Fabricando una mujer

Desde que éramos unas crías, los padres de mis amigas de clase y los míos quedaban cada sábado en una casa para comer o cenar, o las dos cosas. A veces, a medianoche, mientras ellos charlaban alegremente en la mesa tomándose unas copas, nosotras nos escabullíamos a la sala de estar (o a cualquier habitación con tele) y, con el corazón desbocado, la encendíamos e íbamos probando canales para ver si dábamos con el famoso Canal 37, en el que a esas horas solían transmitir películas porno, tal y como habíamos descubierto un día por casualidad haciendo zapping. Si no había suerte, nos conformábamos con las escenas de sexo de películas como Titanic, Amélie, y otras que ahora no recuerdo.

De un modo u otro, allí estábamos, inmóviles, con los ojos fijos en la pantalla, en silencio (solo interrumpido de vez en cuando por una risita ahogada), con el volumen al mínimo o completamente apagado y el mando en mano, preparado para cambiar de canal o apagar la tele in extremis si en algún momento se abría la puerta y aparecía la cabeza de un adulto preguntando “¿Qué estáis haciendo ahí encerradas?”. Veíamos cómo las mujeres de esas películas, generalmente de pechos descomunales, eran desnudadas, manoseadas, “invitadas” a practicarle felaciones recreadas al maromo de turno como si su pene y el líquido blancuzco que emanaba de él fueran maná caído del cielo, penetradas en toda clase de posturas y por distintos agujeros, algunas veces lentamente, incluso casi “con amor”, otras (demasiadas) de manera muy violenta. Observábamos lo que ocurría en esos planos en los que abundaba el “color carne” (tal y como lo llamábamos por aquel entonces) con una mezcla de confusión, curiosidad, vergüenza, turbación, asco y excitación, sin entender por qué de pronto teníamos las bragas mojadas y sentíamos un singular hormigueo en la vagina. Todo ello aderezado con el chute de adrenalina que nos daba saber que estábamos haciendo algo “prohibido” y que nos podían pillar en cualquier momento. Sin darnos cuenta, nuestra mente tomaba nota de lo que nuestros ojos veían y configuraba nuestro “software” en lo que a sexo y relaciones con el sexo opuesto se refería: si queríamos llamar la atención de los chicos, si queríamos gustarles y, llegado el momento, satisfacerles sexualmente, eso era lo que teníamos que hacer y así teníamos que comportarnos. Asumíamos que así era cómo funcionaba el sexo y que aquel era nuestro rol.

La pesadilla - Henry Fuselli

La pesadilla - Henry Fuselli

Recalco lo de “inmóviles” porque, visto lo visto (o más bien leído), a diferencia de los chicos, nosotras no nos tocábamos, ojo; eso era de guarras. O, al menos, no en presencia de las otras, pero tampoco teníamos forma de saber si alguna lo hacía en privado porque, por razones que se me escapaban, había cierto secretismo en torno a ello. Por aquel entonces, los chicos y las chicas empezábamos a juntarnos para fiestas de cumpleaños y quedadas en ocasiones como Halloween que muchas veces incluían acampada o pasar la noche todos juntos en casa de alguien. Mirábamos películas y, cuando nos cansábamos de ellas, recurríamos a otras vías de entretenimiento, como los juegos “Verdad o Reto” o “Yo nunca…”, etc., y siempre surgía alguna pregunta o reto relativo a la masturbación. Los chicos, algo azorados al principio, acababan confesando que ellos sí que lo hacían, y se reían entre ellos. Las chicas nos poníamos rojas como tomates, nos hacíamos pequeñas, mirábamos al suelo y decíamos que no, que nosotras nunca, ni hablar.

