Capital viento. ¿Por qué las centrales eólicas?
Nota introductoria; Abrimos un espacio para compartir una serie de artículos (susceptibles de ser antiguos y/o abordar realidades de otros territorios) que tengan que ver con las energías renovables, la crítica al capitalismo verde y las luchas populares y comunitarias contra la instalación de sus infraestructuras debido a los efectos nocivos sobre el territorio . El motivo es aportar información más o menos afin a este medio que a su vez pueda contribuir en algo a las movilizaciones en curso contra los polígonos eólicos planificados para Cantabria.
Charla de Miquel Amorós en el Cicle «antidesarrollista» en defensa del territori, Barcelona, CSOA La Teixidora (Poble Nou), 20 de mayo de 2012.
Publicado en Argelaga 1.
En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo; y, así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:
–La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear, porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, o pocos más, desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que ésta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.
A lo largo de los últimos treinta años la dominación ha tomado «una nueva conciencia del hecho energético» condicionada por los precios del petróleo y la distribución geográfica de sus reservas. La clase dirigente ya es consciente de que un suministro seguro de energía es imprescindible para el mantenimiento de la sociedad de mercado, urbana en su más alta expresión, y, dado el coste creciente para su obtención y la disponibilidad decreciente de recursos energéticos, no le importa los impactos que causen su producción y transporte; los «costes medioambientales y sociales» son meros daños colaterales de una política de «seguridad» que ha de prever eventuales situaciones de desabastecimiento. Es esa doble amenaza la que obliga a los Estados industrializados a confeccionar planes que faciliten la mundialización del mercado de la energía y fijen estrategias de ahorro, eficiencia y prospección a fin de atemperar su elevada dependencia energética. Lo primero conduce al desarrollo de infraestructuras energéticas de interconexión; lo segundo, a la innovación tecnológica y a la promoción de las energías renovables industriales.
La sociedad capitalista de masas se basa más todavía en el crecimiento, lo que redunda en estilo de vida motorizado y climatizado apoyado en un consumo intensivo de energía, con el consiguiente incremento continuo de la demanda. Sin embargo, ese estilo no puede sostenerse indefinidamente, puesto que el agotamiento progresivo de los yacimientos de combustibles fósiles (y de uranio) junto con la gravedad de los impactos ambientales y sociales causados imponen serias limitaciones que han de asumir las administraciones. Por un lado, el aumento del precio del petróleo y el gas natural; por el otro, las emisiones contaminantes, la destrucción del entorno rural, la degradación de los ecosistemas y el calentamiento global. El capitalismo se halla ante la disyuntiva de seguir creciendo y agravando la crisis ecológica, o de decrecer y sumergirse en una crisis económica. Al final ha tenido las dos y esto no es más que el principio. En un artículo titulado «La transición energética» (El País, 26-x-2005) podía leerse: «la crisis que se avecina es de tal magnitud que todos los expertos consultados coinciden en que estamos ante un nuevo paradigma.» Que los expertos al servicio del poder económico sean catastrofistas es una novedad, pero como el sistema capitalista ha venido demostrando a través de la historia, la solución que preconizan en su nombre se desprende de la conversión de los problemas generales en oportunidades para las grandes corporaciones. Así pues, el sistema ha dado con la «opción sostenibilista», que consiste en reorientar el crecimiento económico tratando de contrarrestar sus deplorables efectos a través de cambios en las pautas de consumo energético, y, por encima de todo, en un salto tecnológico hacia delante. Los dirigentes empresariales y políticos planean un cambio paulatino hacia un modelo productivo «descarbonizado», o sea, un