Relinchos de exterioridad

Relinchos de exterioridad.

Sobre determinados aprendizajes salvajes y prácticas de realidad desarrolladas en el
CSO La Lechuza de Santander (1).

¿Qué ocurre con la exterioridad? ¿Ha sido ya absorbida del todo por el sumidero semiótico del
capitalismo desarrollista o queda algo de ella? ¿Es el capitalismo termo-industrial actual tan poderoso como para poder extirpar la exterioridad de nuestras vidas? En mi opinión, creo que nada ni nadie puede destruir la exterioridad. Es más, a pesar de que vivamos en un mundo que niega permanentemente la libertad y la libre experimentación, sostengo que la exterioridad, en todas sus variantes y tipologías, es una agradable fatalidad a la que estamos condenados. Pero ¿sucumbirá al colapso civilizatorio que se avecina o por el contrario, será como dice Jesús García Rodríguez «lo único que sobrevivirá al ecocidio»? No me cabe duda de que, en esta nueva etapa que hemos iniciado, etapa caracterizada por un descenso energético sin precedentes, el capitalismo «soltará su presa»; es decir, no le quedará más remedio que abandonar paulatinamente su actividad extractiva, cesar en su pillaje de los recursos naturales de las comunidades indígenas e ir dejando en paz, en general, los ecosistemas. Tengamos en cuenta que, además, en el contexto actual de un capitalismo ecocida que implosiona, muchos individuos, al dejar de ser sujetos generadores de valor, seremos abandonados para bien o para mal a nuestra suerte. Aunque elaborar escenarios futuros es arriesgado, es bastante probable que a medida que se vaya agudizando la
actual crisis energética y de recursos minerales, cada vez seamos más los excluidos del mercado. Es decir, todo indica que las clases medias y bajas de la sociedad iremos, poco a poco, siendo desterradas a la exterioridad. Existen muchos ejemplos de colapsos civilizatorios previos, de «abismos» que han ido repoblándose. Asimismo, la historia nos enseña que –aunque de forma parcial- todo conflicto, revuelta, catástrofe, crisis social, crisis energética –de corta o larga duración- o cualquier proceso revolucionario ha propiciado en mayor o menor medida la auto-organización popular; fenómenos como la solidaridad
obrera, el apoyo mutuo o la generosidad vecinal han surgido en esos periodos generando otras tantas zonas de opacidad. Se podría aducir que todos esos proyectos y espacios son minoritarios pero es bastante probable que, a medida que la agudización de la crisis energética vaya obligando al Estado a reducir su fuerza policial y sus espantosos dispositivos jurídico-políticos, de control y de vigilancia, la exterioridad se vaya, a largo plazo, abriendo.

La exterioridad profunda

Me gustaría resaltar el hecho de que en esas zonas temporalmente autónomas se activan otros aprendizajes distintos a los asociados a la lógica mercantil y que tienen mucho que ver con el fortalecimiento de las relaciones comunitarias. Son espacios en los que los procesos de acumulación y el rendimiento económico se encuentran bloqueados u obstaculizados, generando inusuales islotes de convivencia en los que la dominación capitalista no logra adentrarse del todo. En ellos se suelen establecer relaciones de aprendizaje horizontal, basados en el apoyo mutuo y la camaradería como sucede por ejemplo en el cultivo de un huerto urbano colectivo, en los talleres rotativos, en los cursos de autodefensa
contra las agresiones fascistas, en la participación en comedores veganos o en la preparación de la paralización de un desahucio, actividades que, por cierto, pueden compaginarse con otros actos de sabotaje, confrontación y lucha contra el capital y contra toda forma de Estado. Ahora bien, puede ser exagerado calificar estos lugares, dinámicas y momentos de exterioridad. Tal vez habría que distinguir esos espacios de convivencia y aprendizaje que surgen en el conflicto o en la exclusión de esa otra exterioridad –aún más perturbadora pero no por eso menos capaz de generar tejido social colaborativo-
que guarda estrecha relación con un exterior ignoto e inaccesible, no mediatizado por la cultura, de proporciones geológicas, cósmicas o subatómicas y que voy a llamar exterioridad profunda.