Aquella fue una de las primeras cosas que aprendí sobre la diferencia entre la sexualidad masculina y la femenina: mientras que la masturbación masculina se veía como algo normal, como cosas de chicos, e incluso necesario porque “necesitan descargar”, la femenina era (y sigue siendo) completamente tabú. Con el tiempo, ellos perdieron la vergüenza e incluso presumían delante de toda la clase de hacerlo. Competían entre ellos para ver quién se hacía más pajas al día, y mostraban orgullosos sus palmas de las manos, señalando lo que ellos aseguraban que eran rozaduras por frotársela tanto, como si fueran cicatrices de guerra. En cuanto a nosotras, callábamos y mirábamos a otro lado. Las chicas “normales” no hacían esas cosas; si lo hacías, eras poco menos que una pervertida. A veces podías oír a algunas cuchicheando sobre tal o cual chica que había reconocido que se masturbaba, y las demás la tildaban de guarra. Recuerdo que un día, en el que mi mejor amiga de aquel entonces y yo nos intercambiamos confidencias, en confianza le conté que yo sí que lo hacía. Ella, no contenta con la cara de susto que me puso, acabó chivándose a su madre, que proclamó que, si hacía eso, cuando fuera mayor no “sentiría placer al hacer el amor”. Lo gracioso es que hoy en día está más que demostrado que, en todo caso, sucede justo lo contrario. Pero en fin, supongo que era una de las tantas falacias que nos decían para disuadirnos, como la de que nos saldrían granos o que no podríamos tener hijos.

A medio camino entre finales de educación primaria y principios de educación secundaria, nos hacíamos mayores, nuestros cuerpos cambiaban y cada vez teníamos más curiosidad. Sin embargo, la educación sexual en nuestro colegio (creo que es importante señalar el detalle de que era religioso) era nula. Lo más parecido que tuvimos fue una asignatura nueva llamada “Animación” que daba de vez en cuando una chica que era psicóloga y actriz de teatro y trataba sobre temas como la autoestima, la superación personal, la inteligencia emocional, etc. Esta chica manifestó su intención de hablar también de sexualidad, y dedicó una clase a ello, en la que explicó unas cuantas cosas y contestó a preguntas que le formulábamos los alumnos escritas en papelitos de forma anónima. Desconozco si aquella clase tuvo alguna relación con lo que sucedió o si fue mera casualidad, pero el caso es que aquella fue la última clase de Animación que tuvimos; esta chica no volvió más a la escuela, y se destinó esa hora libre para cantar canciones de tinte religioso acompañados por la guitarra o el teclado de una de las profesoras de siempre.

Así pues, la única educación sexual la recibíamos del porno, al menos los chicos en su mayor parte, que pasaron de las revistas sisadas de sus padres o hermanos mayores a los vídeos que se enviaban los unos a los otros cuando aparecieron los primeros móviles que podían reproducir vídeo. Las chicas teníamos, además, aquellas revistillas para adolescentes, como la Súper Pop o la Bravo, cuyo contenido incluía entrevistas de dudosa veracidad a los ídolos adolescentes del momento, trucos de belleza, test de personalidad, consejos para “ligarte al chico que te gusta” o al “tío bueno de clase”, ñoñas historias sobre primeras veces (supuestamente enviadas por lectoras, pero sospechosamente muy similares entre sí), tutoriales de maquillaje, etc. Luego había otras como la Loka y la Vale, ya para chicas más “espabiladas”, en las que podías encontrar desde tutoriales para tener un look rockero hasta pautas que seguir para poner un condón con la boca. Nos comprábamos esas revistas cada semana sin falta, creyéndonos que nos solucionarían la vida y que nos enseñarían a ser “chicas guays” y a triunfar con los chicos, y algunas se las traían al colegio para leerlas en grupo durante el recreo. Pero no nos dábamos cuenta de lo que había detrás de todo aquello: estas revistas enseñaban a las niñas a cómo comportarse o qué hacer o dejar de hacer para gustar a los chicos, para convertirse en “la novia que todo chico quiere tener”. De manera intencionada o no, el mensaje que transmitían era que teníamos que desvivirnos para complacerlos, teníamos que seguir una serie de pautas basadas en casposos estereotipos de género para que un chico se interesara por nosotras , al más puro estilo de revista de la Sección Femenina de Falange, pero con letras de colores y lenguaje moderno y chupiguay. En este artículo de Píkara hablan con más detalle de estas revistas y por qué son tan perjudiciales para las adolescentes.

Sin comerlo ni beberlo, a las chicas de clase empezaron a dividirnos entre dos grupos de forma algo similar a los institutos de las pelis americanas: las “guays”, que eran las más “espabiladas” y generalmente las más desarrolladas (algunas tenían incluso ya un tipazo más propio de una chica de 18 años que de una de 12), y las que todavía eran niñas o aparentaban serlo. Por supuesto, eran las primeras las que más llamaban la atención de los chicos y con las que querían estar, las otras pasábamos más o menos desapercibidas. Incluso diría que muchas veces tenían una especie de competición entre ellas para ver cuál de ellas atraía más a los chicos y cuál tenía más novios o pretendientes.

