La fabulosa historia del hombre-pez de Liérganes
La fabulosa historia del hombre-pez de Liérganes [1]
La Mitología
Puestos ya en las postrimerías del verano, no vendrá mal recuperar una vieja “serpiente de verano”, en su caso la fabulosa “historia” del hombre-pez "español". Historia que permite enmendar un error cometido en estos últimos tiempos por la factoría Disney, al denominar “sirenita” a lo que en realidad es una “nereida”. Ya que las sirenas, según la mitología antigua, eran divinidades marinas, hijas del dios-rio Aqueloo y de Melpómene o Calíope, personajes que en el plano físico poseían la cabeza y el pecho de mujer y el resto del cuerpo de ave, y su número oscilaba, según las versiones, entre dos y ocho, aunque lo más corriente es considerar que eran tres: Leucosia, Ligia y Partéfone, o bien, según otros, Aglaofeme, Pisíone y Telxiepia.
Dotadas de una maravillosa voz, osaron competir con las Musas, que las derrotaron y les arrancaron las plumas. Avergonzadas se retiraron a unas rocas en las costas de Sicilia, donde con sus cantos ejercían una poderosa atracción sobre los marinos, dado que éstos atraídos por las melodías no podían evitar que sus navíos se estrellaran contra las rocas. Historia que fue recogida dentro de las trepidantes aventuras de Ulises en su viaje de regreso a Ítaca, tras finalizar la guerra de Troya.
Por el contrario las nereidas, con cabeza y pecho de mujer y cuerpo de pez, según otras tradiciones eran hijas de Nereo, el anciano y apacible dios del mar, y de Doris, unas de las hijas de Océano. Su número oscilaba entre treinta y dos, treinta y cuatro, cincuenta y una o setenta y seis.
La misma tradición, pero en género masculino, está representada por Tritón, un semidiós marino, con la parte superior del cuerpo con forma humana, pero dotado con una larga cola de pez en su parte inferior. Personaje que era hijo de Poseidón y de Anfitrite y hermano de Rode y Bentesicime. Vivía en el lago Tritonis, en Libia, precisamente donde nació Atenea, que se crió con Palas, la hija de Tritón. En época tardía se habla ya de los Tritones, una pluralidad de divinidades, que, junto con las Nereidas, acompañaban a Poseidón.
Durante siglos, tanto las nereidas como los tritones, pasaron a engrosar el folklore del mundo occidental, al formar parte del mismo como figuras decorativas, hasta los finales del siglo XVII. Hecho que se hace evidente en las antiguas cartas marítimas de navegación, en las que aparecen acompañando a fabulosas ballenas y espeluznantes serpientes mitológicas. Todavía a mediados del 1700 algunos autores serios continuaban en aquella creencia, máxime si se tenían en cuenta las historias documentadas sobre la existencia de hombres o mujeres marinas, que al parecer habían sido vistos o apresados casi hasta aquellas fechas.
Historias dadas por verídicas
Entre las referencias documentadas sobre personas físicas con aquellas especiales características, que darán pie a la pervivencia del mito, cabe citar la más antigua de la que se tiene noticia. En su caso la refiere en los principios de nuestra era el naturalista latino Plinio el Viejo[2], referencia que aparece en una de sus obras capitales Historia natural.
De creer a Plinio, en su época fue avistado un hombre marino cuando surcaba el mar de Gades (Cádiz), espécimen que a decir de los testigos tenía forma humana: “Cuento con el testimonio de autoridades brillantes dentro del orden ecuestre de que fue visto por ellos en el océano gaditano un hombre-pez con un parecido perfecto al hombre en todo su cuerpo, afirman que subía a las naves en horas nocturnas e inmediatamente sobrecargaba de peso el lado en el que se sentaba y, si permanecía mucho tiempo, incluso la hundía”[3].