Afortunadamente la experiencia de esa exterioridad profunda, a diferencia de todas esas experiencia surgidas al calor de la lucha que acabo de describir, no puede ser estudiada ni aprendida; de la misma forma que no puede ser sometida a los habituales dictámenes de los expertos que tanto pueblan los medios de comunicación masivos y que tratan de convertir todo, incluso este tipo de extrañas experiencias, en mercancía. Entre otras razones porque, por mucho que se intentara, ese empeño de adquirir conocimiento acerca de los resortes y mecanismos que propician o generan esa experiencia de exterioridad profunda se enfrentaría a una suerte de resistencia por parte de la exterioridad misma a ser(1)Intervención surrealista, bajo el mismo título estudiada o conquistada. Sucede algo terrible pero a la vez grato: la exterioridad profunda irrumpe cuando uno menos se lo espera y no se deja habitar. Es precisamente ese carácter impredecible e ingobernable de la exterioridad profunda el que por un lado la dota de reconfortantes resplandores de lo maravilloso y por otro, impide que ésta se convierta en un hábito más de nuestra rutina. Por si eso fuera
poco, la exterioridad profunda no es, ni puede ser, de nadie. Está ahí, al alcance de cualquiera. Es un bien comunal que no puede ser, por mucho que los capitalistas lo pretendan –y bien que lo pretenden-, ni tan siquiera cercado o privatizado. Eso sería, además de pretencioso, imposible. Haré una observación más: para experimentar esa exterioridad profunda no hace falta acudir a lugares exóticos y lejanos, adentrarse en recónditos bosques o escalar por escabrosos acantilados; cualquiera puede sentir el zarpado del afuera en su propio barrio, paseando por su ciudad e incluso en los lugares más deteriorados por el ocio
programado. Nunca se sabe cuando van a surgir esas vías de escape o, dicho de otro modo, esas vías de acceso a lo real.

Dicho esto, sostengo que tan importante es desarrollar aprendizajes instructivos y colaborativos en todas esas zonas temporalmente autónomas como eliminar de nuestro espíritu todo engaño, coacción y contaminación impuestos por los dispositivos y maquinarias de expresión de las que se sirve el capitalismo. Pero para poder consumar tal barrido hace falta, en definitiva, liberarse de los dictámenes del saber, y sabemos muy bien por Foucault que el saber no es más que es una instancia de poder. No olvidemos que todos y todas estamos sumergidos en el saber institucional, con sus correspondientes creencias y mitos adheridos. Entonces rechazar el saber exigiría desaprender toda una serie de mitos y conocimientos institucionales compartidos, que nos han sido impuestos desde arriba tanto por parte de medios de comunicación y entretenimiento como por parte de la clase política que dirige el Estado. Y creo firmemente que la manera más efectiva de desaprender y descondicionarnos de los hábitos y comportamientos impuestos por las élites, es mediante la aproximación poética, pasional e incondicional a esa exterioridad profunda. Y si se hace en grupo, mejor. Todo esa grata perturbación que se produce, por ejemplo, ante el mar abierto, en lo alto de un acantilado, ante la sima de una caverna o ante un sueño de infancia que retorna a nosotros muchos años después abre vías de escape que ayudan a anular el poder de
los símbolos y signos elitales, es decir, provoca un lavado pasional del inconsciente por cuanto en esa experiencia, única e intransferible, uno inicia procesos inconscientes de creación de mitos propios, sean individuales o colectivos. Es mediante esas experiencias de aproximación vertiginosa donde uno puede ir desembarazándose de todas esas sabidurías y creencias que nos han ido inoculando de mil formas distintas tanto los medios de comunicación de masas como las instituciones académicas. Voy más allá: afirmo que en ese estado de aproximación y adentramiento a la exterioridad profunda, uno clarifica sus deseos y restituye un pensamiento utópico que le hace reestablecer una vinculación perdida con la
naturaleza; ciertamente, tras experimentar la exterioridad profunda uno sueña de otro modo, uno desea más nítidamente y se relaciona con los demás seres vivos del planeta en clave de igualdad.