Deseosas de empezar a experimentar y a relacionarse con el sexo opuesto, algunas comenzaron a poner en práctica los “truquillos” de aquellas revistas y a asumir el rol que habían aprendido no solo de las mujeres del porno, sino también de las películas y series normales que veíamos en la tele. En los viajes de clase se juntaban chicos y chicas por la noche a escondidas de los profesores para fumar o jugar a variantes del juego de la botella. Recuerdo uno de aquellos viajes en el que una noche nos metimos todas las chicas en una habitación del hotel en el que nos alojábamos y empezamos a llamar por teléfono a la habitación en la que, a su vez, estaban congregados todos o casi todos los chicos, y jugábamos a ser una línea erótica para reírnos un rato, inspirándonos en los anuncios que habíamos visto alguna vez en la tele. “Lolitas calientes” y “Conchitas cachondas” nos llamábamos, por ocurrencia de una chica. En otro viaje, paseando por un conocido palmeral, nos encontramos con un grupo de chicos de otro colegio. Desde la distancia, empezaron a silbarnos y a gritarnos “piropos”, a los cuales algunas chicas respondían en el mismo tono. Al rato, los intercambios de piropos pasaron a ser intercambios de subidas de camiseta hasta la barbilla por parte de ellas y bajadas de pantalones y calzoncillos hasta las rodillas por parte de ellos. En una ocasión, oí en clase una conversación entre dos de estas chicas, en la que comentaban que ser prostituta o actriz porno no podía estar del todo mal, ya que “tu trabajo consistiría en follar con quien tú quisieras y cuando tú quisieras, y encima cobrando [sic]”.

Alrededor de los 13 o 14 años, algunas chicas empezamos a salir con chicos más mayores. Una de las primeras fue una muy buena amiga mía en aquella época. El chaval era dos o tres años más mayor que ella y, a partir de entonces, cada vez que quedábamos las amigas, él venía también y la acaparaba todo el rato en un rincón a base de morreos y manoseos constantes. Tenía, además, una especie de almacén medio abandonado que utilizaba como picadero, y empezó a llevarse a mi amiga allí para enrollarse, aunque ella le dijera que no se sentía del todo cómoda estando allí los dos solos, alejados de todo el mundo. Un día, el chico se cansó de los magreos y quiso ir más allá; la “convenció” de una manera un tanto insistente para tener sexo con él, aunque ella no lo tuviera del todo claro. Ya de paso, la “convenció” también con la misma insistencia para que le hiciera una felación. Así fue como mi amiga perdió la virginidad en un sofá desvencijado y polvoriento, en un almacén de mala muerte, con un chico que se pasó sus dudas y reticencias por la banda del forro. Después de aquello, mi amiga estuvo un par de días escupiendo cada dos por tres, según ella porque no conseguía quitarse el sabor amargo de la boca. Por su parte, el chaval se ve que no tuvo reparos en difundir su hazaña y a los pocos días fui testigo de cómo, en las escaleras del instituto de camino a clase, mi amiga se vio de repente asaltada por una turba de chicos que daban palmadas y le gritaban a pleno pulmón “la follada”. Cabe mencionar que a aquel mismo chico lo vi un tiempo después propinarle a ella una patada por la espalda delante de todo el grupo de amigos porque “le estaba haciendo más caso a sus amigas que a él”.

Yo no entendía nada. Aquellas revistas nos enseñaban que debíamos acceder a hacer esas cosas si queríamos gustarles a los chicos y que ellos quisieran estar con nosotras. Pero, si lo hacíamos, después nos tildaban de zorras y nos despreciaban, e incluso nos humillaban. No le encontraba la lógica a aquello por ningún lado.

Por lo que a mí respecta, empecé a salir con un amigo del novio de mi amiga. Puedo corroborar eso que cuenta Ismael López Fauste sobre la estrategia para conseguir follar con una chica embaucándola con besos, porque este chico lo intentó conmigo.

