Ecofascismo, la retórica del virus

La historia del ecofascismo es bastante oscura, pero su origen se remonta al movimiento eugenésico ya existente, y se mezcla con una especie de horrible disfraz ambientalista para justificar sus elementos asesinos. Los ecofascistas son más o menos aquellos que Murray Bookchin describe como "ecologistas profundos autoproclamados que creen que se debe permitir que la gente de los países periféricos mueran de hambre y que los inmigrantes provenientes de América Central y del Sur pueden ser rechazados por la policía fronteriza de EE.UU. Para reducir la carga de 'nuestros' recursos ecológicos". A pesar de los grandes esfuerzos por disfrazar el movimiento, a menudo con vibrantes apelaciones a la santidad de la naturaleza, a la belleza del mundo natural y a lo horrible de la contaminación industrial, sus raíces siguen siendo innegables; el ecofascismo es en esencia la idea de que el mundo está enfermo, y que la enfermedad es la humanidad. Por eso el ecofascismo proclama que debemos hacer todo lo posible para eliminar a la mayor cantidad de gente posible –o al menos aceptar su muerte– para que el mundo pueda "curarse".

Sería negligente por mi parte abordar este tema sin mencionar brevemente a Thomas Malthus, el pensador inglés del siglo XIX que argumentó que "el potencial de asentamiento es tan superior a la capacidad de la Tierra de producir sustento para los humanos que, de una u otra forma, a la especie humana le espera un fin prematuro". Argumentaba que había demasiada gente (o al menos algún día habría demasiada gente) en relación con los recursos disponibles, lo que inevitablemente causaría un peligro para la humanidad. La tesis de Malthus, si resumimos sus elementos fundamentales, era que la Tierra solo podía sustentar a un número determinado de personas y que había que poner un límite en el número de personas autorizadas a vivir. Su Ensayo sobre el principio de la población no es el primer escrito eugenista, pero ciertamente está entre los que más han contribuido a popularizar estas ideas. El punto central de este ensayo era que no debíamos buscar una cura para la enfermedad, ni un freno a la hambruna, que debíamos animar a los pobres a vivir hacinados en ambientes insalubres y quizás incluso "buscar el regreso de la peste". Los sinsentidos de Malthus provocaron una respuesta del proto-anarquista inglés William Godwin, cuyo extenso Tratado de las Poblaciones comienza con la afirmación de que la teoría de Malthus "carece claramente de fundamento".

¿Por qué escribir sobre ello?, O al menos, ¿por qué hacerlo ahora?; ¿no estamos en medio de una pandemia? ¿No debería abstenerme? La respuesta es simple, aunque retorcidamente pura; mientras que el mundo sigue inmerso en una nueva forma de agitación a causa del brote y la propagación mundial de COVID-19, se ha producido un aumento similar del oportunismo destinado principalmente a aprovechar el miedo y la ansiedad. De todos los oportunistas, de todos los depredadores del miedo, una de las facciones más importantes ha sido siempre la extrema derecha, y más específicamente, el movimiento ecofascista. Las redes sociales han acentuado esto, ya que los mensajes pueden difundirse ampliamente a gran velocidad, y solo hace falta “compartir” para que un elemento de propaganda bien concebido se extienda de un grupo de personas a una población mucho mayor, que participará en su propagación sin estar profundamente convencida de sus fundamentos. Es fácil que alguien se descubra a si mismo compartiendo ideas fascistas sin quererlo realmente – pero volveremos a eso mas adelante.

Cartel ecofascista. “Los árboles antes que los refugiados”: el símbolo de abajo a la derecha es la runa de Algiz, usada entre otros por las SS en el programa eugenista de Lebensborn.

Una de las raíces más perniciosas del ecofascismo se encuentra en el movimiento eugenista que lo precedió. Aunque las diferencias entre ambos son notables, sus similitudes se encuentran más en sus tácticas que en su espíritu; los eugenistas tratan de sacrificar ciertos grupos de individuos en el altar de la superioridad genética que imaginan, argumentando que la existencia de tal o cual grupo constituye una degeneración de la especie. Los ecofascistas tratan de sacrificar ciertos grupos de individuos en el altar del medio ambiente, argumentando que la existencia de tal o cual grupo es una causa importante de desastre ecológico. Volviendo a Bookchin, no podemos ignorar el hecho de que los grupos en cuestión son casi siempre los mismos en ambos casos: pobres, racializados, discapacitados.