El Centro Social Okupado La Lechuza

Uno de los lugares propicios para poder combinar esos otros aprendizajes no vinculados a la lógica productivista con ese desaprendizaje que nos aporta la vivencia de la exterioridad profunda es el CSO La Lechuza. Este centro social nació en 2012, cuando se okupó una estrecha casa abandonada de tres plantas y sus terrenos aledaños para convertirse en un espacio social que cuenta a día de hoy con biblioteca, sala de talleres, cocina, comedor y varias huertas. La Lechuza está ubicada en Monte, que es una localidad de Santander situada al norte del centro urbano, justo al lado de la autovía S-20 y el conocido como parque de la Vaguada de las Llamas, territorio alrededor del cual se ha sido edificado masivamente.

Sobre ese territorio se terminó de construir en 2007 el polémico Parque Atlántico de las Llamas; un infierno de losas de cemento, argamasa, taludes y pasarelas que sepultó, destruyéndolo, un entorno repleto de naturaleza salvaje que ya era, de por sí, bello. La Lechuza, además, está ubicada casualmente frente al vial para cuya construcción el
Ayuntamiento de Santander, en 2015, decidió expropiar la casa de nuestra vecina Amparo Pérez, de más de ochenta años de edad, vecina que falleció al día siguiente de haberse
reunido con el alcalde de entonces y haber tenido que ver confirmadas sus amenazas de expulsión. Agregaré que en este centro social se han organizado las últimas ediciones de la
«Feria del Libro Anarquista de Santander» o encuentros como las «Jornadas sobre medios libres», además de muchos comedores populares, charlas y proyecciones de películas, y que a ella acuden distintos colectivos y movimientos sociales, como asociaciones de parados, ecologistas o grupos de crianza. Es, también, un lugar en el que se activan, mediante la impartición de talleres informales y autogestionados, procesos colectivos de enseñanza aprendizaje no sometidos a los dictámenes de las instituciones escolares ni a los preceptos de las industrias del ocio o del crecimiento personal.

Pero además el CSO La Lechuza es, para mí, y en esto es donde lo vinculo con la exterioridad profunda, un lugar de ensueño; un territorio inagotable de potentes emergencias oníricas que favorece el encuentro poético y en el que brotan constantemente revelaciones de lo maravilloso y experiencias vinculadas con diferentes formas de exterioridad. Más que eso: afirmo –y más adelante explicaré por qué- que La Lechuza posee todas las características de una casa encantada. En verdad, toda la zona de La Vaguada de Las Llamas es, a pesar del deterioro ecológico y urbanístico al que ha sido sometido durante las últimas décadas -o precisamente por eso- un territorio que desata y potencia la imaginación hasta límites
insospechados. En ese sentido podría hablar abiertamente de «hábitat surrealista», término utilizado por Eduardo Westerdahl en su texto «Panorama vital del surrealismo».

La Guardiana Mutante de la Arboleda

La primera vez que fui al CSO La Lechuza fue a comienzos de 2018. Aquella mañana accedí por la puerta norte a su patio exterior pero no vi a nadie, tan sólo hallé un pequeño sendero que conducía a una pequeña arboleda. Nada más adentrarme en ella me topé con la parte superior de un maniquí femenino que estaba arrojado sobre unas ramas y que la sostenían a modo de tumbona. Todos conocemos ya el poder conmovedor y perturbador de los maniquíes, sobre todo cuando se les saca de sus escaparates y centros comerciales; el maniquí, descontextualizado, siempre revive ante nuestra presencia, y lo hace de mil modos. Y allí, en un entorno como el de La Lechuza, las potencialidades evocadoras de aquella presencia sin identidad se multiplicaron. Si en el pasado estos objetos remitían a una fascinación por la
urbe moderna, hoy en día son un claro ejemplo de lo contrario: de la decadencia capitalista.