modelo que dependa menos de los combustibles fósiles y más de las nucleares y las renovables industriales. La seguridad del suministro y la neutralización de los efectos del cambio climático son los puntos clave del nuevo paradigma capitalista, pero los caminos a seguir, como por ejemplo el mercado de emisiones, la subvención de la industria nuclear y renovable, el control social o la geopolítica imperialista, abocan a contradicciones insuperables. El «desarrollo sostenible» resulta pues una vulgar estafa, ya que se resume a una apuesta político-tecnológica por el control de la demanda de energía y la explotación del territorio como fuente autóctona de recursos energéticos, sean o no renovables, sean o no contaminantes, sin reducir para nada el consumo de combustibles fósiles, ni por supuesto alterar el statu quo mercantil. Puede que sea desarrollo, pero no tiene nada de sostenible. Las rutas tecnológicas abiertas suponen un «nuevo modelo territorial» pagado directamente por los consumidores mediante la factura de la luz, o indirectamente, a través del erario público: es lo que las multinacionales llaman «internalización de los costes». En realidad el aumento del precio de la energía ha de costear todos los dispendios del capitalismo verde, puesto que éste aún no es rentable: la construcción de infraestructuras como las «redes transeuropeas de energía», el secuestro del dióxido de carbono, la extracción de gas y petróleo no convencionales, la investigación tecnológica, la construcción de centrales de renovables, la plantación de agrocombustibles, las plantas de tratamiento de residuos… Y todo para concluir que la demanda mundial entre 1997 y 2020 se incrementará en un 57%, y que al final del periodo los combustibles fósiles representarán más del 80% de la energía mundial consumida, es decir, más o menos lo que representan en la actualidad. Del petróleo depende no solamente el transporte mundial, sector que crece más que los otros, sino la construcción, la agricultura intensiva, la industria química, la farmacéutica y la agroalimentaria, la producción de asfaltos, fibras sintéticas, plásticos, abonos, plaguicidas, etc., elementos imprescindibles para la vida artificial obligatoria en régimen capitalista. No existe, ni a corto ni a largo plazo, un recurso capaz de sustituirlo y los expertos del poder dan por sentado en los próximos años un escenario de crisis que comportará graves disfunciones socio-económicas y desastres ambientales.
Ante la perspectiva de la catástrofe, las directivas de las altas instancias europeas (el Parlamento, el Consejo, la Comisión) relativas al fomento de las renovables industriales pueden entenderse más que como mecanismos de contención de la demanda de combustibles fósiles (que van a seguir siendo la principal fuente de energía, y por lo tanto, de contaminación y de producción de gases de efecto invernadero) como mecanismos de ocultación de la crisis energética y ecológica. Las renovables son un complemento inconfesable de la verdadera producción alternativa, la nuclear, destinada a representar el 30% de la energía producida en 2030 en la península, según informa el lobby nacional Foro Nuclear, lo que supondrá la construcción de entre siete y diez centrales nucleares. Además, las renovables son seudo-exorcismos contra el cambio climático, destinado a disimular fenómenos más agresivos con el medio ambiente, por ejemplo la expansión del consumo de gas natural o la producción de gas y petróleo no convencionales por fractura hidráulica. También dan una impresión de seguridad que se corresponde poco con la realidad, al proporcionar una apariencia de diversificación de las fuentes, cuyos cuantiosos costes presentes comportarán según los expertos y políticos beneficios superiores en un futuro. Este peculiar efecto pantalla psicológico de las renovables, que ni son baratas, ni reducen sensiblemente el estado de dependencia energética, y que, finalmente, no son siquiera renovables, prevalece a tal punto que se han convertido, sobre todo las eólicas, en la prioridad de las políticas energéticas para los años venideros, los de la «transición energética».
