Calais, la rutina de la frontera

Calais, la rutina de la frontera

En octubre de 2016 se desalojó el campamento de refugiados de Calais bajo las cámaras del mundo entero. Sin embargo, numerosos exiliados siguen llegando cada día con el fin de alcanzar el Reino Unido, a pesar de unas condiciones de vida difíciles y los desalojos casi a diario de sus refugios improvisados por parte de la policía. Crónica de una terrible rutina en la región de Calais.

Lunes 19 de febrero, centro de la ciudad, Calais Norte bajo la lluvia

No se ve nada más allá de treinta metros. Una densa lluvia de gotas gordas cae sin cesar en las carreteras asfaltadas y en las tierras aledañas a la ciudad, transformando el asfalto y la ropa en esponjas enormes imposibles de escurrir. Emergen burbujas de los charcos, el suelo respira con dificultad. A primera hora de la tarde, desafiando el agua, el cartero distribuye laboriosamente el correo entre la calle Pont Lottin y la calle Communes; como de costumbre, un viento helado sacude los radios cromados de su bicicleta. Algo parece haber cambiado en el centro de Calais. Quizás haya menos policías, o menos tíos caminando en los bordes de las carreteras. No es hasta bastante más tarde cuando, en un bar plagado de estudiantes, un tipo del sur que llegó aquí para hacer un curso, pone palabras a este cambio: “Cuando me propusieron hacer un curso en Calais, hace unos meses, dudé. Oíamos hablar por todos lados de la Jungla de Calais. La Jungla, con un nombre así ¡como para no tener miedo! Pero desde que llegué, hace dos meses, no he visto a ninguno”.

No he visto a ninguno”. Sin necesidad de preguntarle, su expresión es clara y transparente y no es difícil adivinar de qué está hablando. En efecto, parece que han desaparecido los refugiados que en el pasado llegaban a la estación y atravesaban la ciudad para ir a la zona de las dunas. Desde el desmantelamiento del campamento el año pasado, que albergaba a más de diez mil exiliados y exiliadas llegados desde las cuatro esquinas del mundo, muchos piensan que Calais ya no es una ciudad de paso, de esperanzas y desesperanzas, que todo eso forma parte de un pasado bien gestionado por el Estado y que es una página de la historia local definitivamente pasada. Una restauradora del centro, en la puerta de su cafetería, maldice los periódicos que “han machacado la ciudad”. “Si los tomásemos en serio podríamos pensar que estábamos en Bagdad, cuando no tenía nada que ver” dice sorprendida, señalando con el dedo una imagen empleada durante años por la prensa sensacionalista británica. Aunque efectivamente, el campamento ha sido “evacuado” –un día habrá que reflexionar sobre el terrible alcance de esta palabra que da como a entender que se hizo para proteger a las personas que estaban allí y no para proteger a los poderes que se suceden desde hace décadas sin cambiar nada– las almas errantes, ellas, subsisten, con su serie de embrollos, pasajes y tragedias.

Martes 20 de febrero, Calle Garennes, en el borde de la circunvalación que conduce a los camiones hacia el Reino Unido

Dos furgones del cuerpo de policía CRS están aparcados aquí, en la Calle Mouettes, con los motores encendidos para la calefacción y las luces apagadas, mientras que la lluvia cae desde hace largas horas. El viento marino sopla fuerte, barriendo la lluvia sobre los parabrisas de los dos furgones blancos y trayendo el olor de Tioxide, la fábrica de dióxido de titanio situada en el borde de la carretera. De una calleja cercana al antiguo campamento surge un chico, un chico joven, desorientado, con gorra y zapatillas blancas completamente mojadas. La puerta de uno de los furgones se abre, gritos, el adolescente vuelve a aparecer en el otro lado. Desorientado es el término. Avanza, mira alrededor de sí, se dirige hacia la carretera de Gravelines, mira a la izquierda y a la derecha. Se acerca, las lágrimas caen por sus mejillas. Llora. En un inglés entrecortado por sollozos de desconcierto, Habib, originario de Ciudad del Cabo, Sudáfrica, quince años de los cuales más de uno en el camino, muestra un poco su historia y a sí mismo. Ha llegado hoy, a las 2 de la tarde, de París, donde ha pasado el invierno, fuera, mientras caían los copos de nieve sobre los campamentos de Jaurès y de La Chapelle. Su padre y su madre murieron, hace poco, y al no ver cómo podía seguir viviendo, se propuso ir con su tío que vive en Londres.