Pero el mejor coleccionista de historias de hombres y mujeres marinos fue sin duda el benedictino español Benito Jerónimo Feijoo, del que entresacamos una somera relación. Un hombre normal resultó ser el que fue pescado literalmente en las costas de Inglaterra en 1137; cuenta la historia monseñor Larrey, que tras ser apresado fue conducido a la residencia del gobernador de Oxford, que lo guardaba y exhibía como extraño fenómeno, hasta que el cautivo se dio a la fuga logrando regresar al océano sin que nunca más se supiese cosa alguna de él.
En 1430, al bajar la marea después de una tempestad, apareció en la costa de Westfrisia, entre Holanda y Alemania, una mujer marina. Que tras ser capturada fue conducida a la ciudad, donde aprendió, entre otras muchas cosas, a hilar, “pero nunca perdió la intención de habitar en el agua”.
En la costa de Ceilán, en 1560, unos pescadores “sacaron en una sola redada no menos de siete hombres y nueve mujeres marinas”. Eran de constitución completamente humana, sin mezcla de pez. Lo atestiguaron el jesuita padre Enríquez y el médico del virrey de Goa, Dimas Bosque de Valencia, que los examinó con detalle a nivel anatómico.
No así el descubierto en 1671 cerca de la Martinica, que era mitad hombre mitad pez. El que se avistó en 1725 desde el bajel capitaneado por Oliver Morín, cerca de Brest, puerto atlántico francés junto a Finisterre, hombre casi perfecto, sino fuera por sus aletas de pez. Y al parecer dotado de evidentes instintos lascivos, ya que intentó abalanzarse sobre el mascarón de proa de la nave, en el que figuraba una mujer, y tan grosero, que vació el vientre vuelto de espaldas a la tripulación haciendo mofa de ella.
A la misma especie monstruosa pertenecen los casos referidos por el anónimo autor de los Caprices d’imagination, oú Lettres sur differens sujets d´Historire, de Morale, de Critique, d’Histoire Naturelle (1740), tales como el pescado con forma humana aparecido en el río Tachni, “en las extremidades del imperio rusiano (sic)”, o el hombre marino que vislumbraron unos consejeros del rey de Dinamarca, caminando, en apariencia, sobre las aguas con un haz de hierba al hombro.
El hombre marino de Epiro
Alejandro de Alejandro, un conocido jurisconsulto napolitano, conoció a otro hombre marino en Epiro, región de la antigua Grecia, al que cita in extenso en sus Díes Geniales, (1522), cuya historia refirió en España en el siglo XVI Pedro Mexía, en su libro Silva de varia lección, que se puede leer en la página 62.
Aquel hombre marino se escondía en una cueva de la orilla y desde allí acechaba a las mujeres que iban a una fuente próxima; “… y cuando observaba alguna sola y vuelta de espaldas, con silenciosos pasos se llegaba a ella y lascivamente la oprimía”. Según la versión del español Mexía, los hombres del pueblo cazaron al fogoso y lascivo monstruo y lo llevaron al poblado, donde murió el pobre de hambre físico tras negarse a tomar alimento alguno.
La misma leyenda pronto se popularizó al convertirse en un mito entre las poblaciones costeras. La encontramos en Pietro Gilio y en otros libros de la época, y subsiste en las tradiciones marineras actuales de muchos países. En España la cita el periodista y escritor asturiano Constantino Cabal [4] entre las consejas de la mitología asturiana, tomada a su vez de M. Fernández y Fernández, casi con las mismas palabras.
La leyenda asturiana se refiere, en efecto, a un hombre marino, cuya existencia “se hizo constar una vez en actas públicas […] y fue lo que ocurrió que en un lugar iban por agua las mozas a una fuente cercana a la playa. El hombre marino reparó en el punto y se dedicó a esconderse, a seguirlas, a acecharlas, y en cuanto alguna se quedaba sola, la tomaba como presa. Se trata pues, de una tradición sumamente repetida y difundida.