Desde que la Unión Europea fijó el objetivo del 20% de generación renovable en 2020, las eólicas industriales marchan en primera línea, y ello es así porque son las menos caras y las que se encuentran en una fase de desarrollo más avanzado. Pero la energía eólica está lejos de ser una fuente socializada, en manos de colectivos locales energéticamente autónomos. Cuatro multinacionales controlan el sector en el ámbito estatal, a saber, Acciona, Iberdrola-ACS, Gamesa y Abengoa, que junto con Endesa, Unión Fenosa, Isolux, Corporación Eólica SA, Fersa e Hidrocantábrico, poseen la mayoría los impropiamente llamados «parques» de aerogeneradores, que, siguiendo el modelo centralizador clásico, vierten su producción a la red eléctrica. En el pastel también participan a través de filiales multinacionales extranjeras como por ejemplo Siemens o Element Power. En 2004 el Estado español se situaba en segundo lugar mundial en cuanto a potencia instalada, pero del consumo total de energía primaria en 2009, solamente un 2’4% correspondió a la eólica. Para 2010 había triplicado la potencia (20.000 Mw) y el número de aerogeneradores (19.000 unidades). La energía eólica no es apta para el transporte pues sólo sirve para producir electricidad y el vehículo eléctrico está lejos de ser una realidad práctica. Se consume principalmente en el ámbito residencial y terciario, pero nunca sola, pues para compensar las bajadas de tensión debidas a la variabilidad del viento necesita el respaldo de centrales térmicas, grandes contaminadoras. Esa necesaria asociación pone en duda el carácter renovable de la energía producida en los «parques», pero no olvidemos también que los materiales industriales usados en su construcción reflejan una importante huella carbónica de fábrica: hormigón armado para la cimentación, las zanjas y las torres (un parque de veinte turbinas necesita diez mil toneladas), acero para las torres y la «góndola», fibra de vidrio o de carbono reforzada con plástico para los «álabes» o palas, cobre para el transformador y cables de evacuación, y hasta metales muy poco abundantes en la naturaleza como el neodimio y el disprosio para los imanes permanentes del rotor, cuya extracción y purificación es un proceso altamente tóxico. Si a ello añadimos el uso de aceite en la maquinaria, las resinas de poliuretano o de polivinilo para la protección del acero, los movimientos de tierras, excavaciones y demás trabajos de instalación, que se repiten a la hora del desmantelamiento, o sea, al cabo de veinte años –la vida útil del aerogenerador de 60 metros de altura con palas de 30 metros– tendremos el cuadro completo de la verdadera renovabilidad de la energía eólica.
El primer impacto que se percibe ante una central eólica es el visual. Todas las protestas aluden al deterioro del paisaje, que para los pueblos es todo un referente. La configuración del paisaje resulta mayormente cambiada, fragmentada, afeada y banalizada, con pérdida de su calidad visual, de su unidad y su singularidad, algo que desde un punto de vista pragmático puede parecer secundario, pero que para el vecindario que se siente a gusto con la belleza de su entorno y se identifica con él resulta vital. A partir de ahí podemos continuar con el impacto sobre el territorio, el segundo gran argumento contra los «parques». Efectivamente, la construcción de infraestructuras viarias y eléctricas erosiona el terreno y provoca daños a la vegetación que aumentan cuando la central ocupa espacios protegidos y corredores ambientales. La evacuación de la electricidad producida exige líneas de alta tensión además de zanjas, con el riesgo de incendio que conllevan. Dicho impacto empieza a ser considerable en cuanto a la mortandad de aves por colisión con las palas, electrocución con los tendidos de evacuación y pérdida de hábitat. Un solo aerogenerador puede matar entre 3 y 64 aves y murciélagos. Multiplíquese por el número de aerogeneradores existentes y obtendremos una cifra de aves muertas situada entre 60.000 y un millón doscientas mil. Precisamente es el escalofriante número de aves muertas, muchas de ellas protegidas, lo que obligó a pronunciarse a la Comisión Europea y la primera causa de paralización de las centrales Las denuncias conciernen también a los daños al patrimonio arqueológico e histórico, al turismo rural u ornitológico y a la cabaña ganadera. Finalmente, el bloqueo de las corrientes de aire favorece el calentamiento global; el ruido producido por los aerogeneradores resulta molesto en las proximidades de las centrales; las luces de señalización nocturna son fuente de contaminación lumínica y el «efecto discoteca», que consiste en la sombra proyectada por las palas al recibir la luz solar, llega a ser inaguantable. Por si fuera poco, frente a tanto destrozo no se ha avanzado gran cosa: se necesitarían 4.000 aerogeneradores para igualar la producción de una sola central térmica (de 1 Gw), es decir, una superficie de mil Km2 y dos millones de toneladas de hormigón, cantidad equivalente a la que necesitaría la construcción de bloques de viviendas para albergar a 100.000 personas. La preocupación por el medio ambiente de los industriales eólicos y de los políticos que sostienen sus intereses queda pues suficientemente desenmascarada como negocio insalubre y expolio territorial.