El COVID-19 ha llevado gran parte de este discurso a la esfera pública. Mientras que en general se considera de mal gusto –con razón– hablar de infecciones, enfermedades o plagas para referirse a grupos de personas, parece haber cierta indulgencia cuando no se especifica el grupo en cuestión. Si hablamos de la humanidad en general, es aceptable, como si la vaguedad diera inmunidad ética. Hoy en día es relativamente común encontrarse con un nuevo tweet viral, con decenas de miles de “me gusta”, exponiendo las aguas claras de los canales de Venecia o un ciervo salvaje deambulando bajo las luces de neón del centro de Japón, declarando que la Tierra se está curando; los limpios cielos californianos son objeto de la pregunta – ¿puede que nosotros hallamos sido el verdadero virus todo el tiempo?

Por extraño que parezca, esos pensamientos se han hecho cada vez más comunes a medida que pasan las semanas, y se van acumulando pruebas de que la naturaleza está "reconquistando" zonas anteriormente pobladas. Huelga decir que hay más de un elemento de la ideología ecofascista en el trasfondo de esta cuestión; cuando alguien pregunta si la humanidad es el "verdadero virus", establece un sistema en el que la Tierra es una entidad y la humanidad un problema a resolver. La solución propuesta rara vez se expresa directamente, pero no es necesario porque la respuesta está en la pregunta; un virus se cura eliminándolo. Bajo el asombro superficial de ver un oso salvaje deambulando por los adoquines italianos, está la creencia de que el mundo estaría mejor sin nosotros. O, más exactamente, que el mundo estaría mejor sin algunos de nosotros, dejando que el subconsciente de cada persona juzgue quiénes deberían ser esos algunos de nosotros. Quienes quiera que sea, seguramente serán otros.

No hace falta ser un genio para ver la correlación entre el ideal ecofascista y la lógica subyacente a ese razonamiento.

Es fundamental señalar esto: a pesar de que los ecofascistas comparten muchas de las implicaciones de la retórica "los humanos son el verdadero virus", eso no significa que todos los que han difundido o interiorizado esta retórica sean necesariamente fascistas. Puede ser difícil separar los dos, sobre todo cuando suceden tantas cosas tan rápido. Los medios de comunicación modernos agravan esta dificultad bombardeando a la población con una avalancha de tonterías apenas inteligibles, formadas por meras conjeturas, mentiras descaradas, distorsiones y propaganda gubernamental. El carácter intuitivo de las ideas centrales del ecofascismo las hace fáciles de entender. Para un individuo sin espíritu crítico pero que busca respuestas, puede ser fácil adoptar elementos de este pensamiento – esto implica que incluso personas ostensiblemente reacias a debatir abiertamente sobre un genocidio, como los liberales o los socialdemócratas, puedan adoptar y propagar ese meme (auto)viral sin darse cuenta realmente del peligro implícito del concepto. ¿Cuál es el truco? ¿Cómo es posible que una idea tan horrible se convierta en algo tan natural que incluso individuos relativamente decentes pueden difundirla y aceptar su lógica?

Signo frecuentemente utilizado por el movimiento ecofascista

En pocas palabras, aquí hay una especie de trampa retórica, un señuelo. Se nos dice todo el día que estos ejemplos de regeneración ecológica son el resultado de la retirada de los seres humanos del mundo; cuantas más personas haya en cuarentena o confinamiento, menos posibilidades hay de causar daños ambientales. A primera vista, esto parece tener sentido; el hecho de que esta formulación no represente un sinsentido de forma inmediata y obvia se debe el gancho utilizado por los ecofascistas para atrapar hasta al Liberal mejor intencionado. El truco está en darse cuenta de que el principal cambio no es la presencia humana en absoluto – el número de víctimas de COVID-19 está aumentando, lo que es trágico y políticamente indignante, pero el virus todavía no ha matado a los millones, si no miles de millones, de personas necesarias para que el cambio se atribuya a una disminución de la población. El hecho es que hay casi tantos humanos en la Tierra como hace unos meses: es el comportamiento de estos humanos el que ha cambiado, es decir, en cierta medida, nuestros modos de organización social.

