Necesidad de servidumbre y excepcionalidad

«La construcción de la vida social sobre la excepcionalidad permanente es una de las características claves del desarrollo de nuestras sociedades contemporáneas. El principio de la excepción como norma viene unido al establecimiento de una legalidad, unos hábitos sociales y unos sistemas de control formal e informal que someten al sujeto a un estrés vital. El miedo, ese veneno paralizante y electrocutante, trata de mermar y eliminar la capacidad de transformación y emancipación por los dispositivos diseñados en un determinado modelo de acumulación, por el estado del control, por la ideología desideologizante de la escolástica neoliberal y por una política tecnocrática despolitizadora. La producción de un sistema económico y, por extensión, de una vida fabricada por acontecimientos que nos someten a la doctrina del shock es la historia no oficial del libre mercado. Esa crisis permanente es necesaria para el desarrollo del actual capitalismo de rapiña». César Manzanos

La excepcionalidad es actualmente una medida permanente de gobernar a nivel mundial. La propagación del coronavirus es el argumento actual para normalizar la militarización de las calles. Pero otros muchos acontecimientos generan medidas excepcionales de gobierno que permiten reducir el espejismo del mundo de los derechos y los deberes democrático a su naturaleza más honesta. Una manera de gobernar a golpe de presencia militar y confinamiento civil. La democracia se quita su disfraz y se queda en estado de excepción. La cortina de humo que separa ésta de una dictadura, distintas maneras de administrar el estado, se diluye con la emergencia. Los detonantes para adoptar estas medidas pueden ser también catástrofes naturales o brotes de insurrección. Cualquier suceso que pueda desestabilizar la obediencia ciudadana es susceptible de provocar la supresión de los derechos y libertades.

Pero sin duda, el coronavirus marca una diferencia respecto a los estados de emergencia que se establecen en nuestra época a nivel mundial. La característica de ser un virus indiscriminado que puede permanecer en cualquier lugar y afectar a cualquier individuo reduce la problemática a un asunto sanitario, biológico y moral. De ésta manera, la única manera de combatirlo es mediante la obediencia a los expertos y la culpabilización de quienes no se atengan a las normas gubernamentales.

La investigadora Silvia Ribeiro nos recuerda que las condiciones actuales que propicia la industria agroalimentaria y el hacinamiento de seres vivos para consumo humano, así como la actual resistencia a los antibióticos, por su constante abuso, componen un escenario ideal para que situaciones de epidemia global como ésta ocurran. La publicación de «Ejércitos en las calles»[1] ya nos avisaba hace años de que un informe de la OTAN llevaba a cabo una declaración de intenciones para normalizar la presencia de militares en las calles de las ciudades europeas de cara a prevenir posibles situaciones de carácter insurrecional en el entorno urbano. Este informe lleva nuestra fecha actual en su título, 2020. Hoy en día más de la mitad de la población mundial vive en ciudades y las estimaciones apuntan a un aumento constante. En este libro nos recuerdan que miles de personas viven hacinadas en los cordones periféricos de las aglomeraciones urbanas del capitalismo global con una fuerte precariedad material.

Ante este escenario forzado que la mayoría no hemos elegido ¿Cómo creer que estas situaciones se pueden evitar? La seguridad y la salud se anteponen a la libertad y la autonomía. Cuando ignoramos las condiciones de vida impuestas el problema deja de ser político para pasar al terreno de lo moral, biológico y sanitario. Por lo que sólo unas irresponsables, unos delincuentes, unas insolidarias, unos terroristas… podrían negarse a asumir un estado de alarma de dichas condiciones. La caza de brujas entre iguales se propaga. Los medios de comunicación nos hacen responsables de las muertes de nuestros seres queridos con bajas defensas en su estado inmunológico. Por el contrario, las fuerzas de seguridad y los expertos se vuelven los héroes de la película. Los medios de comunicación son el mayor garante preventivo de obediencia y las personas nos alejamos físicamente en una especie de fervor cívico-patriótico sostenido por las nuevas tecnologías.