El Pesce Cola o Peje Nicolao
Fuera del reino de las fábulas, pero casi rayándolas, está la historia del popular Nicolao, más conocido por Pesce Cola, Peje Nicolao o Pez Nicolás, tal como se le conoció en España. Sus hazañas natatorias se hicieron tan populares que todavía perviven en el folklore de muchos puertos. En el siglo XVIII, el benedictino español, Benito Feijoo [5], le dedicó varios capítulos en su Teatro Universal, a modo de antecedente directo del nadador santanderino conocido por “”el hombre marino de Liérganes”.
Según la versión de Feijoo, Nicolao, era un gran nadador de Catania, que se dedicaba a la pesca de ostras y coral, y “domesticado con aquel feroz elemento [el mar], igualmente se recreaba en sus serenidades que despreciaba sus furores […] el día que no entraba en el agua sentía tal angustia, tal fatiga en el pecho, que no podía sosegar”. Buceaba largas distancias y recorría el mar como nosotros la tierra, llevando el correo del continente a la isla. “Así vivía este racional anfibio, hasta que su desdicha le hizo víctima de Neptuno, a quien adoraba”.
En realidad, el auténtico responsable de la muerte de Nicolao no fue como era de suponer Neptuno, sino el rey Federico de Nápoles, Alfonso de Nápoles según la versión de Mexia, fue el que le obligó a sumergirse en el terrible remolino de Caribdis, el mismo de los viajes de Ulises, para recuperar una copa de oro lanzada de antemano por el rey. “Arrojóse a la horrorosa profundidad”, de donde salió con la copa, tres cuartos de hora después. Hizo entonces, el aburrido rey, zambullir de nuevo al pobre Nicolao, que en aquella ocasión concluyó ahogado. En tiempos modernos recuperó el mismo asunto, el antropólogo, historiador, lingüista, folklorista y ensayista español Julio Caro Baroja [6].
Otros hombres marinos
El mismo Alejandro de Alejandro antes citado, recordaba a otro: “…conoció a otro hombre que era marinero y de barca fuerte que andaba en el mar por grumete y pescador a veces; y era tan gran nadador que en un día iba y venía nadando desde una isla que está a la vista de Nápoles hasta otra isla que es la distancia de 50 estadios, que sería más de legua y media (casi ocho kilómetros). Y que acaeció salir juntamente con él algunos hombres en un batel con buenos remos y no poder con él en su nadar”. Y añade que “los historiadores todos escriben maravillas de otro nadador, Delio, tanto que se traza por refrán: Delio, nadado”.
El monje benedictino español Feijoo cita a otro personaje más, en aquella ocasión extraído a su vez de las Memorias de Trévoux [7] (1744). Según las cuales a principios del siglo XVIII había en Madrid un religioso calabrés: “el cual afirmaba tener la propiedad de los animales anfibios de poder estar mucho tiempo debajo del agua”. El cual propuso experimentarlo ante el propio rey, sin que éste se decidiera a aceptar el reto, tal vez temeroso ante el recuerdo del otro rey, el de Nápoles, que mató con su curiosidad al Peje Nicolao.
Más próximo en el tiempo, el español Barreda, en un opúsculo, nos da noticias de otro nuevo hombre marino en Vega, junto a la ría de Requejada, cerca de Santander. Así, nos explica Barreda, que a las cinco de la tarde del 7 de noviembre de 1838, el capitán de un quechemarín, pequeña embarcación a vela de dos palos [8], anclado en la Requejada [9], vio a un hombre nadador, que se zambullía como un pez.
El individuo era de piel muy oscura, y ojos blancos, y sin brazos. Al sumergirse este, levantó tal marejada que el barco cabeceó fuertemente. El susto que se llevó el capitán le impidió el apreciar más detalles, sin embargo, al día siguiente otros testigos avistaron de nuevo al escurridizo personaje, dando todos ellos, aproximadamente, la misma descripción.
