¿Cómo se define lo que el terrorismo es?

Si partimos de un análisis crítico de las estructuras de poder, resulta evidente que los intereses del Estado y los de las personas que viven en su territorio no son siempre compartidos. Sin embargo, en lo relativo a la seguridad y el alcance de la punibilidad, cuando los dilemas se presentan como problemas de seguridad nacional, la ciudadanía y el aparato del Estado encuentran demasiado a menudo cierta complicidad. En estos casos, el Estado se presenta como ente protector ante una amenaza de la que la ciudadanía no se podría defender si no fuera por la existencia del aparato securitario. Entonces, resulta obvio, de sentido común, que el Estado tome las precauciones necesarias para prevenir lo que pueda acontecer.

Cuando se pronuncian las palabras terrorismo yihadista, toda capacidad de reflexión analítica se desvanece. En parte porque su imaginario lo constituyen las portadas de los periódicos de los atentados de la Sala Bataclán, las Ramblas de Barcelona de aquel 17 de agosto o las numerosas operaciones policiales publicitadas como antiyihadistas bajo titulares del tipo «Desactivada una célula que pretendía atacar…». La percepción de que una guerra que se concebía lejana haya aterrizado en el suelo que pisamos tiene un efecto de shock que consigue paralizar hasta a las mentes más inquietas. Si a la vivencia de un atentado le añadimos la maquinaria mediática, la noción de inseguridad aumenta y, así, se consigue generar el clima necesario para sentir alivio ante un evento tan atroz como el espectáculo televisivo en el que se mostró cómo la policía mataba extrajudicialmente, en plena calle, a unos chavales.

La producción de la percepción de inseguridad es una estrategia ampliamente conocida por quien se sirve de ella para fines interesados. No son pocos los gobiernos que, mano a mano con la prensa ali(ne)ada o simplemente acrítica, han tenido como objetivo generar un clima de miedo lo suficientemente creíble como para legitimar medidas excepcionales de control, vigilancia o castigo que, de otra manera, pudieran encontrar una fuerte resistencia social. Pocos son los medios que no se apuntan a este juego para aumentar su audiencia.

La forma en que se da cobertura a los denominados problemas sociales en la prensa mainstream es una manifestación del poder de los medios a la hora de decidir qué informaciones se ofrecen al público en detrimento de otras. Los medios tienen la capacidad de fijar prioridades en la definición de la agenda política. Ello no se puede disociar del propio interés del poder político sobre la representación mediática de los susodichos problemas, ya sea el de la crisis económica, el de la corrupción de la clase política, el de la inmigración o el del terrorismo global. Los medios de comunicación no son simples facilitadores de información objetiva, sino que construyen la realidad mediante la producción de noticias y, a pesar de la existencia de formas de comunicación disidente, «los medios siguen funcionando como polos de poder no estatal que intervienen en las decisiones de las políticas públicas como actores secundarios».

Pongamos unos pocos ejemplos de cómo se nombran y visibilizan unos problemas y otros. En tan sólo dos años, según datos oficiales, la violencia patriarcal se ha llevado por delante la vida de casi doscientas mujeres en el Estado español, un feminicidio cada cuatro días.

Si pusiéramos atención sobre el eje racial, constataríamos la sobrerrepresentación de las mujeres extranjeras en estas estadísticas, lo que demuestra que son las víctimas más vulnerables del sistema patriarcal. Entre las causas encontramos las dificultades que tienen para acceder al sistema de protección a las víctimas de violencia de género, debido a que este circuito está construido sin contemplar la vulnerabilidad creada por la Ley de Extranjería; los problemas de acceso a un mercado laboral que las desea explotadas en el sector del hogar y los cuidados o en la hostelería; o la construcción racializada de su identidad por parte de los servicios sociales, que las presupone sumisas. Al aportar ellas relatos expresados de diferente manera a lo esperado o al no optar por la denuncia como vía útil para subsanar su situación, el personal de estos servicios da por hecho que volverán con sus parejas maltratadoras. Éstas son sólo algunas muestras de las violencias del itinerario de protección que se ofrece a mujeres migrantes y racializadas en el Estado español. Sin embargo, esta situación no forma parte ni de la agenda feminista en auge, ni ha ocupado portadas como para convertirse en una preocupación de primer orden en la agenda política española.

