¿Los borbones a los tiburones?
El Juan Carlos ese como cifra de toda la clase política
Era un niño y mis profesores me decían que un tal Juan Carlos era fruto de la consanguinidad de los Borbones, costumbre de cruzarse entre familiares que producía de vez en cuando seres tarados, con inteligencias recortadas. Por aquellos días, ese tal Juan Carlos no era rey de nada; y por eso mis maestros hablaban de él con libertad. Me contaron que, en Italia, ingresó en un Centro para la recuperación de «subnormales». Aunque era muy joven, sentí repugnancia por esa expresión y me desagradó, aunque también comprendí lo que con ella mis «profes» me querían comunicar: que la inteligencia no era lo fuerte en Juan, y sí, acaso, el gusto por la vida y por los placeres de la vida. Me sugerían que era un tontorrón vividor.
Pareciera que ese linaje progresivamente degradado adquirió consciencia de su mal, e hizo esfuerzos por «refrescar» la sangre: y una infanta se casó con un deportista no-noble, goleador que acabó goleado por la Justicia; y el heredero de la herradura (me equivoqué: quise decir el heredero de la Corona, pero estaba pensando en el burro de mi vecino, que se llama Miguel de Cervantes, aunque lo llamamos «Miguelón») contrajo matrimonio con una periodista.
Un tanto crecido, ya en la Universidad, se me dijo, de una manera más fundada, que Juan Carlos fue elegido por Franco y su camarilla para modernizar el sistema de explotación clasista en España. Inadmisible la Dictadura, a nivel internacional, ya disfuncional en todos los aspectos, interesaba a las oligarquías y a las clases dirigentes un «tránsito a la Democracia»; y para ello podía convenir un monarca absolutamente manejable, sin criterio propio, sin opinión, sin inteligencia, una suerte de marioneta guiada por los poderes sociales y políticos que anhelaban seguir controlando el país bajo otro formato, nominalmente «democrático».
Me hice mayor y cada vez que escuché hablar al rey, como cuando vi aquel reportaje de la BBC sobre las monarquías en Europa, que se transmitió de madrugada en España; cada vez que me llegaron sus «mensajes de fin de año», que otros le redactaban y él leía casi medio mal, me asaltaba la certidumbre de que esa persona ni siquiera estaba al nivel de los alumnos aprobados con un suficiente bajo en nuestros tan deplorables «centros de enseñanza». Goya reflejó muy bien este déficit de los Borbones, en el cuadro que aquí reproduzco y que, para más inri, la familia real le agradeció y recompensó...
Ahora se ha ido un poco, pero ha dejado a su vástago. Ahora muchos lo critican y bastantes lo siguen defendiendo. Y yo los escucho. Oigo lo que dicen Pedro Sánchez, Pablo Iglesias, los líderes de la derecha y todos los demás; y alcanzo la misma conclusión: son como el rey y los tiburones deberían privarse de consumir carne tan insalubre.
A toda la clase política le ocurre lo mismo que a ese Juan Carlos: guiñoles de los poderes económicos, bastante acomodados en el orden capitalista, se comportan como mediocridades charlatanas con ganas de disfrutar de la vida mientras reproducen el sistema con cada una de sus respiraciones alquiladas, de sus palabras vacías o mentirosas.
La monarquía a la basura; pero, por favor, a una basura no recicable. La república a la basura también, y corriendo. Toda la clase política al basurero. Decía Bertrand Russell: «La clase criminal está incluida en la clase hombre». Y estoy de acuerdo... Pero la «clase política» va contra la humanidad posible y contra la vida pensable. No le alcanza ya la extraña dignidad divergente del criminal.