El lenguaje de los ecofascistas afirma que los humanos son el problema, y que desde que los humanos se han autoconfinado – es decir, retirado del sistema – ha habido una regeneración ecológica. Un análisis tan individualista y atomizado impide un enfoque sistémico, que es más importante que nunca; el verdadero problema es el capitalismo, y es gracias a las interrupciones y a las vacilaciones del capitalismo que la regeneración ha podido tener lugar. Profundamente arraigada en el lenguaje de la extrema derecha, la atribución de los peores elementos del capitalismo a la mera existencia de los seres humanos es un arma de doble filo.

Para empezar, les permite verter su veneno sobre los individuos. Por supuesto, la cuestión de la elección de estos individuos ya está resuelta: en este caso, el virus ya ha sido racializado por la derecha como un "virus chino", un horrible planteamiento que ha provocado el aumento del racismo contra los chinos y (como se puede ver en los titulares de varios periódicos importantes) un deseo de castigo. A esto le siguieron los debates en círculos supuestamente de izquierda y liberales: una colección de ensayos recientemente publicada por la iniciativa editorial ASPO titulada "La sopa de Wuhan" y contiene textos escritos por el elenco habitual de pensadores de izquierda y liberales: Slavoj Žižek hace su aparición, junto a Giorgio Agamben, Judith Butler, David Harvey y Franco Berardi. En segundo lugar, les permite insinuar una conexión entre ambos; vincular la existencia del capitalismo a la existencia de los individuos, y asociarlos ideológicamente; presentar el capitalismo como inherentemente humano y por lo tanto inevitable, ineludible.

Otro ejemplo de gráfica ecofascista. La máscara de calavera es un guiño al grupo terrorista nazi Atomwaffen Division.

Se ha dicho durante mucho tiempo que uno de los peores impulsos del capitalismo y el que más determina su esperanza de vida, es el que requiere un crecimiento y expansión continuos. El capitalismo, por decirlo suavemente, es codicioso y exige siempre más; más producción, mercados más grandes, más fábricas, más beneficios, y por lo tanto más extracción, más residuos, más combustible, etc., etc. Esta tendencia se deja en manos de los gobiernos y las empresas, que ceden ante ellas con la mayor frecuencia y gratuidad posible. El COVID-19 es un virus, no le debe nada al capitalismo, y por lo tanto no le importa que su proliferación se interponga. La gente se autoaísla, la cantidad de trabajo realizado disminuye; "no está claro cuánto sufriría la humanidad si los inversores de capital, los grupos de presión, los funcionarios de relaciones públicas, actuarios, telemarketers, agentes judiciales y otros asesores jurídicos desaparecieran repentinamente", escribe David Graeber en su libro Bullshit Jobs, y el confinamiento generalizado ha respondido a esa pregunta tácita: la humanidad no sufriría. Estos trabajos son completamente superfluos y se podría prescindir de ellos perfectamente; gran parte del trabajo que se realiza a nivel mundial se hace con el único propósito de mantener a la gente ocupada, y ha quedado claro que esta ocupación no hace ningún bien a la mayoría de la gente.

Mejor aún, con el confinamiento y el cierre de tantos lugares de trabajo, el número de automóviles que circulan está disminuyendo, la cantidad de combustible consumido está disminuyendo, lo que resulta en un resurgimiento ecológico. Pero todos sabemos, y los anarquistas han apoyado durante mucho tiempo esta idea, que nadie debe morir para que esto suceda. La constatación de que el mundo ha empezado a "curarse" desde el comienzo del confinamiento sería prematura –el ambiente no se "arregla" en unas pocas semanas– pero es difícil no admitir que obviamente el aire más limpio no haga al menos algún bien. Sería perfectamente concebible prescindir de los millones de automóviles que circulan diariamente por las carreteras y sustituirlos por formas mejores de transporte comunitario, que servirían a más personas y reducirían en gran medida el daño ambiental. La abolición de empleos absurdos y la reestructuración del transporte son solo dos ejemplos de mejoras en nuestras vidas que son a la vez realistas y fáciles de implementar; simplemente necesitamos reorganizar nuestra sociedad.