Benito Feijoo y el hombre-pez de Liérganes
El espíritu crítico de Benito Feijoo, puesto al servicio de la racionalidad y de la lógica en su Teatro Crítico, donde atacaba inmisericorde, desde la visión de la propia iglesia, por ejemplo: a las seudo profecías, a los supuestos milagros, a los duendes, a la astrología judiciaria o a los zahoríes, se derrumba estrepitosamente en cuanto decide tocar el tema de los hombres o mujeres pez. Lo que le lleva a admitir, a pies juntillas, la existencia física en su época tanto de tritones como de nereidas afirmando categórico que: “cuales nos los pintan los antiguos poetas, tales se hallan hoy en los mares…”.
Para él no cabía duda alguna de que los mares estaban poblados de maravillosos tritones y nereidas “que los modernos llaman hombres marinos y mujeres marinas”. Por ello se lamentaba, cuando entró en extenso en el tema del hombre-pez de Liérganes, que este hubiera sido mudo, por lo que por desgracia no pudo describir a los testigos de su historia la visión que había tenido de maravillosos palacios sumergidos, que sin duda, tuvo que haber vislumbrado en los fondos de los mares.
Para justificar semejante historia, Feijoo, no dudó en recurrir por sorpresa a una peregrina teoría fruto únicamente de su deseo: “Aunque la respiración se considera necesaria para la conservación de la vida, mirando la Naturaleza hacia todas partes se encuentra algún suplemento de ella, pues el feto vive sin respirar mientras está en el claustro materno, y aun después que se extrae de él conserva la vida sin respiración, como esté contenido en las secundinas y nadando en aquel licor que está dentro de ellas”.
Aquella teoría tenía una cierta base en una creencia común de la época de que el organismo humano podía vivir varias horas sumergido, fundándose en que en los cadáveres de los ahogados no se encontraba agua dentro de sus pulmones, de lo cual falsamente se infería que éstos podían seguir funcionando bajo el agua. Sobre ello se escribieron largos y sesudos estudios e incluso monografías, apoyadas en una hipotética casuística demostrativa, pero desmentidos todos en la actualidad por la ciencia.
El “nadante” de Liérganes
Feijoo para ilustrar la historia de Francisco Vega, el hombre-pez de Liérganes, no dudo en demandar información al Marqués de Valbuena, de Santander, de Gaspar Melchor de la Riba Agüera, caballero santiagués de Garajo, cerca de Liérganes, y de Dionisio de Rubalcaba, de Solares. Estos dos últimos habían conocido y tratado al nadador, y a la vista de toda aquella información se decidió finalmente a escribir uno de sus más famosos Discursos, el titulado: Examen filosófico de un peregrino suceso de estos tiempos.
La historia en síntesis era la siguiente. Francisco Vega, el famoso hombre anfibio, era hijo de un matrimonio de labradores pobres del lugar de Liérganes, una localidad cántabra, muchacho que mostró desde niño una afición singular por bañarse en el río Miera, adquiriendo así una gran habilidad en el arte de la natación y una extraordinaria resistencia para sumergirse largo tiempo bajo el agua. Su madre, ya viuda, le envió a Bilbao a aprender el oficio de cerrajero. Estando allí, Vega fue una tarde a bañarse en la ría con sus compañeros de taller, pero no volvió a la orilla donde había dejado la ropa, por lo que se le dio por ahogado y como tal le lloraron sus deudos.
Cinco años después, en 1669, unos pescadores del mar de Cádiz vieron a un ser humano que nadaba por sus aguas y que a su voluntad se sumergía larga y hábilmente en ellas. Tras no pocas dificultades, porque el extraño ser se escurría de las redes que le tendían, al final lograron sujetarle y acercarlo a tierra, donde fue examinado con admiración por el pueblo entero. No hablaba ni una palabra, ni daba muestras de otras actividades humanas más que las puramente vegetativas. Entonces decidieron llevarlo al convento de San Francisco para ver si conjurándolo volvía en sí.
