Exterioricidio en Santander
[El sábado 18 de noviembre de 2017 tuvo lugar en la librería Traficantes de sueños de Madrid una jornada organizada por el Grupo surrealista de Madrid que llevaba el título de Pensar, experimentar la exterioridad. La jornada consistió en una serie de charlas impartidas por José Manuel Rojo, Jesús García Rodríguez, Vicente Gutiérrez Escudero, Noé Ortega y Eugenio Castro. El texto que sigue a continuación se corresponde con la titulada Exterioricidio en Santander de Vicente Gutiérrez Escudero. Forma parte, además, del libro editado en abril de 2018 titulado Pensar, experimentar la exterioridad (Ed. La Torre Magnética, col. Enciclopedia de lo maravilloso, Madrid, pp. 51-67) y que recoge todas esas charlas y las intervenciones posteriores del público]
Muchas gracias a los amigos y amigas surrealistas por organizar estas jornadas. Gracias también a Traficantes de sueños por cedernos el espacio. La invitación era para hablar de experiencias vinculadas con un concepto un tanto escurridizo y vaporoso como es el de exterioridad. Los amigos José Manuel y Jesús ya han dado varias definiciones en sus intervenciones anteriores. Yo, si tuviera que dar una definición, diría que la exterioridad tiene que ver con todo aquello que anula la dependencia de las reglamentaciones de la vida alienada.
Dicho esto haré algunas observaciones. La primera tiene que ver con una idea muy extendida: la imposibilidad de acoger en el pensamiento una cosa exterior. De algún modo, tendemos a creer que la exterioridad se resiste a ser pensada cuando, muy al contrario, ésta puede causar profundas impresiones y sensaciones en nuestro cuerpo y mente.
La segunda observación, que merecería una discusión más profunda, guarda relación con la tentación de querer colonizar y dominar el terreno de lo desconocido, algo que el capitalismo ha tratado de hacer por todos los medios a lo largo de la historia. En ese sentido diré que no soy partidario de realizar una aproximación a esos límites de un modo científico o académico, ni de adquirir –si esto fuese posible– un conocimiento exhaustivo del funcionamiento de esas estructuras externas, ni de familiarizarse con esas operaciones del extrañamiento pues es la exterioridad la que penetra en nosotros y no al revés. Además, el pensamiento lógico y racional anula toda predisposición infantil a entregarse al juego o a la espera. Frente a eso propongo una exposición incondicional a la exterioridad, aunque nunca llegue a darse una verdadera inmersión. En ese sentido la experiencia de la exterioridad puede corresponderse con la vivencia permanente de un despertar, pues ante ella uno siente que se ha puesto en manos de poderes extraños, desconocidos. Lo que no quiere decir que no podamos radicalizar la percepción ante semejantes fenómenos.
La siguiente de las observaciones trata de superar la confusión que a veces se establece entre exterioridad y exotismo. Si analizamos con detenimiento un concepto como el de exotismo veremos que hay enormes diferencias. Podría sernos de utilidad el libro Ensayo sobre el exotismo de Victor Segalen, en el que elabora toda una taxonomía del exotismo. Describe los diferentes tipos de resortes exóticos, clasificándolos en los debidos apartados: exotismo de la naturaleza, exotismo de las plantas y los animales, exotismo de las especies humanas, exotismo de las razas, exotismo sensorial, incluso exotismo de los mundos extraterrestres… Nos dice: «el exotismo, pues, no es el estado caleidoscópico del turista y del espectador mediocre, sino la reacción espabilada y curiosa que experimenta una individualidad fuerte al chocar con una objetividad cuya distancia percibe y saborea»1. Aunque es innegable que en toda exterioridad pueda darse una pulsión exótica, creo que son términos distintos. Lo exótico tiene más que ver con lo diverso. El interior de una fábrica de coches, por ejemplo, puede resultarme exótica, pero en ningún caso lo relacionaría con un sentimiento de exterioridad, pues no hay nada más vinculado a la maquinaria capitalista que eso.