El rapto - Bernini

El rapto - Bernini (detalle)

Mi amiga y yo celebramos la Nochevieja de aquel año con nuestros padres en un restaurante y nuestros novios y sus amigos en una casa que había cerca. Después de las campanadas, nos escapamos para ir a aquella casa a ver a nuestros respectivos novietes. No recuerdo muy bien cómo sucedió todo, pero de repente me di cuenta de que nos habíamos quedado los dos completamente solos en una habitación con camas. Él no paraba de besuquearme y manosearme, empujándome como quien no quiere la cosa hacia una cama, y yo empezaba a sentirme cada vez más incómoda. Mi amiga se dio cuenta de lo que estaba pasando y empezó a dar golpes en la puerta llamándome y diciendo que sus padres la habían llamado, que teníamos que volver. Así fue cómo pude escapar. Al poco me enteré de que él había planeado “desvirgarme” aquella noche, aprovechando que tenía una casa a disposición con camas, que había comprado condones y que lo tenía todo pensado y preparado… menos la parte de consultármelo a mí, que se le debió olvidar, por lo visto.

Al igual que ellos, nosotras también queríamos descubrir nuestra sexualidad, experimentar con ella, vivirla. Algunas fantaseábamos con las historias de amor de las películas y de las revistas que comprábamos, queríamos que nuestra primera vez fuera como en aquellas historias tan románticas y perfectas que leíamos. Como ellos, queríamos iniciarnos en aquello del sexo cuando nos sintiéramos “preparadas”, saber por qué daba tanto que hablar entre los adultos, por qué exactamente era algo tan sensacional que llevaba a la gente a declarar que era lo mejor del mundo. Pero por algún motivo, nosotras, las chicas, no jugábamos con las mismas condiciones que ellos.

Más adelante, entre finales de educación secundaria y el paso a bachillerato, las etiquetas que utilizaban para clasificar a las chicas cambiaron: las guays y las niñas pasaban a ser las putas y las mojigatas, respectivamente. Los chicos ya no competían entre ellos para ver quién se mataba más a pajas, ahora eso era de “pringaos” y perdedores; lo que importaba de verdad era cuántas chicas conseguías tirarte. Hablaban de ellas como si fueran trofeos de caza de usar y tirar, deseables cuando aspiraban a estar con ellas y despreciables cuando ya las habían utilizado. A veces oía por casualidad las conversaciones que tenían entre ellos: que si fulanita te dejaba tocarle las tetas, que si mengana era una guarra porque la habían pillado saliendo de la habitación de mengano bajándose la falda, que si zutana y su amiga eran muy putas porque se dejaban hacer de todo cuando quedabas con ellas, que si perengana se la había chupado a perengano en una fiesta… Incluso he llegado a oír que se referían a una chica como “el colchón del pueblo” porque todos los amigotes habían “pasado” por ella.

Ya en la universidad daba igual si en el colegio o en el instituto habías sido de las guays o las putas o de las niñas o las mojigatas; de una u otra manera, entrabas en el mismo saco, eras carne de cañón. Las chicas nos enfrentábamos cada vez más a situaciones que, preocupantemente, empezaban a ser comunes a todas, con algunas variantes: el chico que te acorrala en la discoteca o te agarra fuertemente del brazo para que bailes con él y te llama puta por decirle “no” por enésima vez; una mano fugaz que de pronto te agarra una teta o te toca el culo, y al girarte no consigues distinguir quién ha sido entre toda la muchedumbre; el chico que, sin ningún reparo, te desnuda lascivamente con la mirada mientras hablas con él; el que bailando una conga en una fiesta, se te pega de forma completamente gratuita, agarrándote de las caderas, y empieza a embestirte con fuerza; el que te pregunta amablemente a qué hora abren las discotecas para acto seguido preguntarte a qué hora abren tus piernas; los que te gritan “zorra”, “guarra” y “cachonda” desde un coche cuando cruzas un paso de cebra de camino a la universidad; el desconocido que se empeña en seguirte a casa desde el aeropuerto porque “una chica tan guapa no debería ir sola por la calle a esas horas”; el que en el metro (o incluso en un concierto) se te acerca por detrás y se frota contra ti; el que en una discoteca hace gestos obscenos a tus espaldas y finge que te penetra salvajemente por detrás para hacer la gracia con sus amigos; el que, aprovechando que le estás dando los dos besos para despedirte, vuelve de pronto la cabeza y te besa en la boca, sin importarle que ya hubiera hecho anteriormente un amago parecido y tú le hubieras dicho que no querías; el que le cuenta a sus amigotes cómo se corrió en la cara de su ligue de la otra noche, o que otra chica con la que estuvo le dio mucho asco porque “no lo llevaba depilado”, para echarse unas risas con ellos. Estas situaciones suelen ocurrir en sitios públicos con desconocidos, pero tampoco te libras cuando el chico en cuestión es alguien en el que confías ciegamente: tu novio. El que se niega a utilizar condón porque así “no siente nada y eso es una mierda, es como follar con una muñeca hinchable”; el que “por accidente” te penetra analmente sin haberte consultado antes; el que insiste en que le hagas una mamada mientras conduce y te llama aburrida y frígida al negarte; el que se empeña en tener sexo, aunque tú le has dicho ya unas cuantas veces que no te apetece, pero él sigue insistiendo de forma cada vez más agresiva hasta que acabas cediendo para que no se enfade o para que se calle y te deje en paz. Podría seguir, pero no acabaría nunca. Como en “Ellos, nosotros”, podíamos intentar huir de un cerdo, pero era imposible huir de la piara entera.