Pero lo único que lograron finalmente los frailes después de múltiples sesiones, fue que pronunciase la palabra: “Liérganes”. Tras aquel avance, el caso fue consultado con el secretario de la Suprema Inquisición, Domingo Cantolla, que casualmente era lierganés, y que relacionó al instante el prodigioso hallazgo con la desaparición, que no había olvidado, de su convecino Francisco Vega, varios años antes. Un fraile franciscano, Fray Juan Rosendo, que estaba en Cádiz, se ofreció voluntario para devolverlo a su lugar de origen. Llegados al pueblo Vega se dirigió sin vacilación alguna a su casa, siendo identificado, sin ningún género de dudas, por su madre y dos de sus hermanos, uno de ellos sacerdote.
La última desaparición
Nueve años vivió el hombre-pez en su lugar de nacimiento, siempre “con el entendimiento turbado de manera que nada le inmutaba ni tampoco hablaba más que, algunas veces, las voces de tabaco, pan, vino, pero sin propósito”. Llevaba recados, y cuando tenía que ir a Santander, en lugar de esperar a la barca que cruzaba la bahía, solía lanzarse al agua y atravesar a nado el ancho brazo de mar, entregando puntualmente en la ciudad todos los encargos. Al cabo de este tiempo desapareció, y nadie supo nada más de él. Dicen que un vecino de su pueblo le vio después en un puerto de Asturias, pero el hecho no está comprobado.
Cuando Feijoo escribió aquella historia, todavía vivía uno de los hermanos del hombre-pez y mucha gente que le habían conocido. A todos aquellos testimonios pudo agregar Feijoo más adelante el del propio arzobispo de Zaragoza, Tomás Crespo Agüero, natural de la villa de Rucandio, cerca de Liérganes, que de niño había conocido al hombre marino. Igualmente dio fe del mismo José Díaz Guitián, uno de los corresponsales de Feijoo en Cádiz, que junto con Esteban Fanales, intendente de la Marina, habían visto al lierganés recién, digamos, “pescado”, y que se habían comunicado personalmente con él.
Estos últimos testimonios, fueron aducidos por Feijoo para contestar a un papel aparecido en Madrid, obra de Mañé, repuntado de fantástica la historia del hombre-pez. Años después dedicó todavía éste una breve Carta, en la que respondía a una nota aparecida en las Memorias de Trévoux del año 1749, en la cual, se volvía a poner en duda la veracidad de aquel prodigio. En dicha Carta, el benedictino, no hacía más que repetir sus viejos y manidos argumentos, derrochando de nuevo generosamente su fe en el hombre-pez y en la interpretación científica que él mismo daba a sus aventuras.
El tesón puesto por Feijoo en aquella historia, y su peso específico de hombre serio e ilustrado, causo una fortísima impresión en España, y de igual manera fuera de nuestras fronteras, y de aquel modo nuestro hombre-pez particular tomó así una cierta categoría histórica junto con el Peje Nicolao, situándose así dentro del panteón de los hombres montañeses ilustres.
Gregorio Marañón
Por todo ello, hubo que esperar al año 1941 para que otra pluma insigne retomase seriamente el tema, pero en esta ocasión desde la vertiente científica moderna. Se trata del médico internista Gregorio Marañón [10] que lo trató en su obra Las ideas biológicas del padre Feijoo, (1941). Marañón, mucho más prosaico que Feijoo, apuntaba en su trabajo ideas sobre los motivos de su primera desaparición : “sin duda el joven nadador, de inteligencia limitada, y de instintos errabundos, desapareció de Bilbao, no nadando, sino por los caminos de Dios o acaso a bordo de algún barco, yendo a parar a Cádiz, donde pudieron encontrarle bañándose los pescadores”.
Y remata puntilloso que: “el raro aspecto de su piel […] le daba cierta apariencia de pez, y su imbecilidad y su mudez, impidiéndole dar detalles de su vida desde que se fue de Bilbao, le cubrieron de misterio y dieron origen a la leyenda de sus proezas acuáticas”. Los muy respetables testimonios aportados por Feijoo de marqueses, caballeros, frailes y arzobispos, aseveraba Marañón, únicamente testificaban sobre la desaparición de Vega en Bilbao y su aparición en Cádiz, pero no aportaban nada nuevo, en especial sobre lo sucedido en los años, cinco en este caso, que mediaban entre la desaparición y su reaparición en Cádiz, por lo cual dichos testimonios no zanjaban ni mucho menos la cuestión.