La última observación, en la que más me voy a detener, es la siguiente: la exterioridad es una dimensión de la vida y de la subjetividad de las personas. La exterioridad forma parte de la cultura de una comunidad y es ante todo una construcción que ha sido experimentada de formas muy diversas. Los surrealistas, por ejemplo, han experimentado y experimentan la exterioridad de forma muy peculiar; insistieron siempre en la dimensión poética de la exterioridad pero también en su dimensión política. Me atrevería a decir que es imposible experimentar la exterioridad sin esa dimensión política. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que toda exterioridad se ve afectada, queramos o no, por relaciones de poder y dominación. A esto ya hizo referencia José Manuel Rojo en su ponencia, esta mañana, al definir la exterioridad en función del alejamiento respecto de un poder central. Por otra parte, esta dimensión política exige una actitud activa y movilizadora. Es cierto que hay exterioridad en lo inesperado, en lo fortuito, en el azar, pero este es un primer momento. Hay una exterioridad que no sólo ha de ser experimentada sino que además ha de ser construida. Tendemos a pensar que la exterioridad es algo dado, es algo que está ahí y que a veces nos encontramos de forma repentina y eso, en parte, es verdad pero creo que uno de los objetivos políticos prioritarios, de cara a reencantar la tan maltrecha vida cotidiana, es el de la construcción de exterioridad, es decir, el de hacerla objeto de reflexión y experimentación. Aunque quizás, en lugar de hablar de construcción de exterioridad, habría que hablar de construcción de experiencia de la exterioridad. Esto tiene que ver con una determinada disposición del espíritu, con un deseo de exterioridad, que incluye la búsqueda y exploración de entornos favorables. Una persona que explora su entorno sin las pautas dictadas por la economía, una comunidad que construye una convivencia nueva, no alienada, al margen de la mercancía, está construyendo exterioridad. Para poder experimentar, por tanto, la exterioridad debemos partir de la constatación de que ésta es algo que no sólo irrumpe sino que también se construye entre todos y todas.
Ahora bien, aquí surge otro gran problema: de la misma forma que la exterioridad puede ser construida, individual y colectivamente, también puede ser destruida. Aunque soy consciente de que en el tránsito al colapso industrial, las élites –ante la inevitable crisis energética y los límites biofísicos del planeta– se verán obligados a construir exterioridad, creando cada vez más excluidos del mercado, lo cierto es que en la actualidad se está produciendo el proceso contario: la exterioridad está siendo destruida, pero no sólo por ayuntamientos, constructoras y promotoras inmobiliarias sino también por la pesadilla industrial, la cultura del consumo y el arte mercantilizado. Y de ahí el término «exterioricidio» del título de nuestras charlas. Tal exterioricidio tiene un fin claro: hacernos dependientes de las normas de la vida alienada. Para los responsables políticos de tales desmanes cualquier rincón del planeta ha de ser rentabilizado y fuente de ganancia económica. Al mantenernos alejados de esos confines –confines ante los cuales uno se desvincula de las funestas imposiciones de la historia y puede además imaginar otro mundo y otra vida– nos encontramos de lleno en una posición de clara subordinación, en una vida artificializada y teledirigida. Claro que muchas veces el exterioricidio va más allá de la mera destrucción medioambiental y la mercantilización de la vida pues este también se lleva vidas por delante, como fue el caso de Amparo Pérez, una vecina santanderina de 86 años que vivía en la Vaguada de las Llamas, a la que el Ayuntamiento de Santander acosó durante meses para expropiar su pequeña casa. El motivo fue la construcción de un vial innecesario que cruza diagonalmente el lugar. Esta vecina, cuyo estado de salud ya era frágil, fue hospitalizada por problemas respiratorios al día siguiente de reunirse con el que por aquel entonces era el alcalde de Santander. El traslado a la UCI coincidió con el día en que estaba prevista la formalización de su expropiación y estando hospitalizada, en estado grave, se produjo el derribo definitivo de su casa. Falleció días después por una complicación de su estado de salud.
Este es un punto de arranque para entender de qué modo y con qué límites, nos podemos aproximar a la exterioridad, a todo lo que tiene de azaroso, inesperado y liberador. Sobre todo en un momento en el que aquí, en Occidente, los programas de misterio o nociones como el «más allá» tienen especial protagonismo en los medios de comunicación. Tengamos en cuenta que el «más allá» no es más que un dispositivo que camufla esa dimensión política de la exterioridad; es, en el fondo, una tierra de nadie en la que nada puede ser ni experimentado ni percibido. Tal trampa mediática tiene más que ver con un giro hacia el obscurantismo –que nos enfanga en lo inaccesible– o con una reclusión en el infame sepulcro de la intimidad. De algún modo, el «más allá» o lo «desconocido», es la contraparte de la exterioridad.
Dicho esto, voy a hablaros de un lugar en el que yo he vivido la exterioridad desde niño, una exterioridad que poco a poco ha ido siendo sitiada y desmantelada. Se trata precisamente de la Vaguada de Las Llamas de Santander. En la mayoría de mapas de Santander no aparece el municipio al completo, lo que nos da una idea errónea de su ubicación pues parece que se encuentra al norte, en las afueras de la ciudad pero si echamos mano de un mapa de todo el municipio comprobaremos que La Vaguada está en el eje central de la ciudad, en la zona ovalada no edificada que se aprecia en la parte superior de la imagen.