Sin embargo son mucho más que un desperdicio o que un mero residuo simbólico pues desencadenan vigorosas potencias del interior.
En el caso concreto, particularísimo, de aquel maniquí, al faltarle su parte inferior, se me presentó como una sirena que, por el motivo que fuese, ocultaba su parte de pez entre las ramas. El haberme toparme con una sirena trajo a mi memoria el siguiente dato: hace mucho tiempo, antes de que a comienzos del siglo XX se soterrara la zona conocida como la segunda playa del Sardinero, cerrando el acceso natural del mar, éste se adentraba a lo largo de toda la vaguada hasta a las proximidades de La Lechuza, partiendo al Santander de entonces en dos. Ciertamente en la Vaguada de Las Llamas el mar se insinúa por todas partes como un omnipresente fondo cósmico, como un zumbido vasto y sutil que está presente en todo, algo ya advertido simultáneamente por Eugenio Castro en su texto «El influjo del mar» y por Noé Ortega en «Exterioridades y exterioricidio en Santander (2ºparte)», ambos artículos recogidos en el libro Pensar, experimentar la exterioridad. No tarde en descubrir, segundos después, que el maniquí, en realidad, sí que poseía piernas pero éstas se hallaban parcialmente ocultas entre las ramas. Percibí que, tras aquella primera mutación, esa desconcertante presencia había adoptado de pronto un papel protector y que su tarea consistía en acogerme. Aquello me recordó de algún modo el papel que desempeñaban antiguamente en Francia ciertas mujeres, pertenecientes a determinadas órdenes
gremiales, cuando recibían y alojaban a los jóvenes aprendices que iban de ciudad en ciudad,
aprendiendo las peculiaridades de su oficio en territorios distintos. Esta forma de aprendizaje es conocido como el compagnonnage, y se dice que estas mujeres trataban a los «compañeros» como a sus propios hijos. Tal vez por eso experimenté, además, unos vigorosos sentimientos de amor maternal. De hecho aquel ser lleno de exterioridad me estaba trasladando a momentos clave de mi infancia, momentos en los que la propia Vaguada de Las Llamas adquirió especial protagonismo en mi vida. Recordé, por ejemplo, que en uno de mis primeros paseos junto a mi abuelo materno por esa amplia zona, siendo yo todavía un niño, concretamente atravesando la escombrera ilegal que durante muchos años existió en aquella
vaguada, fue la primera vez que vi un maniquí «descontextualizado», arrinconado entre otros desechos.

La imagen de aquel maniquí femenino, blanco, sucio y en un estado de clara resurrección, y el olor a tierra removida del lugar, aún resuenan dentro de mí con especial intensidad, hasta el punto de presentir que aquel maniquí de entonces y el que acababa de hallar en La Lechuza eran, en el fondo, el mismo maniquí.

Aún sin haberme escapado del influjo de su encantamiento el maniquí me preguntó: «Siento tus mismas  nostalgias, ¿qué es lo que temes?», a lo que respondí: «Lo que temo es parte de mí», respuesta de la que me avergoncé y a lo que aquella presencia añadió: «Eso nos divide». Sí. Demasiadas divisiones: receptora, tutora, sirena, madre, niñez… demasiadas evocaciones simultáneas. En ocasiones la exterioridad aturde tanto que uno parece desvanecerse de impotencia. Por suerte nada me obligó a escoger de entre ninguna de esas opciones. Es más, arrojarse a la exterioridad implica también liberarse de las significaciones unívocas. De alguna manera, en aquella figura humana, siguiendo determinados mecanismos del inconsciente que no me voy a parar a analizar, se materializaban todas esas presencias a la vez, retroalimentándose entre sí, en perpetua alianza.

