Pasaporte COVID
Ciudadanos de segunda clase
Como ocurre siempre que se establece un régimen despótico de emergencia y se suspenden las garantías constitucionales, el resultado es, como ocurrió con los judíos bajo el fascismo, la discriminación de una categoría de hombres, que se convierten automáticamente en ciudadanos de segunda clase. Éste es el objetivo de la creación del llamado «pasaporte COVID». Que se trata de una discriminación basada en convicciones personales y no en una certeza científica objetiva lo demuestra el hecho de que en los círculos científicos se sigue debatiendo sobre la seguridad y la eficacia de las vacunas, que, en opinión de médicos y científicos a los que no hay razón para ignorar, se produjeron de forma precipitada y sin las pruebas adecuadas.
A pesar de ello, quienes se atengan a su libre y fundada convicción y se nieguen a vacunarse serán excluidos de la vida social. El hecho de que la vacuna se convierta así en una especie de símbolo político-religioso destinado a establecer una discriminación entre los ciudadanos queda patente en la irresponsable declaración de un político que, refiriéndose a quienes no se vacunan, dijo, sin darse cuenta de que estaba utilizando una jerga fascista: «los vamos a purgar con el pasaporte COVID». El «pasaporte COVID» convierte a quienes no lo tienen en portadores virtuales de una estrella amarilla.
Se trata de un hecho cuya gravedad política no es posible sobrevalorar. ¿Qué pasa con un país en el que se crea una clase discriminada? ¿Cómo se puede aceptar convivir con ciudadanos de segunda clase? La necesidad de discriminar es tan antigua como la sociedad misma, y las formas de discriminación estaban ciertamente presentes incluso en nuestras sociedades llamadas democráticas; pero que estas discriminaciones fácticas sean sancionadas por la ley es una barbaridad que no podemos aceptar.
Pasaporte COVID
En los párrafos precedentes hemos mostrado la injusta discriminación de una clase de ciudadanos excluidos de la vida social normal, discriminación derivada de la introducción del llamado green pass, pasaporte sanitario o pasaporte COVID. Esta discriminación es una consecuencia necesaria y calculada, pero no es el objetivo principal de la introducción del pasaporte sanitario, que no está dirigido a los ciudadanos excluidos, sino a toda la población que posea dicho pasaporte sanitario.
En realidad, el objetivo de los gobiernos es instaurar, mediante el pase sanitario, un control minucioso e incondicional sobre todo movimiento de los ciudadanos, de modo casi idéntico al pasaporte interno que debía tener todo ciudadano para poder desplazarse de una ciudad a otra en el régimen soviético. En este caso, sin embargo, el control es aún más absoluto, porque afecta a cualquier movimiento del ciudadano, que tendrá que mostrar su pasaporte sanitario en cada uno de sus pasos, incluso para ir al cine, asistir a un concierto o sentarse a la mesa de un restaurante.
Paradójicamente, el ciudadano que no posea el pasaporte sanitario será más libre que aquel que lo posea, y debería ser la propia masa de ciudadanos con pasaporte sanitario la que habría de protestar y rebelarse, ya que a partir de ahora serán censados, vigilados y controlados hasta un grado que carece de precedentes incluso en los regímenes más totalitarios. Resulta significativo que China haya anunciado que mantendrá sus sistemas de rastreamiento y control incluso después de que la pandemia haya terminado. Como ya debería ser evidente, en el pasaporte COVID lo que está en juego no es la salud, sino el control de la población, y tarde o temprano hasta los ciudadanos con pasaporte sanitario tendrán la oportunidad de comprenderlo, mal que les pese.
A propósito del decreto sobre el «pasaporte COVID» (texto que Giorgio Agamben firma junto a Massimo Cacciari)
La discriminación de una categoría de personas, que se convierten automáticamente en ciudadanos de segunda clase, es en sí misma una cuestión muy grave, cuyas consecuencias pueden ser dramáticas para la vida democrática. Esto se enfrenta con el llamado pasaporte COVID, con una ligereza inconsciente. Todos los regímenes despóticos han actuado siempre mediante prácticas de discriminación, que pueden haber sido moderadas al principio pero que luego se han generalizado. No es casualidad que en China digan que quieren seguir con los rastreos y los controles incluso después de que la pandemia haya terminado. Y cabe recordar el «pasaporte interno» que los ciudadanos de la Unión Soviética debían mostrar a las autoridades en cada desplazamiento. Cuando una figura política llega a dirigirse a quienes no se vacunan utilizando una jerga fascista como «los vamos a purgar con el pasaporte COVID» es realmente de temer que estemos ya fuera de toda garantía constitucional.
Ay si la vacuna se convierte en una especie de símbolo político-religioso. Esto no sólo representaría una deriva antidemocrática intolerable, sino que además iría en contra de la propia evidencia científica. ¡Nadie está invitando a no vacunarse! Una cosa es argumentar que la vacuna es útil, pero otra muy distinta es ignorar que aún estamos en una fase de «experimentación masiva» y que el debate científico sobre muchos aspectos fundamentales del problema está completamente abierto. El Diario Oficial del Parlamento Europeo de 15 de junio afirma claramente que «debe evitarse la discriminación directa o indirecta de las personas que no están vacunadas, incluidas las que han decidido no vacunarse». Los vacunados no sólo pueden contagiar, sino que pueden enfermarse: en Inglaterra, de las 117 nuevas muertes, 50 habían recibido la doble dosis. En Israel, se estima que la vacuna cubre el 64 % de quien la ha recibido. Las propias empresas farmacéuticas han declarado oficialmente que no es posible predecir los daños a largo plazo de la vacuna, ya que no han tenido tiempo de realizar todas las pruebas de genotoxicidad y carcinogenicidad. Nature ha calculado que será de todas formas por razones fisiológicas que el 15 % de la población no se vacune. Entonces, ¿cuánto tiempo vamos a tener que mantener el pasaporte?
Todo el mundo está amenazado por prácticas discriminatorias. Paradójicamente, los «habilitados» por el pasaporte COVID lo son más que los no vacunados (a los que la propaganda de régimen quiere hacer pasar por «enemigos de la ciencia» y tal vez partidarios de prácticas mágicas), ya que todos sus movimientos estarían controlados y nunca se podría saber cómo y por quién. La necesidad de discriminar es tan antigua como la sociedad, y seguramente ya estaba presente en la nuestra, pero convertirla en ley hoy es algo que la conciencia democrática no puede aceptar y contra lo que debe reaccionar inmediatamente.