Experimentó el infierno del trabajo forzado en Libia, el peligro de la travesía del Mediterráneo en barco y el miedo del cruce de la frontera entre Italia y Francia. Convencido de que el paso a Inglaterra se hace a pie, ha caminado durante horas junto a las vallas, las barreras y las concertinas que separan la circunvalación de los embarcaderos de los ferris. Por primera vez, desde hace una semana, los albergues de emergencia abrirán de nuevo esta noche por el frío. Dos voluntarios –un veinteañero alemán y un escocés que da golpes en el suelo con el pie a la vez que silba un reel de Glasgow– llegan en furgoneta. Ambos pertenecen a L´Auberge des migrants y se encargan esta noche de la acogida de las personas vulnerables. De cinco a siete de la tarde, se encargarán con otros de guiar a los menores hacia la asociación La Vie Active, que se encargará por su parte del alojamiento. Afortunadamente, de aquí es de donde saldrán en una hora los autobuses que llevarán a los menores y a las mujeres a un lugar caliente, durante unos días todavía hasta que, de nuevo, sean echados a la calle y abandonados a su propia suerte.

Miercóles 21 de febrero, Calle Verrotières, campamento improvisado

Johnny, Danny, Sunny y Jared echan a andar hacia la ciudad. Hoy es el primer día de buen tiempo desde el fin de semana pasado, a pesar del frío glacial que se cuela, pernicioso, entre los más pequeños intersticios de los abrigos y los zapatos. Las pocas pertenencias que no les han sido confiscadas por los CRS en los últimos días pueden secarse esta mañana cerca del fuego o colgadas de los árboles, al sol. Los tres primeros son eritreos y Jared es etíope. Los cuatro hablan en tigriña, Jared hace malabarismos con el inglés. En Adís Abeba, de donde viene, era chofer de taxi. “Hace tres semanas hubo una gran pelea durante el reparto de comida. Se produjeron disparos. Uno de nuestros amigos, Samy, sigue todavía en el hospital” cuenta mientras camina cerca de los pabellones blancos, cuyas vallas de algunos de ellos han sido rehechas hace poco. El cemento fresco en el suelo, más gris, es una prueba de ello, así como los carteles “VIGILANCIA-SEGURIDAD-GUARDIAS - 24/24 -7/7” clavados en las puertas. Algunas miradas desconfiadas siguen sus pasos. Los cuatro tíos van a hacer algunas compras en un supermercado situado un poco más allá. Al llegar allí siguen atrayendo las miradas, ellos ya ni se fijan.

Por la noche, una voluntaria cuenta algo más del tiroteo del otro día, un ajuste de cuentas entre pasadores de fronteras. El que sigue en el hospital es un joven que ella ayudaba desde hacía tiempo. La bala le alcanzó el cuello, no podrá moverse más. Solo su cabeza y boca siguen respondiendo, cundo las piernas eran su única esperanza de subirse a un camión y alcanzar el Reino Unido. “La primera semana, no paraba de llover. Cuando fui a verle, no pude entrar en la habitación. Estaba paralizada” recuerda con dificultad. Y con una pequeña risa desesperanzada dice “al menos, hemos conseguido que pongan una cama a su lado para uno de sus amigos, una persona más con un lugar en el que resguardarse”. Para esta parisina de veintidós años, que vino para dedicar su tiempo a Calais, estos últimos ocho meses pasados noche y día en el terreno han sido muy duros. “He llegado a llevar a chavales al hospital, heridos por cuchillo, porque las ambulancias no puede venir a buscarlos antes de que la policía asegure el lugar” explica. “Cuando llegué, sí, teníamos la esperanza de que volviese a surgir un nuevo campamento, medio organizado”. Una esperanza perdida a medida que pasan los días marcados por las expulsiones matutinas.