Por si eso fuera poco, no tardé en reparar en otro detalle: uno de sus brazos estaba pintado de color verde, un verde que poseía cierta fosforescencia. Automáticamente relacioné el color del brazo con una inesperada captura de código, con su mimetización con el entorno; en aquel brazo fosforescente se adivinaba una suerte de morfología vegetal que, más que pretender camuflarse, parecía haber empezado a mimetizarse con aquella misma arboleda que estaba custodiando. Aquel ser era, en definitiva, la personificación de los ecosistemas que en aquel entorno estaban siendo agredidos por los planes urbanísticos y las excavadoras. Semanas después, coincidiendo con varios miembros de la asamblea de La Lechuza, allí mismo, tendríamos una extraña conversación delante de ese mismo maniquí en la que
alguien preguntó de repente si los maniquíes arderían bien, a lo que otro respondió aportando la siguiente información, información que yo desconocía: los maniquíes se fabrican con fibra de vidrio y resina, lo que vino a reforzar el afán de mimetización de ese ser con las ramas sobre las que reposaba. Tras unos segundos de estupefacción entendí que ese ser, al que no dudé en llamar a partir de entonces la Guardiana Mutante de la Arboleda, me estaba permitiendo el paso. De modo que me sentí libre para
adentrarme por uno de aquellos caminos flanqueado por zarzas y ramas tupidas.

Rápidamente vinieron a mi mente más recuerdos de infancia; de cuando era niño y jugaba por toda la Vaguada en recovecos similares a los de aquel laberinto de ramajes, insectos y pequeñas aves, antes de que se iniciara el proceso de su destrucción, hecho que coincidió con mi adolescencia. A medida que los caminos se iban bifurcando a uno y otro lado, las emergencias evocadoras y pasionales, así como la aparición de extraños objetos aumentaban: restos de una hoguera, una zanja, sacos vacíos, un guante... Pero uno de los hallazgos más perturbadores fue el siguiente: una gran quijada de burro o de caballo junto a un bloque de hormigón gris, depositados ambos sobre una rudimentaria tabla de madera.

Aquella efímera instalación me hizo establecer similitudes, no sé por qué, con el proceso de construcción de los muñecos que Jan Švankmajer utiliza en algunas de sus películas. ¿Se trataba acaso de una suerte de taller onírico en el que estaba siendo invitado a participar, con el fin de crear los personajes de mis propios sueños? De todos modos interpreté
aquel hallazgo como una primera y fascinante invitación al sueño. Continué caminando entre aquellos arbustos hasta que aparecí de nuevo ante el mismo maniquí que me había recibido al llegar pero al que, por haber estado caminando en círculos, había terminado por acceder por el lado contrario. Gracias al hecho de haberlo podido observar desde otro ángulo pude advertir un detalle que antes se me había pasado desapercibido: entre el brazo de color verduzco que había llamado mi atención hacía apenas unos minutos y sus piernas sobresalía, como surgido del suelo, otro brazo, un brazo blanco que pertenecía a otro maniquí, y que casualmente parecía tratar de estrechar o, al menos, acariciar la mano izquierda del
maniquí original. Tal vez aquella nueva mano acabara de surgir en ese mismo instante como gesto de amor de la naturaleza, tal vez se tratase de la misteriosa escenificación de un rescate en alta mar, que no me concernía. Demasiada superposición de presencias para establecer razonamientos lógicos causales. De manera que dejé flotando ahí el enigma y me dirigí hacia el interior de La Lechuza. Aquel fue el inicio de una estrecha vinculación con el proyecto de La Lechuza. Comencé a asistir, como un eterno aprendiz, cuaderno en mano, a muchas de las actividades que allí ser realizaban; charlas, ferias del libro, actividades de huerta o comedores veganos. A lo largo de los meses fueron muchas las presencias extrañas con las que me encontré y que, al igual que la Guardiana Mutante de la Arboleda, fueron presentándoseme de forma inesperada, activando mi imaginación y mis recuerdos de formas muy diversas. Por ejemplo durante la preparación de uno de los habituales comedores veganos sucedió algo tan divertido como inquietante. Aquella mañana nos hallábamos varios compañeros en la cocina, preparando la comida cuando de pronto B. entró eufórico y dijo: «¿Lo habéis visto? Ahora se está arrascando». No entendí a qué se refería. «La silueta, afuera», agregó sonriendo. Salimos varios a la calle y dirigimos la mirada hacia donde B. estaba señalando, concretamente a uno de los edificios que se estaba construyendo a escasos metros de la huerta. Allí, en el tejado del bloque más elevado, entre las grúas, se
apreciaba claramente una silueta humana que parecía portar una prenda similar a un impermeable de pescador. Una de las dobleces, efectivamente, parecía un codo que,
por efecto del viento, hacía un ligero movimiento similar al de alguien que estuviera arrascándose el lomo. Tenía mucho de cómico aquel lejano ser fantasmal pero esa comicidad no ocultaba la intrigante cuestión acerca de sus verdaderos propósitos. ¿Nos vigilaba desde allí o más bien, se trataba de un aliado o aliada que, desde dentro, estuviera tratando de
sabotear esas obras de construcción que estaban destruyendo aquel entorno natural? No me cupo duda de que aquella silueta era la materialización de un espíritu
burlón que, al modo en que los célebres bucaneros asaltaban valientemente embarcaciones enemigas, sería capaz de provocar igualmente la demolición de aquellas nuevas edificaciones. De hecho, asimilé aquel ser como la prolongación de un deseo colectivo por derribar aquellos edificios. ¡Era, sin duda, la materialización de un deseo inconsciente compartido por todos los amigos de La Lechuza! Aquella presencia, a la que denominé a partir de entonces el Navegante Burlón de las Demoliciones, se mantuvo allí durante meses, adoptando posturas distintas cada día y alegrando muchos de los comedores semanales. ¡Cuántas veces jugué a imaginarle, mientras yo hacía la digestión tras una comida copiosa en la más absoluta de las modorras, como un intrépido pirata que acabara de abordar la nave del oponente para hacerla naufragar! ¡Cuántas veces recreé una y otra vez, con su complicidad chistosa, en un furioso estado de total ensoñación, la lenta demolición de aquellos bloques en construcción!