Al sur estarían la Avenida de los Castros con las universidades y al norte diferentes barrios como los de Monte y Cueto, zonas en las que, por cierto, se ha construido masivamente en las últimas décadas pero que a pesar de eso aún conservan cierta vida vecinal y conciencia de lucha. Supongo que aquí en Madrid, lo más similar a la Vaguada sean los célebres descampados de la periferia. Más al norte, estaría toda la franja litoral del norte (también amenazada por el ayuntamiento) y una amplia zona de prados en donde aún no se ha edificado. Lo paradójico aquí es que el lugar de Santander donde más he experimentado la exterioridad no está en las afueras sino en su espacio central, lo que me recuerda al texto que Angel Zapata publicó en el libro Crisis de la exterioridad, en el cual vinculaba un solar vacío en medio de una calle céntrica de Madrid con la exterioridad2..
Añadiré que en Santander con el PGOU (Plan General de Ordenación Urbana) del 2012 el Ayuntamiento preveía construir masivamente en las zonas situadas al norte y oeste de La Vaguada. Para ello unas tres mil y pico viviendas serían demolidas, sin derecho a realojo para la gran mayoría, y aunque el 85 por ciento de vecinos y vecinas llegaron a realizar algún tipo de pacto se estimaba que un 15 por ciento de viviendas serían expropiadas. También se construiría un campo de golf. Hablo en pasado porque por fortuna este PGOU ha sido recientemente anulado por el Tribunal Supremo pero tras esta anulación entró automáticamente en vigor el plan anterior, el de 1997, que es muy similar. De hecho el plan de 2012 ratificaba el de 1997, que va en sintonía con la célebre y funesta Ley del Suelo de 1998 de Aznar según la cual todo suelo es edificable. Este es el futuro que nos espera a los santanderinos y santanderinas. Como bien sabemos, la ciudad capitalista crece indefinidamente negando y absorbiendo sus afueras. Es por eso que considero al Ayuntamiento de Santander una institución exterioricida.
Antiguamente este territorio era un estuario natural, una de las rías más grandes del municipio. Uno podía recorrerla desde la playa del Sardinero hasta Monte en barca. Pero a comienzos del siglo XX se soterró el desagüe natural de la ría, aislándose de la mar. En relación a esto he de decir que Eugenio Castro, en la charla que dará después, nos hablará entre otras cosas de un acontecimiento del que yo también fui testigo: la acción de un fuerte temporal que, coincidiendo con la mayor pleamar del año, azotó las costas de Santander. Yo mismo pude presenciar junto con él y Noé Ortega como el furioso oleaje se adentraba en el paseo marítimo, habiendo destrozado parte de la balaustrada y algunos ventanales de los restaurantes próximos. Interpreté en ese hecho un deseo de la mar por recuperar un territorio del que había sido separada décadas atrás: la propia Vaguada de las Llamas. Pero volvamos a la evolución de esta vaguada. Al cortarse su acceso a la mar ésta se convirtió en un humedal con muchas zonas inundables, repleta de carrizales y sendas laberínticas ideales para perderse. Este es el aspecto que mantuvo hasta hace unos pocos lustros la zona.
Mis primeras experiencias con la exterioridad se sitúan ahí y se produjeron siendo yo un niño. Por aquel entonces aún no se habían construido la mayoría de las facultades universitarias. Mi familia y yo vivíamos muy cerca y era habitual que acudiéramos allí a pasear o echar la cometa. En ocasiones solíamos bajar a los prados próximos junto con otros vecinos para pasar las tardes merendando y charlando. Era sobre todo una zona de convivencia vecinal. Evidentemente yo todavía no había leído nada sobre exterioridad ni sobre surrealismo; no sabía lo que era una deriva, azar objetivo o inconsciente colectivo pero para mí desplazarme a esa zona implicaba rebasar un límite físico y simbólico. Suponía salir por completo de la ciudad (estando paradójicamente en ella) y adentrarme de lleno en la naturaleza. De hecho, uno de los elementos que más llamó mi atención fue la gran diversidad de animales y arbustos; allí podías toparte con libélulas, murciélagos, sapos, tritones o lechuzas. También luciérnagas. Contaré una anécdota relacionada con las luciérnagas. Todos los veranos las ferias de Santiago se situaban en el extremo oriental de la Vaguada. Mi familia, junto con otros vecinos, la debíamos atravesar de noche, de punta a punta, para acceder al parque de atracciones. Aquel era un trayecto fascinante. Curiosamente tengo recuerdos más intensos de esos desplazamientos que de las atracciones de las propias ferias. En uno de esos tránsitos nocturnos en el que regresábamos a casa, fue la primera vez que vi luciérnagas. En una ocasión, entre unos arbustos, llegué a ver cientos de ellas, una escena maravillosa que por cierto no he vuelto a ver en ningún otro lugar del mundo. Puedo decir que esas fueron mis primeras experiencias románticas con la naturaleza. Y no sólo eso: en cada nueva visita se producía una revuelta del inconsciente, una suerte de despertar en el que todo se poetizaba y erotizaba.