Hace ya algo mas de una década el escritor, teórico y crítico musical británico Mark Fisher publicó el ya clásico “El realismo capitalista”, un intento de diagnosticar y descifrar el entorno cultural del capitalismo moderno y de empezar a pensar en como podíamos escapar de sus garras. Por resumir la ya de por si breve obra “El Realismo capitalista”: Fisher desarrolla la idea de que la percepción del capitalismo se ha fusionado con la de la “realidad” de tal forma que es mas fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo ; que el capitalismo es la “única opción posible”. Igualmente enuncia que una de las mejores formas de mostrar hasta que punto resulta artificial y potencialmente transformable este tipo de organización social, consiste en observar las flagrantes crisis que rasgan el velo del realismo capitalista. En 2009 Fisher eligió como ejemplos los problemas de salud mental, la burocracia y la inminente catástrofe ambiental. Hoy estas amenazas son aún mas graves, las cuestiones de la salud mental han sido ignoradas en gran medida, y los horrores apocalípticos del cambio climático se ciernen sobre nosotros con una rabia cada vez mayor. Ya es común ver estadísticas que demuestran que gran parte de la población sufre depresión, ansiedad y de una multitud de trastornos. De la misma forma, no es poco habitual encender la televisión o (con mas probabilidad) abrir Twitter y descubrir que otro incendio forestal a vuelto a devastar este o aquel país, dejando tras de sí bosques y cadáveres humeantes.

Sin embargo, todavía podemos añadir otro ejemplo a la lista de cosas que levantan el velo y dejan al descubierto los mecanismos ocultos: el COVID-19 ha demostrado que una pandemia podría tener los mismos efectos que un incendio forestal. De repente se deja de lado un modo de vida supuestamente irreemplazable; empleos supuestamente vitales pierden todo el sentido a medida que los espacios abiertos y los despachos de ejecutivos y un gran número de trabajadores pierden su empleo o empiezan a trabajar desde casa; los trabajadores que antes se trataban como chivos expiatorios o se ignoraban y desechaban por ser auxiliares y poco cualificados se convierten en "trabajadores esenciales" sin los cuales ningún país podría mantenerse en pie. Este es, por supuesto, el mensaje que los anarquistas y la izquierda en general llevan defendiendo durante más de un siglo; gran parte del trabajo que hacemos es inútil, y gran parte del trabajo necesario es denigrado y mal pagado.

Portada del manifiesto escrito por el autor de la matanza de Christchurch el 15 de mayo de 2019 en Nueva Zelanda, que dejó 51 muertos y 49 heridos. En el intertior el ecofascismo se presenta como un pilar de su pensamiento y una de las razones de su acto. Obsérvese el símbolo esotérico nazi del “sol negro” en el centro.

Teniendo en cuenta esta perspectiva, resulta obvio que el marco ecofascista en el que todos los humanos forman parte de una enfermedad planetaria es erróneo desde el principio. Del mismo modo, la versión diluida de su discurso –la que se difunde ampliamente, sobre todo por personas de buena fe– se basa en una confusión entre el sistema social y los individuos que lo componen. Volviendo a Mark Fisher, el estallido de COVID-19 ha echado por tierra muchas de las afirmaciones de que no hay alternativa a nuestro sistema actual, revelando una variedad de "fracturas e inconsistencias en el campo de la aparente realidad" que hacen aún más evidente su contingencia y fragilidad. Independientemente de lo que el gobierno y el consenso popular nos hagan creer, es imposible ver un mundo en el que la mano de obra disminuye tan drásticamente sin afectar a ningún servicio esencial, y no imaginar que las cosas podrían funcionar de otra manera.