Roger Belbéoch[2] nos habla del paso de la servidumbre voluntaria a la necesidad de servidumbre. Nuestra actualidad de encierro podría ser un ejemplo de esta transición si damos por hecho que la situación actual en efecto es más peligrosa que la ocasionada por una gripe cualquiera, aunque sólo sea porque ésta vez es desconocida . El infierno sostenido con ansiolíticos, telefonía móvil, películas de Netflix y violencia tertuliana es incuestionable. “Tenemos que salir todos juntos de este lío” quiere decir que tenemos que tragar las condiciones impuestas como sociedad-nación para dar ejemplo al mundo. La excusa se concentra en nuestros mayores, pero muchas otras condiciones estructurales los relegan a morir de soledad, tristeza, abandono o precariedad económica y las fronteras no se cierran por ello. Por lo que la ilusión de que todas estamos en un mismo bando llamado “país”, llamado “España”, supone un calmante mental bastante importante para quienes no quieren ver que lo que importa es la seguridad del sistema económico mundial y no la población envejecida y/o enferma.

Por el contrario, las teorías conspiratorias son otro calmante importante para quienes no aceptamos porque sí las medidas oficiales. Son parte del entretenimiento del tiempo libre bajo arresto y no ayudan en nada a un mundo más libre, porque generan aislamiento, confusión y desconfianza. No hay necesidad de hacer negacionismos del virus. La realidad es compleja y no tenemos llaves, ni claves, ni información suficiente para saber realmente lo que está pasando. Podríamos imaginar, suponer, pensar en millones de motivos ocultos posibles, pero no somos capaces de asegurar ni uno sólo como es evidente. Con la necesidad de servidumbre, las mentiras que los grandes organismos llevan a cabo para controlar la población pierden relevancia y lo difícil es aceptar que una mayoría prefiere culpar al vecino que a las condiciones de vida que el capitalismo impone a todas las especies del planeta. Prefiere agarrarse a la seguridad de una nación que a la confianza de sus cercanos, y prefiere aceptar la normalización de la presencia militar y el estado de excepción como forma de vida. La balanza seguridad/libertad se desequilibra aún más.

Pero, ¿A qué nos referimos con necesidad de servidumbre? A que en efecto, se pueden dar situaciones, pudiendo ser ésta una de ellas, en las que salir a la calle o agruparse con el resto suponga un autentico riesgo. Se pueden dar situaciones originadas en este modelo hegemónico de hacinamiento urbano y producción desarrollista que sólo puedan tener remedio o ser paliadas con intervención especialista y contención gubernamental. Ahí reside la mayor de las catástrofes.
La impotencia social de no poder auto-organizar una escapatoria a este desierto insensible es lo realmente preocupante. El hecho de que este orden social globalizado sea el ideal para la propagación del virus y que la única respuesta para seguir viviendo bajo sus condiciones económico-políticas sea el estado de excepción. Un estado de excepción que conlleva agachar la cabeza y tragar mientras se espera un remedio técnico de manos de los expertos. La necesidad de servidumbre supone tener que asumir su normativa por supervivencia, o lo que es lo mismo, porque no quede más remedio. Vivimos en un planeta finito donde las condiciones materiales para la vida merman y los sucedáneos tecnológicos son los pies de gato en un precipicio sin cuerdas.

Desactivar el estado de excepción permanente [3]

Naturalmente, y aunque las condiciones descritas sean poco alentadoras, la omnipotencia del capitalismo global es un mito y su vulnerabilidad está también presente. No sabemos si las grietas nos llevarán a futuros mejores, pero la única certeza es que no profundizar en éstas es asumir la violencia sistémica de nuestros días.

La prensa cumple un papel muy importante estas semanas como aglutinador de la opinión pública y productor de consenso social. No quiere decir por ello que la realidad social sea completamente a imagen y semejanza del mensaje de colaboración ciudadana que se quiere mostrar. Condicionados obviamente por este aislamiento social generalizado, no podemos ignorar que muchas personas asumen las reglas de la excepción por el chantaje punitivo y no por el juicio moral de la conciencia ciudadanista. Cuidar a las personas mayores y/o enfermas no pasa por asumir como idiotas la ocupación militar, el confinamiento acrítico y la punición policial y social de la movilidad en la calle. Sin el trabajo de las farmacéuticas, los tertulianos, los psicólogos o los periodistas, las fuerzas de seguridad probablemente tendrían muchas más dificultades para garantizar el cumplimiento de la excepción.