Con los años, hacia el 2003, una parte de la Vaguada comenzó a utilizarse como escombrera para las obras de la construcción del Palacio de Deportes cercano y mucha gente abandonaba allí furtivamente objetos. Podías encontrar cualquier cosa: muebles viejos, relojes de pared, retretes, extrañas maquinarias, tocadores... Fue la primera vez, por ejemplo, que encontré un maniquí completo. He de decir que, aunque yo ya no era un niño, las experiencias que tuve eran igual de intensas que aquellas. Este era el aspecto.
Se ven los restos de la vieja Facultad de Economía, que por aquel entonces se hallaba en proceso de derribo. Parecía un escenario de guerra. Poco a poco el lugar se fue transformando de forma notable. La Vaguada, con excepción de la escombrera (que ocupaba apenas un 3 por ciento del lugar) seguía sin tener un uso concreto. Sin embargo, aunque dejaba de ser exterioridad –o al menos yo ya no la percibía como antes–, aún conservaba gran del carácter turbador y abismal propio de la exterioridad. Describiré algunos de los hallazgos más interesantes. Como ya dije, era un lugar en el que poder encontrar todo tipo de objetos. El primero al que me voy a referir es este: la puerta-pasarela.
No tardaron en aparecer varias pistas de tierra para las excavadoras de las obras cercanas. En medio de una de estas pistas encontré lo que veis en la foto: una puerta que invitaba a salirse del camino marcado. No sólo se trataba de una pasarela por la que iniciar una nueva ruta, también era una puerta que pedía ser abierta para adentrarse en el centro de la Tierra. Se trataba por tanto de una doble bifurcación. Es curioso cómo la imaginación, aún en un contexto como éste, lucha por sobrevivir, por seguir latiendo. Otros hallazgos similares de los que quiero hablaros fueron un puente hecho con neumáticos, arrojados allí para sortear un pequeño charco, y unos enormes tubos de hormigón armado desperdigados aquí y allá, esparcidos entre las montañas de tierra removida y los desiguales charcos esporádicos.
En un primer momento estos objetos me situaron en una suerte de suspensión extraña del espíritu, en un sosegado estado de quietud, pero poco después tuve la sensación de que me estaban instando a que interaccionara con ellos. Tuve también la sensación de que todos ellos eran poseedores de un inconsciente propio, ajeno al mío. Fue como regresar a la inocencia. Me sentí de nuevo un niño que estuviera descubriendo el mundo por primera vez. Así que comencé a atravesarlos, como si me adentrara de ese modo en las venas del cadáver de un gigantesco monstruo, gozando de su disposición azarosa. No tardé en dar con un hallazgo maravilloso: ante mi sorpresa descubrí que algunos de estos tubos tenían escritas la palabra NO en amarillo fosforescente. Aquellas pintadas causaron en mí un aturdimiento maravilloso y una profunda inquietud. Mis propósitos se materializaron entonces en recorrer las tuberías restantes en busca de más pintadas de ese tipo. Descubrí que más de una decena de estos cilindros poseían un NO de similares características al primero, algunos escritos en la pared interior y otros en la exterior. Aquellos noes, sin ningún tipo de aclaración en cuanto a pretensiones o autoría, despertaron mi curiosidad. De algún modo, supuse que tales negaciones iban dirigidas contra la destrucción que el ayuntamiento estaba acometiendo en aquel entorno. No tardé en salir de dudas cuando en una de estas piezas cilíndricas pude leer NO VALE. Entonces deduje que se trataban de piezas defectuosas que habían sido arrinconadas en los lugares menos molestos, esperando a ser retiradas cuando procediese. En el fondo, aquello tubos eran los órganos defectuosos y rechazados de un gran monstruo, las excrecencias dejadas allí por la máquina desarrollista, lo que despertó en mí extraños sentimientos de compasión. Estos tubos son otro ejemplo más de cómo aun en un entorno en proceso de destrucción exterioricida pueden irrumpir experiencias poéticas enriquecedoras e inesperadas. Sobra decir que en el centro de la ciudad, si exceptuamos las inmediaciones de los contenedores de basura, es prácticamente imposible encontrarse con este tipo de instalaciones efímeras.