Jueves 22 de febrero, Calle Ader, hangar de l’Auberge des Migrants

La “Warehouse”, como la llaman los voluntarios, es un lugar sorprendente localizado a las afueras de la ciudad. Numerosas asociaciones han puesto en común sus fuerzas para actuar en Calais y en la región. En este inmenso hangar, decenas de voluntarios provenientes de toda Europa e incluso de más lejos preparan el reparto de unas 2500 comidas al día y de ropa para los exiliados y las exiliadas. Carine, una voluntaria, se ha mudado a Calais a principios de año. Hoy viene a ayudar en la organización de los repartos. En la entrada, en una gran pizarra negra están apuntadas las asociaciones presentes y sus contactos. L´Auberge des migrants en primer lugar, a quien pertenece el edificio, Refugee Youth Service, Utopia 56, Refugee Community Kitchen, School Bus Project… Entre estas, muchas organizaciones británicas, como la cocina, situada a la izquierda del hangar y de la cual sale un olor a cebolla cociéndose. Hace poco, el Estado francés exigió que cumplieran las normas de higiene. Unas reformas que han costado varios cientos de miles de euros, provenientes de los bolsillos de las asociaciones. Detrás de las grandes cazuelas humeantes, unos veinte cocineros se ponen manos a la obra para el reparto del día. En unos minutos partirán furgonetas hacia la calle de Verrotières, el hospital o la plaza de Norvège con decenas de platos calientes cargados en el maletero.

Detrás del hangar principal está Luis, un escocés sudoroso y que tiene un hacha en la mano. Aquí, varios hombres y mujeres trocean madera. Se les entregará más tarde a los refugiados para que se puedan calentar alrededor de hogueras de madera seca. Según los voluntarios, incluso la madera ha sido confiscada hace unos días por la policía, durante un desalojo matutino, como pasa cada vez que se donan tiendas de campaña. Un voluntario, con el que nos cruzamos el martes cuando se estaba dando cobijo, ha vuelto a ver a Habib este mediodía en el lugar de reparto. Después de dos noches en la ciudad a las puertas del Reino Unido, el adolescente ha explotado. “Ha empezado a gritar que no había nada que hacer aquí, que quería volver a París, que todo el mundo debería irse” precisa Emil. Está en la cocina, fregando unos termos grandes que dentro de poco servirán para servir té a los exiliados y las exiliadas mientras que fuera, las temperaturas bajan por debajo del cero. En la Warehouse, toda ayuda es bienvenida. “A veces tenemos gente que viene durante algunos días, otros durante semanas, y algunos que se quedan incluso varios meses” explica Mathilde, de l’Auberge des migrants. Alemán, inglés, español, en diez minutos se escuchan tres idiomas distintos en el hangar. “¡Hace poco incluso llegó un brasileño! Está dando la vuelta al mundo y vino a aportar ayuda” cuenta alegremente Carine mientras penetra en el hangar.

Por la noche, estando en compañía de los voluntarios, una de entre ellos pone voz a esta ausencia de temporalidad que hace de Calais un infierno para los exiliados y las exiliadas. Llegada de un barrio periférico de París hace más de un año, volverá mañana a París “de una vez por todas”. Ella también, a lo largo de los meses, ha perdido un poco la esperanza que la animaba a su llegada. “A veces pasan dos o tres días en Calais, pero tú tienes la impresión de que ha pasado una semana. La noción del tiempo desaparece completamente en este tipo de situaciones de emergencia, en las que la gente no sabe si podrá tener alojamiento al día siguiente o sí podrá comer”. En la planta baja de este pequeño edificio del centro de la ciudad, ella y su compañera de piso han acogido durante meses a una decena de chicos, mayoritariamente eritreos y oromos, una minoría de Etiopía. A pesar de las dificultades, cuenta historias más alegres: “Un día, un tío que salía del Centro de Retención Administrativa, había perdido su anillo que apreciaba enormemente. No teníamos ninguna esperanza de encontrarlo. Pero nos pusimos a llamar durante horas a todos los conocidos del CRA, y acabamos encontrándolo”.