Tampoco lo hacía la Memoria redactada por el cura Hoyo Venero, el cura párroco de Liérganes en 1748, de la que se conserva copia en el British Museum. Memoria que recogida en un opúsculo de José María Herrán Valdivieso, a finales del siglo XIX, “El hombre–pez de Liérganes” (Santander, 1877). Memoria de Hoyo que fue escrita, no para el gran público, sino para satisfacer la normal curiosidad de unas monjas de Zumaya, parientas del sacerdote.
Tal vez por ello, en dicha memoria se entremezclan los detalles auténticos con fantasías entresacadas de las leyendas de otros hombres marinos. De esta forma, Hoyo, relataba impertérrito el paso natatorio de Francisco Vega por aguas británicas y su lucha titánica con un congrio monstruoso, dos fantasías, o por ejemplo, que su desaparición fue motivada por el fruto de una “maldición” lanzada por su propia madre, de hecho una pura fantasía literaria.
Marañón recordaba de igual forma que, de la misma manera que Feijoo había creído en el hombre pez, sus contemporáneos también creían, como siguieron creyéndolo, incluso los hombres de ciencia, hasta finales del siglo XIX. El principal fundamento de aquella creencia estaba en la historia del Peje Nicolás, aceptada entonces como artículo de fe. Se discutía la existencia real de Vega, que como hemos visto fue auténtica, pero, caso de existir, lo que no era cuestión de duda eran sus maravillosas hazañas marinas.
Diagnóstico: Cretinismo
Pero la afirmación más rotunda de Marañón, sobre el caso del hombre-pez de Liérganes fue la referida a la naturaleza física del personaje: “Una porción de detalles referidos en los documentos sobre el hombre-pez permiten suponer que éste fue un cretino […] son características de este cretinismo la imbecilidad y la mudez que todos los testimonios atribuyen a Vega. Otros muchos detalles coinciden con este diagnóstico, como el pelo rojo, muy común entre los cretinos; la glotonería; la tendencia a calentarse para evitar el constante enfriamiento de estos enfermos; el comerse las uñas, etc.”.
Y remarcaba, que sobre todo, lo que más inducía a pensar en su cretinismo era su piel áspera “al modo de lija” -decía Gaspar de la Riba– por lo cual se llegó a creer que tenía escamas, que le habían nacido durante su estancia en el mar, siendo esto, tal vez, uno de las pruebas más importantes de leyenda referida a su naturaleza anfibia. El estado de la piel del personaje era indudable, pues lo refieren varios testigos que lo conocieron. En su caso Feijoo disculpaba aquella anomalía epidérmica, aduciendo que era una confusión: “algunos equivocarían el cutis áspero de algunas partes de su cuerpo con piel escamosa”.
De hecho Marañón no fue el primero que apuntaba la posibilidad de que el hombre-pez fuera un posible cretino, ya en el siglo XIX ya lo había apuntado certeramente Herrán, que también sugería que Vega padecía de hecho una enfermedad de la piel conocida como ictiosis [11], denominada así por el aspecto escamoso de los tegumentos que semejan a la piel de los peces.
Pero Marañón fue más lejos: “esta ictiosis la padecen frecuentemente los hombres con lesiones de la glándula tiroidea, como los cretinos; y desde luego no es rara la asociación del cretinismo, ya con la ictiosis verdadera, ya con estados de piel tan seca y rugosa que vehemente la recuerda”. Y esta le parecía a Marañón la explicación más lógica de las pretendidas escamas del nadador de Liérganes, que fueron realmente fundamentales en la génesis de su mitología.