Otro tipo de experiencia de exterioridad de gran interés es la relacionada con los sueños. Durante toda mi vida, desde bien pequeño, he soñado recurrentemente con la Vaguada de las Llamas. Uno de los más recientes lo tuve este mismo año. En este sueño me vi junto a los cobertizos que se ven en la fotografía (del año 2005).
Como veis, se trata de un invernadero en ruinas, en este caso inundado. El lugar ya es onírico de por sí. En este sueño me encontraba descendiendo hasta la zona más baja de la Vaguada para acudir a mi otra casa. He de dar una explicación al respecto. Un sueño que se me repite bastante, desde siempre, es el de acudir a una segunda casa, que a veces es un piso, otras una gran casa y otras veces un edificio en obras. En este caso concreto, soñé que mi otra casa era una de estas casuchas que se ven en la fotografía. El territorio de los sueños es sin duda el emplazamiento en el que uno puede vivenciar la exterioridad con más intensidad.
Voy acabando. En 2006 se produjo uno de los hechos más trágicos en toda la historia de la ciudad: el inicio de la construcción, en ese territorio, del aberrante Parque Atlántico. Resumiré cierta información. Su coste será (sólo se ha construido un tercio del mismo, debido en parte al colapso de la burbuja inmobiliaria en 2007) de 30 millones de euros, dinero aportado tanto por el Ayuntamiento de Santander como por el Gobierno de Cantabria, aunque su precio se incrementó sospechosamente un 39 por ciento del inicial. Es un parque «equipado». ¿Qué quiere decir eso? Pues que cuenta con centros comerciales próximos, tiendas, graderío para eventos, aparcamiento, ludoteca, sala de conciertos (espacio público cedido a una empresa privada) y cámaras de video-vigilancia. Mostraré una foto:
Como se aprecia, predominan las pasarelas que dirigen el paseo y las zonas embaldosadas que eclipsan las escasas zonas verdes. Hay además un ridículo lago artificial con algunos animales no autóctonos que afectan negativamente a los ecosistemas de la zona, como es el caso de los patos domésticos; jardineras escalonadas, que los niños –incluso algunos adultos– utilizan como escaleras para acceder a los niveles superiores -ya que si no hay que recorrer unas rampas larguísimas- y zonas de juego que impiden a los niños y niñas experimentar libremente con la naturaleza. Por si esto fuera poco el propio parque está concebido como un parque temático pues según sus creadores éste reproduce la morfología del Océano Atlántico; al parecer el océano se asocia con el lago artificial de la zona central y la densidad de la vegetación de los alrededores varía en función de su proximidad respecto del agua. Además incluye un arboreto en base a especies de plantas de la costa Atlántica, colocadas en función de la latitud representada.
Es, en definitiva, el ejemplo más perverso y dañino de exterioricidio. Todo lo que hubo allí alguna vez de exterioridad o semi-exterioridad ha sido destruido, sepultado bajo la argamasa y la vida mercantilizada. Yo, personalmente, veo imposible realizar prácticas de exterioridad en un entorno como éste más que mediante la vivencia de los sueños que siguen manifestándoseme. Aún así no he cesado de explorar otras zonas de la ciudad en las que surgen resquicios, resplandores y emanaciones de la exterioridad, límites ante los que maravillarse y vivir la extrañeza. Me gustaría invitaros a todos y todas a realizar este tipo de prácticas. Se trata de federar exterioridades, individuales y colectivas, y crear así comunidades que den la espalda a la vida impuesta por el capitalismo industrial. Debemos unirnos para crear entre todos y todas otra vida, más acorde con nuestros verdaderos deseos. Soy optimista al respecto. Tengo la esperanza de que en unas décadas, la desindustrialización forzada –y el correspondiente desmantelamiento de la producción capitalista– a la que nos conduce la actual crisis energética y de recursos minerales favorecerá el advenimiento de una vida ni comercializada, ni artificializada, rebosante de enriquecedoras prácticas de realidad. El momento del cambio se acerca.
1 Victor Segalen, Ensayo sobre el exostismo, Ed. La línea del horizonte, Madrid, 2017, p. 31.
2 En Crisis de la exterioridad, Ed. Enclave de Libros, Madrid, 2012, pp. 103-109.
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