Ante las tensiones sociales que arrastran las centrales eólicas terrestres y el problema de la escasez de emplazamientos aprovechables, o sea, la limitación impuestas por el factor espacio, surge la posible alternativa de las centrales eólicas marinas, todavía en fase experimental. No necesitan vías de acceso, alcanzan una productividad mayor y duplican la vida útil de los aerogeneradores, pero son bastante más caras y su impacto paisajístico, territorial y ambiental es mayor. Además, como las terrestres, necesitan una central térmica de apoyo, como las terrestres, para cuando no sople el viento. Las torres tienen una envergadura de hasta 200 metros, 75 de ellos sumergidos, con palas de 50. A la erosión provocada por las obras de superficie y submarinas se suman el mayor ruido, el picadillo de aves y los efectos de los campos electromagnéticos en la flora subacuática y los recursos pesqueros. Las economías costeras resultan claramente perjudicadas, por lo que el rechazo vecinal es total. En general, las eólicas no pueden suscitar una complicidad suficiente en la población afectada, ni siquiera con el reclamo recurrente de los puestos de trabajo y del «atractivo turístico» que significarían los aerogeneradores en medio del mar, argumento éste tan extravagante que denota la absoluta falta de justificaciones plausibles. La toma unilateral de decisiones que comporta la liquidación de la actividad económica local sin estudios de impactos ambientales dignos de ese nombre por parte de las distintas administraciones asesoradas por el trabajo deshonesto de técnicos y escudadas en periodistas serviles, no es capaz de ocultar a los ojos de la población que los proyectos eólicos –y los otros– no responden más que a la megalomanía irresponsable de los políticos autonómicos y a los intereses espurios de los fabricantes de aerogeneradores, de las empresas promotoras y de los bancos.
En resumidas cuentas, la energía eólica no surge en el mercado global para sustituir a ningún otro tipo de energía, pues sólo para reducir significativamente el número de térmicas de carbón o de nucleares necesitaríamos un «parque» cada tres o cuatro kilómetros cuadrados. Simplemente aparece para apuntalar la economía de mercado. No es ni siquiera renovable, puesto que la construcción de centrales y la fabricación de turbinas requieren una gran cantidad de combustibles fósiles que cuestiona la limpieza de la producción final. No disminuye pues la emisión de dióxido de carbono a la atmósfera, ni contribuye a detener el cambio climático. Tampoco rebaja el precio del kwh, ni reduce la dependencia de los Estados sin yacimientos de petróleo o gas. La producción de energía eólica es ante todo un gran negocio en manos de un oligopolio multinacional que pone el territorio en explotación a fin disponer de una fuente secundaria de electricidad para proporcionar un suministro energético constante a las conurbaciones, sin el cual no serían viables. El alumbrado de calles y edificios, la calefacción, la refrigeración, el alcantarillado, los supermercados, los ascensores, los semáforos, los hospitales, las escuelas, los desplazamientos, la vigilancia policial, etc., todo depende de la energía que hasta ahora han asegurado el carbón, el fuel, el gas y la fisión nuclear. De esta manera los derechos, los intereses e incluso la identidad de los habitantes rurales se sacrifican al mantenimiento de unas condiciones de consumo suficiente para las masas encerradas en los aglomerados urbanos convenientemente iluminados. El modelo despilfarrador de las eólicas industriales es en definitiva una pieza más del nuevo capitalismo «sostenible», aquel donde el territorio ambiental y socialmente deteriorado se transforma en mercado, y por consiguiente, en fuente de beneficio privado exclusivo protegido por el Estado, alentado por las administraciones autonómicas y justificado por el ecologismo político. Es una prueba más de la carrera suicida de una civilización industrial superpoblada con necesidades masivas de energía y alimentos pero con cada vez menos petróleo, una civilización enferma y decadente de la que conviene escapar so pena de quedar atrapados en un proceso de extinción.