Con el tiempo, algunas nos dimos cuenta de lo que estaba pasando. No éramos dueñas de nuestra sexualidad. Nunca lo habíamos sido. Desde que nuestras hormonas empezaron a despertar, de un lado se nos ha intentado reprimir para encajar en un modelo irreal y desfasado de chica “de bien”, mientras que del otro se nos ha empujado a una hipersexualización que nos obliga a ser sexualmente complacientes con los hombres bajo la bandera de la libertad sexual , ambas opciones con sus respectivas consecuencias a los ojos de ellos: de un lado, eres una puritana, del otro, una puta. De modo similar, se crearon dos modelos de mujeres en los que se nos encasilla, las que sirven como “buenas esposas” y madres y las que sirven para follar. Nos han hecho creer que no hay un término medio, tienes que ser una de las dos cosas.

El patriarcado ha conseguido establecer su visión del sexo como la única válida: es hacer todo lo que ellos quieran, sin importar si ello pone en riesgo nuestra integridad tanto física como psicológica. Es decir que sí a cualquier práctica, aunque en realidad no nos guste, aunque no nos dé placer, aunque no nos apetezca, incluso aunque nos duela, porque si no somos unas frígidas. Nuestra sexualidad consiste exclusivamente en darles placer a ellos, el nuestro, si eso, ya vendrá. O no, porque ya se sabe, nosotras somos “algo más complicadas”, y si nos llega nos podemos dar con un canto en los dientes, así que deberíamos conformarnos con tenerlos a ellos contentos. Lo ha conseguido porque ha contado con una herramienta muy poderosa: la pornografía. Se hizo con su control y la ha moldeado y utilizado para mostrar como hegemónica una visión del sexo que obedece enteramente a los deseos y fantasías de dominación masculinos, llegando incluso a erotizar la violencia contra las mujeres y actos degradantes a los que ellas, las actrices, se prestan sin rechistar, e incluso con una sonrisa de oreja a oreja, siguiendo las exigencias del guion. La deficiente o nula educación sexual en las escuelas e institutos ha dado como resultado que los jóvenes recurran al porno como fuente de información, y sus efectos en la forma de relacionarse con sus compañeras son ya más que evidentes, tal y como se señala en este artículo y este otro, ambos de El País. Gracias a la pornografía, los chicos han aprendido e interiorizado que las mujeres somos objetos sexuales destinados a su goce y disfrute, que su placer y el nuestro reside en la dominación y el sometimiento respectivamente, que tienen todo el derecho a hacer lo que les venga en gana con nuestros cuerpos, aunque nos desagrade, aunque nos provoque dolor y aunque les digamos mil veces que no, porque en eso consiste “el sexo”, lo dice el porno. Si nos negamos, somos unas estrechas; si accedemos, somos unas zorras. Pero es ahora cuando nos hemos dado cuenta de esos efectos, y ya es tarde, tanto para ellos, que reproducen las conductas abusivas del porno, como para ellas, que han sufrido y sufren esas conductas en sus carnes, e incluso muchas las han asumido y las defienden a capa y espada como liberación sexual. La educación sexo-afectiva de estas generaciones está definitiva e irremediablemente basada en el porno.

A veces incluso ni nos dan la opción de poder decir “no”.

