversos países, en las clases sociales.
Pero hay otra forma de huida, mucho más difundida, que merece atención: el uso de sustancias químicas que modifican temporaria y artificiosamente las relaciones del hombre con sus propios pensamientos, con el prójimo, con el ambiente.
El problema no es nuevo, pero hoy adquiere dimensiones y aspectos más destacados. Suchman ha recordado que “en el plano histórico el hombre ha buscado siempre una tregua a los afanes y tribulaciones de la vida cotidiana en ciertos fármacos, hierbas y pócimas que tienen la capacidad de aliviar tensiones y ansiedades, y de transformar la realidad. En muchas sociedades, estos tranquilizantes químicos han sido acogidos e incluso aprobados. Su uso se vincula a menudo con ceremonias y ritos que regulan su suministración.
Aunque las motivaciones que inducen al uso de tales sustancias son varias y múltiples, es probable que la clave se encuentre en la búsqueda, más o menos consciente, de la modificación, por vía subjetiva y en apariencia fácil, de una realidad que es o parece hostil.
La sustancia más usada es el alcohol. Las estadisticas de la Organización Mundial de la Salud ubican a Estados Unidos en el primer lugar del mundo, con 4.390 alcohólicos por cada 10.000 adultos. Luego siguen Francia (2.850) y algunos países escandinavos, en tanto que Italia se encuentra en el último lugar (500) entre las naciones occidentales. Sin embargo se ha observado que el alcoholismo habitual, como fenómeno de masas, como enfermedad social en su forma contemporánea, es un fenómeno típico del capitalismo, y que no existe en la mayoría de las sociedades pre y poscapitalistas, salvo algunas excepciones.
Según Sigerist hay dos aspectos distintos del alcoholismo que dependen de la condición social. Por un lado, “la miseria, las pésimas condiciones de vida, la falta de instrucción y de posibilidades recreativas llevan al hombre a beber. En Rusia, en 1913, el consumo anual de vodka era de 8,1 litros por persona, y el obrero medio gastaba más de una cuarta parte de su salario en bebida. Cuando la situación de la población trabajadora cambió después de la revolución, el consumo de alcohol por habitante descendió con rapidez. Cuando la gente es presa de un sentimiento de miseria y de opresión, busca el olvido en la bebida. Y cuanto más bebe, más oprimida y miserable se vuelve. El otro aspecto se refiere a las clases acomodadas, en las cuales predominan “modos de vida y costumbres de grupos como el alcoholismo mundano, es decir, el consumo de licores cuando se reúnen en ocasión de acontecimientos sociales.
Sigerist escribía su hermoso volumen Civilización y enfermedad en la Norteamérica rooseveltiana de los años de guerra, cuando la sociedad estadounidense tenía cohesión y una carga de idealismo, y por ello notaba un mejoramiento y preveía una lenta declinación del alcoholismo. Sin embargo, en los últimos años han surgido tres modificaciones: a) al uso del alcohol se ha agregado una mayor proporción de sustancias estupefacientes; b) las clases acomodadas han registrado índices más elevados que en el pasado; c) los jóvenes caen con mayor frecuencia en las toxicomanías, que antes eran privilegio casi exclusivo de los adultos: ello es así sobre todo en lo que respecta a los estupefacientes y a los alucinógenos, que son usados con frecuencia desde los 15 hasta los 25 años de edad.
La sociedad norteamericana se ha preocupado: no, por cierto, porque se trate de un daño contra la salud del individuo; se admite como cosa evidente que “lo que alarma a la sociedad y la impulsa a una acción sanitaria publica es su efecto sobre la conducta social”.
En rigor de verdad, no se adopta ninguna medida sanitaria contra la forma más difundida y universal de toxicomanía tolerada y estimulada, que consiste en el abuso de los psicofármacos. Los intereses de la industria química, las autorizaciones del departamento de Sanidad, la intermediación de los médicos, convergen de modo de hacer vender en estados Unidos, todos los años, 13.000.000.000 (trece mil millones) de comprimidos de anfetaminas y barbitúricos, es decir, seis docenas por habitante, incluidos los recién nacidos. Se busca la excitación, la depresión, el olvido, la comunicabilidad, el sueño, todo hecho a medida. Pero nada puede reemplazar a las formas auténticas de actividad creadora, a las relaciones humanas entre los hombres, que deben buscarse sin vacilaciones, con un esfuerzo severo y prolongado de actividad individual y de transformación social.
Hemos partido de la lista esquemática de las cuatro posibilidades que existen de reaccionar frente a un ambiente hostil: la integración, la huida, la búsqueda de una transformación artificial de la vida y, por último, la rebelión.
El mecanismo de la sociedad favorece, entre estas opciones, la primera, no quiere, o no puede desalentar la segunda y la tercera, y teme la última. Por ello cataloga todas las rebeliones como una conducta desviante respecto de normas que se consideran eternas, y reacciona con medidas políticas, culturales e institucionales que se mueven en diversos planos coordinados entre sí.
En el campo específico de la psiquiatría y de la psicología, que colaboran de manera cada vez más estrecha con las otras actividades represivas de importancia mucho mayor (como la supresión de las libertades democráticas, el régimen opresivo en la fábrica, el uso político de la policía y del ejército, la manipulación de las informaciones, el autoritarismo escolar, etcétera), se pueden distinguir quizá tres líneas de acción: 1) la tendencia de la sociedad a alejar de sí la contradicción, segregándola en las instituciones especializadas o incluso poniéndola en manos de un “cuerpo especial” (médicos, psiquiatras, psicólogos); 2) el impulso de aceptar la destrucción de la personalidad, no como un mal, sino como un precio inevitable que es preciso pagar por el progreso, o incluso como un bien; 3) la difusión de teorías que encubren el carácter histórico y social del conflicto, de lo cual es expresión, no solo la enfermedad psiquiátrica, sino todas las otras enfermedades que tengan difusión en las masas.
Podremos describir en forma sucinta estas tres líneas, respectivamente, como utilidad de las enfermedades mentales, desventajas de la personalidad, y culpas de los inadaptados.
* Capítulo del libro «Psiquiatría y poder», publicado en 1972.