Por supuesto, la derecha y el Estado ya se han aprovechado de esto; los oportunistas, como ya se ha mencionado, están a la cabeza de este tipo de situaciones. Los gobiernos de todo el mundo han aprovechado la oportunidad para aumentar los poderes policiales, imponer cierres patronales y castigar a los que salen demasiado a menudo; Hungría ya ha conseguido pasar a la dictadura absoluta, utilizando la pandemia como acelerador del fervor fanático de Orbán. Mientras el discurso político se modifica superficialmente, impulsado por el terremoto que acaba de poner al descubierto las grietas de décadas de neoliberalismo, la derecha intenta por todos los medios alcanzar sus propios objetivos; la izquierda debería hacer lo mismo. Ciertamente ha comenzado: han estallado huelgas de alquiler en varios países; los empleados de General Electric han exigido que sus empresas se reconviertan a la fabricación de ventiladores, y han surgido cientos de redes de apoyo mutuo. La gente despreocupada por la ideología descubrió que la ideología estaba muy interesada en ellos, y el ya debilitado control del centro sobre el discurso dominante se ha vuelto aún más tenue.

Sin embargo, no podemos permitirnos el lujo de creer que una crisis, acompañada de una pequeña huelga de alquileres, acabará con el capitalismo o con el Estado; si hay que reconocer algo a estos sistemas es que han demostrado una notable tenacidad y capacidad para sobrevivir a casi cualquier catástrofe. Los anarquistas no pueden esperar que el Estado se derrumbe por el peso de sus propias debilidades; habrá que derribarlo. Las redes de apoyo mutuo son un punto de partida fantástico, aunque muchas han tenido que enfrentarse a disfunciones internas debido a partidos políticos que han querido convertirlas en estructuras jerárquicas. La solidaridad de los trabajadores en las huelgas, la reacción contra los terratenientes, son también excelentes comienzos. Pero el cambio real no se produce con unas pocas buenas señales; requiere una oposición creciente y continuada al Estado. El COVID-19 ha rasgado el velo del realismo capitalista; lo que sabíamos desde hace tiempo –que las cosas pueden ser diferentes– es ahora ampliamente conocido por aquellos que han visto su mundo sacudido por esta pandemia. Los anarquistas y el resto de la izquierda no podemos dejar caminos sin explorar, ni arriesgarnos a que sean recuperadas por la derecha, incluyendo lo que concierne la ecología.

Durante años, la catástrofe ecológica ha sido uno de los problemas ineludibles de la hegemonía capitalista. Desde hace años, esta amenaza se aproxima, y la información es cada vez más alarmante; los científicos llevan emitiendo sombrías predicciones del fin del mundo desde hace tiempo, y hay pocas razones para dudar de su legitimidad. Los daños producidos por el capitalismo industrial están a la vista de cualquiera. Visitar una playa, ver las interminables extensiones de terreno deforestado, contemplar la desaparición de especies, una tras otra; todo esto es indiscutible para cualquiera que observe las pruebas de buena fe. El capitalismo está en extrema contradicción con la sostenibilidad ecológica. Para los ecofascistas, ha sido un juego de niños combinar esta evidencia con el COVID-19 en una forma de impulso autodestructivo hippie; en el corazón del fascismo reside un deseo de muerte – como escribió el filósofo francés Gilles Deleuze, es "una máquina de guerra que sólo tiene como objeto la guerra". Al usurpar el lenguaje de los ecologistas, los ecofascistas han encontrado una forma de enmascarar la violencia y la supuesta misantropía de su ideología, pero no es más que eso: una máscara. Volviendo a Deleuze, el fascismo es en esencia "un movimiento de pura destrucción", y cualquier intento de pretender que su verdadero objetivo sea la sostenibilidad ecológica es claramente absurdo. El único ecologismo verdadero es el liberador.

Lo que debe hacer valer el movimiento anarquista, siempre que sea posible, es la realidad de la situación: el COVID-19, y la posterior reorganización de la sociedad, no ha demostrado que la humanidad sea una maldición de la que hay que deshacerse; ha demostrado que el capitalismo no es más que una serie de elecciones y estructuras que construimos y reforzamos cada día, y que estas elecciones pueden hacerse de otra manera; esas estructuras pueden destruirse. Reivindiquemos ideológicamente este momento y estas aparentes regeneraciones ecológicas, pero reivindiquémoslas correctamente; si hay algo que sacrificar por la salud del planeta y sus habitantes, es el capitalismo.

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* Texto original organisemagazine.org.uk

** Los subrayados son pie de imagen