A una amiga mía la drogaron y la violaron. Fue con amigas de clase a una fiesta universitaria en la que conocieron a unos chicos muy “majos” con los que estuvieron charlando y bebiendo. Ella jura que solo se bebió un cubata, pero empezó a encontrarse mareada y se vio de pronto dentro de un coche en marcha con una de sus amigas y aquellos chicos tan majos de la fiesta, que no les contestaban cuando preguntaban a dónde las llevaban. En los pocos momentos en los que recobraba la lucidez, se veía dentro de una cama, desnuda, con uno de ellos, siendo forzada a hacer cosas que ella en ningún momento había consentido. Cuando intentaba zafarse e ir a por su ropa, el chico la cogía del brazo y ella, como una marioneta, volvía a la cama. En algún momento, la otra chica empezó a golpear la puerta de la habitación, llamándola para irse las dos a casa. Vaya, ¿a qué me recuerda esto?

Las historias que cuento aquí son completamente reales. Tengo un buen repertorio de ellas porque he escuchado muchas de este estilo de prácticamente todas las chicas con las que he llegado a hablar sobre este tema en mi vida, y estoy segura de que si preguntáis a vuestras amigas, casi todas, por no decir todas, os contarán historias similares. Es más, me atrevo a afirmar que el hecho de que seamos tantas las que hemos sufrido abusos de este tipo significa que, por cada una de nosotras, hay al menos uno de ellos que ha cometido esos abusos, y que es bastante probable que entre vuestros amigos y parientes haya alguno que los haya cometido en el pasado o que siga haciéndolo, e incluso que lo hayáis tenido o lo tengáis como pareja.

Soy consciente de que, comparada con otras, yo he tenido muchísima suerte, eso no lo dudo ni por un segundo. Pero tampoco he sido la más “afortunada”, si es que realmente hay alguna mujer que lo sea en este mundo.

Me gustaría poder decir que las cosas han cambiado. Que, recién estrenado el 2018, las mujeres hemos conseguido rescatar nuestra sexualidad de las garras del patriarcado y que se educa a las nuevas generaciones de niñas y niños en consecuencia. Pero ahora, el juego de la botella se ha quedado como una pasatiempo demasiado inocente y aburrido comparado con las últimas tendencias en juegos relacionados con la erótica: el juego del muelle y el juego del impávido o de la sábana. Las categorías de porno más buscadas son violación, agresión sexual, pederastia e incesto. Algunas chicas, para complacer a sus novios, acceden a enviarles fotos y vídeos de ellas desnudas, que luego muchas veces ellos no dudan en compartir con sus amigos, e incluso a subirlos a internet cuando se enfadan o ellas rompen la relación. Con esta práctica ha nacido una nueva categoría porno: revenge porn (porno de venganza). Se sigue enseñando a las chicas que su sexualidad consiste en aceptar someterse a prácticas nocivas con tal de satisfacerlos a ellos, y lo que es peor, se disfraza este discurso de (pseudo)feminismo, convenciéndolas de que estas prácticas son empoderantes y que las liberarán sexualmente, cuando en realidad lo que hay detrás es toda una maquinaria estratégica para mantener el privilegio masculino y garantizar el derecho de los hombres a disponer a placer de los cuerpos de las mujeres.

Ya es hora de que la sociedad reconozca que ha fallado en lo que a educación sexo-afectiva se refiere y que, como consecuencia, tenemos un problema grave al respecto. Nos queda un largo camino por recorrer y mucho trabajo por hacer, no solo a las feministas, sino a todos y todas, para desterrar esta visión machista de la sexualidad que impera en la actualidad y que convierte el sometimiento y la degradación de las mujeres en algo erótico y deseable. Es necesario que los jóvenes aprendan a desarrollar una sexualidad sana y respetuosa, que les permita ver a las chicas y a las mujeres no como objetos de placer al servicio de sus exigencias, sino como a iguales, como sujetos con pleno derecho a elegir libre y conscientemente cómo quieren vivir su sexualidad, cuándo y con quién. Debemos trabajar todos juntos para que, en el presente y en el futuro, no se siga entrenando a las niñas siguiendo unos estereotipos de género desfasados para que crezcan convencidas de que su propósito en la vida es agradar y complacer a los chicos, para que nadie les diga que explorar su cuerpo es algo malo, para que sepan que tienen derecho tanto a disfrutar plenamente de su sexualidad como a decir “no”, para que no se las valore según el número de parejas sexuales que han tenido, para que no crean que su papel es ser sumisas a los hombres, para que no se vean forzadas a hacer cosas que en realidad no quieren hacer, para que ninguna sea humillada públicamente por ser sexualmente activa y para que no tengan que rescatarse las unas a las otras dando golpes en una puerta.