 

 

La Garganta Avivadora del Sueño

Pero otra vía de exterioridad que se presenta allí, la más penetrante e intensa quizá, tiene que ver, sin duda, con el terreno de los sueños. Desde el primer día que entré en La Lechuza tuve la certeza de hallarme en un territorio totalmente vinculado a la vida onírica. Por ejemplo, muchos de los objetos, personas o anécdotas relacionadas con aquel lugar fueron apareciéndose en muchos de mi sueños posteriores, pero el hallazgo que supuso un antes y un después se produjo el 3 julio de 2018. Aquella mañana había acudido para participar en los trabajos de mantenimiento. Era un caluroso día de sol. Aquel día comimos afuera, en la zona del columpio. Tras la comida y debido al sopor que me invadió decidí tumbarme a echar
la siesta en un recinto próximo a la huerta, para abrirme hacia otra parte. Estaba tan agotado que no tardé en dormirme. Ignoro durante cuánto tiempo permanecí dormido pero me desperté como si hubiera estado descansando durante horas, en un poderoso estado de ensoñación, potenciado sin duda por los punzantes rayos de Sol y con el recuerdo nítido de un sueño que pude recordar a la perfección. Al incorporarme, aun lleno de pereza, caí en la cuenta de que un intrigante ser, a pocos metros, había vigilado mi sueño, tal vez potenciándolo; se trataba de un objeto en el que no había reparado hasta entonces: una barbacoa de ladrillo pintada de negro a la que alguien había dibujado con tiza unos ojos luciferinos y una larga boca sonriente, todo ello cubierto de vegetación, lo que
le otorgaba un fuerte carácter mimético con el entorno. No tuve ninguna duda de que aquel ser era la representación física de un tótem onírico, un espíritu al que denominé la Garganta Avivadora del Sueño y cuya misión era la de, además de propiciar y potenciar los efluvios oníricos en los durmientes cercanos, la de guiarlos y protegerlos. El horno, que estaba lleno de troncos de madera, parecía estar esperando el inicio de un nuevo sueño. De modo que a partir de entonces, después de cada comedor cogí la costumbre de echarme una siesta en el sofá cercano situado al aire libre, al calor de aquel volcán potenciador de la energía ensoñativa.