Los gestos de solidaridad y apoyo mutuo también están muy presentes y parten de lo más básico estos días. Somos muy capaces de dar respuestas rápidas y oportunas desde la base y actuar con responsabilidad colectiva sin necesidad de recibir sermones tecno-estatales. Podríamos ser capaces de anticiparnos y responder a las situaciones adversas, pero quienes tienen el monopolio de la violencia acaparan también el de la cobertura material, la asistencia y los cuidados. Todo ejemplo de auto-organización entre personas es paralizado e interrumpido en este estado de alarma y la mediatización del concepto de solidaridad hoy es recuperado constantemente en forma de colaboracionismo estatal. Una especie de fervor cívico-patriótico que la ciudadanía ejerce salvando el cuello a unas instituciones que no son capaces de cubrir todas las necesidades, como es natural, o bien, que ponen sus prioridades en otros focos como el securitario por encima de los cuidados, como es normal. Esta solidaridad mediatizada y empaquetada en la abstracción de una identidad nacional y de una contradicción aislamiento/empatía, no podría darse sin el accionar constante de una propaganda mediática invasiva y constante. Pero también responde a una ausencia de confianza en nosotras mismas como seres capaces de sobrevivir sin la necesidad de un estado de excepción ni de un mundo militarizado. Responde a una identificación de la mayoría de la población más o menos incluída e integrada, con el sistema que vivimos. Al menos más que con los deseos de desertar del orden capitalista y su protección forzosa.

Ante la catástrofe, la gente se auto-organiza. Ante la emergencia, la coerción y el impedimento de formas de solidaridad espontáneas y libres, es decir, autónomas y no mediadas por ninguna institución, es coercionada e interrumpida. Lo hemos podido comprobar en distintos lugares de la geografía planetaria; Italia, Chile, Nueva Orleans ante distintas situaciones; terremotos, huracanes… No sabemos hasta qué punto puede llegar esta potencialidad colectiva porque en todo contexto, las fuerzas de seguridad hacen cumplir las normas de la excepcionalidad. Además, la situación se vuelve aún más complicada ante una pandemia global. La cultura del miedo y el aislamiento social cala hasta entre las personas que apostamos por políticas radicales para romper con los regímenes autoritarios que son las democracias bajo las que vivimos. El buen ciudadano que anhela restaurar su normalidad, que la economía no caiga en picado y que los aviones retomen el vuelo, puede encontrar mucho sentimiento de cohesión social y orgullo civilizatorio ante el comportamiento modélico de sus compatriotas mientras la gente más precaria le lleva su paquete de amazon hasta su puerta, pero quienes vivimos la catástrofe antes del estado de alarma, ni el virus, ni la sumisión uniforme a las medidas gubernamentales pueden generar el mismo ánimo de unión. Y lo único que podemos hacer en estos momentos en los que afloran las posibilidades de sufrir psiquicamente es comprobar que, aunque nos impidan organizarnos en las calles y seguir con nuestras vidas, seguimos juntas. Pero mientras que estas palabras se arrojan con facilidad, hay personas solas y encerradas con dificultades de satisfacer sus necesidades básicas o gente con miedo de quedarse sin dinero para el próximo mes. Son cuestiones inmediatas y puestas al rojo vivo en estos días sobre las que podemos dar respuesta sin necesidad de rendir cuentas a ningún estado, ni a ninguna casta profesional, ni a ningún entrenamiento/simulacro policial/militar.

Más allá de la cuarentena global actual, la excepcionalidad se vuelve cada vez más presente. No sólo en forma de decreto de estado de alarma, sino también, en los cambios estructurales en el mundo laboral, que nos obligan a acostumbrarnos a la precariedad, la inmediatez y la incertidumbre. En las nuevas estrategias punitivas que utilizan las políticas sociales como mecanismo importante del sistema penal. En las medidas de prevención de la radicalización islamista, la política migratoria y otras herramientas del racismo de estado en constante adaptación. En las nuevas medidas represivas hacia los movimientos sociales etc. Sin embargo y con alguna relación, también las revueltas sociales son incontables y visibilizan las contradicciones de un sistema demotirano con sus distintas peculiaridades. No hay garantías de caminos más emancipatorios ni necesariamente dignos en estos acontecimientos, pero sí posibilidades. Incluso si la pesadilla de una necesidad técnica y ambiental de servidumbre para la supervivencia está cerca, o ya existe, según en que aspectos de la vida hablemos, pervive hoy una necesidad afectiva y social de rebelión que es lo que nos mantiene en vida.

[1] «Ejércitos en las calles»

[2] Roger Belbéoch escribió «Chernoblues»

[3] «Desactivar el estado de excepción permanente»