El final del mito
La convicción de Marañón estaba igualmente basada en un reciente descubrimiento científico de aquellos años: “Los organismos con tiroides de función escasa – y ésta es la lesión fundamental de los cretinos- tienen una propiedad […] la escasa necesidad de oxígeno con relación a los organismos normales; así como los que poseen una función tiroidea excesiva requieren enormes cantidades de oxígeno para vivir”. Por aquella razón, según Marañón, los cretinos tenían la rara facultad de resistir más que las personas digamos “normales” cuando se zambullían bajo el agua.
Y daba como prueba de esta afirmación, comprobada experimentalmente en laboratorio con ratones, el que se podía verificar positivamente la misma pero con personas. Recomendaba para ello a sus lectores que verificaran esta verdad apreciable en los puertos del norte de España, donde los muchachos que se distinguían por la duración de sus inmersiones, en la búsqueda de las monedas arrojadas al mar por los turistas, eran con mucha frecuencia y en su mayoría cretinos. Lo que según él permitía afirmar que el hombre-pez de Liérganes y tal vez el Peje Nicolás eran de la misma categoría física.
Marañón reconocía, eso sí, a Feijoo una cierta aproximación a la realidad del tema al recordar éste el experimento del físico irlandés Robert Boyle, según el cual los animales sometidos al vacío de una campana van aumentando progresivamente su resistencia a la asfixia. Y afirmaba tajante que en los organismos sin tiroides, el aprendizaje debería ser mucho más eficaz, paralelamente, a la menor necesidad en oxígeno de los tejidos.
Ante semejante prueba Marañón dicto sentencia definitiva: “Francisco Vega – podemos verosímilmente afirmarlo – fue pues, un cretino; por ello fue idiota y casi mudo; por ello erró sin sentido por tierra o quizá por mar, pero no nadando; por eso tuvo escamas; por eso, en fin, nadaba con pericia y resistencia extraordinarias y se sumergía mucho más tiempo que los muchachos sanos de su edad. Lo demás, hasta dejarle convertido en el prodigioso hombre-pez que popularizó Feijoo, lo hicieron los perjuicios y las supersticiones de la época”.
Al final, y a pesar de tan doctas y eruditas opiniones, siempre nos cabe el preguntarnos en lo más íntimo donde está realmente la razón, ya que, como muy bien sentenciaba Cervantes, unos siglos antes, por boca de su Don Quijote: «cosas veredes, amigo Sancho, que faran fablar las piedras…»
Bibliografía básica: Gregorio Marañón, Las ideas biológicas del padre Feijoo, Espasa-Calpe, Madrid, 1941.
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Notas:
[1] Primera versión; Antonio Gascón, La leyenda del hombre-pez, revista Karma-7, Barcelona, octubre de 1999.
[2] Cayo Plinio Secundo (Como, 23 – Estabia, 79) fue un escritor y militar romano del siglo I, conocido por el nombre de Plinio el Viejo para diferenciarlo de su sobrino e hijo adoptivo Plinio el Joven.
[3] Plinio, Historia Natural, IX, 5,10.
[4] Constantino Cabal Rubiera (Oviedo, 1877 – 1967).
[5] Ver biografía en: http://dbe.rah.es/biografias/9243/benito-jeronimo-feijoo-y-montenegro-puga
[6] Julio Caro Baroja, El “Pesce Cola” o el “Peje Nicolao”,Revista de dialectología y tradiciones populares, Cuaderno 39, 1984, p. 7-16.
[7] Las llamadas Memorias de Trévoux fueron una controvertida e influyente publicación periódica francesa fundada por los jesuitas en 1701, en Trévoux, en el principado francés de Dombes.
[8] Palabra proviene del francés “chaiche marine”.
[9] Localidad perteneciente al municipio de Polanco, al norte de la comunidad autónoma de Cantabria.
[10] Ver biografía en: http://dbe.rah.es/biografias/12917/gregorio-maranon-y-posadillo
[11] La ictiosis es una enfermedad cutánea de origen genético, que es relativamente común, y provoca que la piel se vuelva seca y escamosa, como la de un pez.