Pero no tardé en descubrir que su principal efecto no era sólo el de propiciar el surgimiento de sueños sino el de intensificar las ensoñaciones del despertar, hasta el punto de posibilitar su prolongación en la vigilia de los instantes posteriores; instantes que aprovechaba para escribir poemas en ese estado, recorrer improvisadamente muchos de los rincones de La Lechuza como un sonámbulo vigílico o entablar conversaciones automáticas y extrañas, con cualquier de los amigos y amigas que andaban por allí. En realidad, todo, en La Lechuza, se convierte en un sueño. Allí es posible alcanzar ese anhelado estado de conciencia en el que sueño y vigilia, al fin, se funden y, además, se confunden. No es extraño entonces que
uno experimente allí la sensación de haber penetrando en una casa encantada; a veces, el columpio de la zona sur se balancea solo; otras veces aparecen objetos que antes no estaban o los que estaban cambian, inexplicablemente de lugar, ya sean muebles, libros, cajas de herramientas o prendas de vestir. Sucede algo similar con los ruidos; muebles que se arrastran, ventanas que chirrían o susurros de personas a las que nadie ha visto entrar; sonidos ilocalizables que tal vez, habiendo surgido en el sueño de la siesta previa, se manifiestan después como ecos redimensionados, amplificados, en la vigilia.

Aquellos fenómenos se corresponden, en definitiva, con los de un poltergeist salvaje y perezoso pero que, como todos los poltergeist, actúa sin ninguna intención concreta; entre otras razones porque en aquella casa encantada no hay ningún orden burgués contra el que determinada energía psíquica quiera encabritarse. Es también un poltergeist cuya autoría desconocemos pero, ¡cuántas veces me he entretenido, durante esos paseos improvisados tras una siesta, especulando sobre un gran drama familiar, una muerte violenta o una
venganza entre vecinos ocurrida allí! ¡Cuántas veces me he regocijado en la idea de que son determinados espíritus juguetones, bajo el influjo de una extraña subjetividad colectiva, los causantes de aquellos desajustes! Así y todo, el 10 de noviembre de 2018 mis
dudas fueron disipadas pues ese día descubrí a los verdaderos responsables de todas esas divertidas alteraciones, cuando me topé, tras haber despertado de una prolongada siesta, con unas simpáticas calabazas obreras repantingadas en el sofá del salón, a las que alguien -o quizás ellas mismas- había tenido el acierto de vestir con bufandas, gorros y cascos de obra, de diferentes colores. Aquellos duendes- calabaza eran, sin duda alguna, la materialización de los duendes burlones que habitan La Lechuza y así habían acordado presentárseme por primera vez. Incluso en algunas ocasiones creí poseer, en ese estado
de lúcido letargo, poderes mediúmnicos que me permitieron establecer comunicación con ellos, gracias a lo cual pude comprobar que sus intenciones eran de completa generosidad y camaradería. Así que lamento mucho tener que llevar la contraria a Herni Michaux cuando afirmaba que «no se conocen casas encantadas por la amabilidad. (¿Acaso la amabilidad y la ternura carecerían de la suficiente fuerza psíquica?» 2 . ¡Ah! ¡La ternura jocosa de esos duendes-calabaza, echados en aquel sofá, como una gran familia! ¡Todavía recuerdo la carcajada grotesca que solté el primer día que os vi allí recostados! ¡Gracias a vosotros todas las deidades impuestas en las que creí o no creí desde la infancia se desvanecen de
repente! ¡Todos los seres míticos que el capitalismo, a través de sus instituciones académicas y medios de entretenimiento, han ido inoculando en mí, pierden fuerza! ¡Vosotros, duendes-calabaza, habéis penetrado en mi inconsciente con más pujanza que el dios cristiano y que todos los dioses y diosas del Olimpo! ¡Ah, calabazas-obreras, ningún politeísmo, ningún panteísmo, podría igualar vuestro don de la ubicuidad! ¡Basta con vuestra cómica quietud, con vuestra holgazanería sobrenatural para zarandearlo todo, para ponerlo todo patas arriba! ¡Ya estáis alojadas en mi inconsciente y en mi mitología personal para siempre!