Nota del 2 de noviembre
Si bien los aerogeneradores en suelo español ya existen desde los años ochenta, la construcción de centrales eólicas no cobró impulso hasta las Cumbres de la Tierra y las directivas de la Unión Europea sobre energías renovables de finales de los noventa. La oposición de un puñado de agricultores, ecologistas, colectivos rurales e incluso alcaldes arranca pues de entonces. Merece especial atención como pionera y modelo de la defensa del territorio la Plataforma en Defensa de la Terra Alta (Tarragona) que no ha dejado de oponerse a las eólicas industriales desde 1998. Ha sido la que con más fuerza ha denunciado la permisividad culpable de la administración autonómica en la marginación y destrucción del territorio, la deficiencia o ausencia de estudios de impacto, los intereses privados que se esconden en proyectos de ninguna utilidad pública, la decisión tomada al margen de la población por políticos de toda clase en connivencia con las empresas eléctricas y constructoras, etc. Una Coordinadora d’Estudis Eòlics del Comtat (Alicante) se opuso al proyecto de las centrales eólicas de la Sierras de Alfaro y Almudaina, y asimismo hubo grupos que impugnaban las centrales situadas en Els Ports y El Maestrat (Castellón). La Mesa eólica de las Merindades de Burgos o los Cántabros por la Ordenación Racional de la Energía Eólica son iniciativas que ya llevan años presentando denuncias y alegaciones. Alentadas por las primas, sobre todo a partir de 2006 cuando se elaboran una avalancha de proyectos cuya realización causa estragos. La agresión al paisaje y al medio ambiente es tal que empieza a repugnar hasta algunos de sus propios responsables. Entre 2006 y 2012 se produce una toma de conciencia sobre el verdadero papel de las eólicas algo más general. En consecuencia, surgen plataformas nuevas que plantean conflictos territoriales: en Vigo, por la defensa del monte Galiñeiro; en L’Ametlla de Mar (Tarragona) y la bahía de Santander contra la construcción de eólicas marinas; o en Plasencia (Cáceres), en defensa de la Sierra de Santa Bárbara. La protesta antiparques ha obtenido la retirada de algunos proyectos, pero no ha conseguido parar los numerosos planes administrativos que aspiran a poblar la península de turbinas. A la defensa del territorio le falta la implicación de las masas urbanas que viviendo en un entorno degradado permanecen indolentes ante la aniquilación de la fauna y la destrucción del espacio rural y paisajístico. Falta una conciencia urbana del territorio que es crucial en la movilización contra el capitalismo. Sin ella la desproporción de fuerzas entre la oposición y el poder económico y político seguirá contando a favor de la destrucción planificada. Pero también es necesario que las plataformas superen el horizonte ciudadanista que les impide formular una estrategia de lucha eficaz porque supedita la movilización al alegato jurídico y al diálogo con la administración. Si las plataformas quieren un mundo sin eólicas tendrán que rechazar el modelo de sociedad que las necesita y plantearse una defensa del territorio que no acepte la autoridad de quienes lo destruyen metódicamente en nombre de intereses bastardos.
Miquel Amorós Argelaga 1 2013