Según la Plataforma de afectados por la hipoteca (PAH), los desahucios y las políticas bancarias son responsables de más de diez mil suicidios en los últimos quince años. España es el segundo país de la eurozona más afectado por la tasa de desempleo, de nuevo con una importante sobrerrepresentación de la población migrante. Mientras, la precariedad habitacional se acentúa por la especulación rampante. La población de los barrios populares es víctima de una política de vivienda que la pah ha denominado como terrorismo financiero.

La definición de esta práctica económica como terrorismo tampoco ha sido nombrada como tal en ningún medio de gran alcance.

Los datos de muertes a causa de la política migratoria fronteriza son aún más aterradores. En los últimos veinte años, en la zona del Estrecho, se han registrado seis mil quinientas muertes –oficialmente reconocidas– de personas migrantes que intentaban llegar a las costas españolas. Sin embargo, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), por cada persona contabilizada como fallecida, hay otras dos de las que no se ha sabido nunca nada. Si a esto le añadimos las muertes en el tránsito por el desierto –no se lleva la cuenta de ellas– y las que se producen en contextos represivos como los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE), las deportaciones forzosas, las persecuciones policiales, etc., estaríamos ante una estimación de cerca de treinta mil muertes. Si además tenemos en cuenta la media anual de diez mil personas deportadas a la fuerza en los últimos veinte años, los números de la violencia desplegada –en este caso desde el aparato del Estado– se disparan.

Nombrar un determinado tipo de violencia como terrorismo es un acto político; de la misma manera que también es un acto político no nombrar a otras de ese modo. La preocupación social y política sobre un determinado tipo de violencia –que amenaza unas vidas y no otras– demuestra que los gobiernos y el periodismo de masas confluyen en la idea de que la seguridad de la población europea, blanca, masculina y de clase media es sacrosanta, en detrimento de la protección a las poblaciones históricamente construidas a través de la categoría social de la raza. El sistema patriarcal, el capitalismo financiero o el racismo institucional, respaldados por la legislación del Estado, contienen una violencia estructural que amenaza muchísimas más vidas que el terrorismo global. No calificarlos como terrorismo es una decisión política, por lo que necesitamos preguntarnos qué hay detrás de esta decisión. Preguntarnos quién decide qué es terrorismo y quién el terrorista. Quien establece prioridades, distribuye los recursos y señala cuáles son los objetivos a perseguir.

El miedo –fabricado– a un nuevo atentado atraviesa a la totalidad de la población. A pocos parece preocuparles cuál es el grado real de la amenaza. Las facciones políticas de derechas la utilizan para alimentar su propuesta electoral. Entre los círculos socialdemócratas o de izquierda –ya sea radical o moderada– se aspira a una política que sea capaz de abordar el complejo equilibrio entre seguridad e islamofobia. Pero ante la proliferación de los discursos securitarios y del miedo social, a la hora de la verdad, la percepción de la peligrosidad por parte de la izquierda es también racializada y de clase. Al menos eso es lo que revela su incapacidad de plantear con valentía otras coordenadas para abordar estas cuestiones. Proclaman diferenciarse de la derecha, pero no lo acaban de conseguir una vez en las instituciones.

Mientras, en la calle, se entremezclan todos estos discursos, abunda el populismo en cualquiera de sus formas y, más allá de los medios de comunicación, escasea la información para poder generar pensamiento crítico en relación al tema. En toda esta trama, las personas y comunidades de tradición musulmana son percibidas única y exclusivamente como posibles perpetradores de actos violentos, jamás como víctimas. Así, se las somete a un juicio social constante donde han de demostrar que ellas no son terroristas.

* Traído del libro editado por Cambalache en 2019 «La radicalización del racismo. Islamofobia de Estado y prevención antiterrorista» escrito por Ainhoa Nadia Douhaibi y Salma Amazian.