Viernes 23 de febrero, estación de Calais-Ville

A primera hora de la tarde, cerca de la estación de trenes, donde cada día llegan nuevos refugiados desde París, estaciona una pequeña furgoneta de empresa. De ella baja Laurent, unos cuarenta años, del norte, que ha crecido en las cercanías. Desde hace años, ayuda como puede a los exiliados, discretamente. Bueno, discretamente, hasta que el año pasado fue juzgado sin llegar a ser condenado. Fue denunciado por haber llevado a refugiados iraníes a Inglaterra en un barquito. No por ello deja de ayudar en lo que puede. Su compromiso es cada vez más fuerte. Empezó cuando unos albano-kosovares intentaban cruzar el Canal de la Mancha a mediados de los años 1990. Al llegar a la calle Verrotières, se acerca a un fuego rodeado por una decena de personas que se calientan en torno a él. El ambiente huele al café que está hirviendo sobre las brasas incandescentes. Del borde del bosque surgen varias siluetas que salen de unas tiendas de campaña que se mantienen milagrosamente de pie a pesar del viento. Laurent, que a veces actúa solo y otras apoyando a las asociaciones, no pertenece a ninguna organización en concreto. “Cuando tengo tiempo vengo aquí, para recibir noticias, darles cosas que pueda conseguir” dice, la nariz oculta detrás de un pañuelo palestino. La rutina, desde hace años, para este padre de dos hijos que durante su juventud estuvo entre los militares que reconstruyeron las carreteras de la antigua Yugoslavia.

De los que están en torno al fuego algunos ya no tienen ni zapatos por culpa de las lluvias torrenciales de los últimos días. Los pies congelados, cerca del fuego, Misai pide un par de zapatos de la talla 42, otro par de la 45 y un último de la 40. Detrás del vertedero, donde se han instalado algunas personas con sus tiendas para intentar evitar ser desalojadas, hay necesidad de tiendas de campaña y, si fuese posible, de sacos de dormir. James, camerunés de unos veinte años, pide a Laurent una tarjeta para su teléfono. Dicho y hecho, Laurent sube a su furgoneta, enciende un cigarrillo y arranca en dirección a la Warehouse, situada  a unos pocos kilómetros. Allí, aconsejado por dos voluntarios, consigue una tienda, un edredón, una almohada, tres pares de botas calientes y una tarjeta telefónica y regresa a la calle Verrotières. Como siempre, hay dos furgones de CRS aparcados, echando un ojo sobre lo que sucede en el campamento. “Allí todavía se ven algunas tiendas de campaña que repartimos la semana pasada con una asociación. Ya apenas quedan, los tíos han sido desalojados desde entonces. Revientan los arcos de las tiendas y las telas, para que no puedan volver a usarlas” dice desesperadamente mientras sube por el talud. Bajo una línea de alta tensión están colocadas dos tiendas de campaña. Cerca de ellas hay un saco de dormir secándose colgado de las ramas de un árbol. La escena es un tanto surrealista. Volverá mañana para ver si “todo va bien”. Es uno de los últimos tipos de la zona que viene cada día, aportando su tiempo y energía en la calle Verrotières. Cae la noche, cerca de aquí, donde se localizaba el antiguo campamento de las Dunas. No queda ya ni una sola tienda, ni un solo alma. Solo las huellas de las enormes ruedas de camiones, que anuncian una próxima construcción.

Fuente: https://lundi.am/