El Velador del Centeno de lo Maravilloso

Pero las experiencias oníricas van más allá de lo estrictamente personal, pues muchas son las conversaciones que suelo mantener con los distintos amigos de La Lechuza acerca de sus sueños, encontrando coincidencias maravillosas o secretas complicidades que, de algún modo, van fortaleciendo nuestro inconsciente colectivo. Aquella actividad, más allá de satisfacer la curiosidad o ser motivo de diversión, constituye toda una pragmática destinada a la producción de actos de habla del inconsciente, opuesta a los modos de estructuración semiológica de las lenguas del poder. Pero las repercusiones van (2) más allá de la práctica lingüística, pues el sueño instaura ya un territorio de práctica colectiva en el ámbito
psíquico de producción libidinal descodificante. Daré un ejemplo de esto.
El 1 de noviembre de 2018 un compañero, D., me contó un sueño que había tenido dos días antes, del que tomé nota:

Un festival en Galicia que se llamaba Primitive Noise. El tío era como un hippie gordo con barba y melena blanca, ya mayor… viejete. El tío decía: “hubo un invento que modificó nuestra forma de pensar mucho antes que la rueda: el centeno”, y se refería al centeno, por el cornezuelo, por el LSD. Y tenía como centeno molido y empezaba a soplarlo a todo el público, así [sopló sobre la palma de su mano] Y tenía un paquete como de tabaco, sabes, tipo de pueblo o algo así y tenía ahí como centeno molido y lo empezaba a soplar a todo el mundo. No me acuerdo de más.

He escogido este sueño porque desde entonces, aquel ser que D. describía como una especie de chamán, despertó en mí gran curiosidad y a pesar de que él no volviera a soñarlo, me influyó poderosamente. Tal es así que durante los meses posteriores traté de encontrar similitudes con algunos de mis sueños pasados, e incluso me estuve echando a dormir con la ilusión de que aquel personaje se me apareciera en algunos de mis sueños pero no fue así. A veces forzamos tanto las coincidencias que lo que conseguimos es que éstas no se produzcan o que, de producirse, pierdan su efecto iluminador. Pero he aquí que ultimando este mismo texto, el día 22 de febrero de 2020, tuve un sueño relacionado con La Lechuza y, dadas sus
implicaciones, he decidido utilizarlo como cierre:

Me encuentro en el interior de un granero. Es enorme y está oscuro. Sobre el suelo hay muchos colchones. Estoy durmiendo allí, solo. Pero de pronto siento una presencia invisible que me hostiga e incordia hasta el punto de que obligarme a busca la puerta de salida. Al asomarme al exterior, veo la fachada del granero; es La Lechuza. De repente pasa alguien a mi lado, del que sólo sé que se trata de un compañero de La Lechuza, que no supe reconocer, y me informa de que allí dentro no se puede dormir. En este sueño La Lechuza toda se había convertido en un granero y en un granero, obviamente se almacenan granos de cereal. Tal vez aquel granero contuviera granos de centeno. Por otro lado el personaje del sueño de D. utilizaba centeno como sustancia que generaba alucinaciones en el público; de algún modo aquel centeno molido desarrollaba sus capacidades imaginativas. Entonces lo supe: la
presencia que me había hostigado en mi sueño, hasta el punto de hacerme abandonar el granero, era aquel mismo chamán del sueño de D. y, al expulsarme del granero, de alguna forma estaba protegiendo esos granos de centeno, es decir, estaba protegiendo la sustancia posibilitadora de que lo maravilloso surgiese. Por lo que decidí llamarle el Velador del Centeno de lo Maravilloso. Y no sólo eso. He de añadir otro dato significativo: la asamblea de La Lechuza había acordado por mayoría que nadie durmiera en el interior del edificio y que sólo podrían hacerlo los conferenciantes que vinieran de otras ciudades o pueblos lejanos y tuvieran que pernoctar allí. El hecho de que aquel ser me expulsase de ese granero quizá
fuese un apercibimiento y una sanción por quebrantar, en el sueño mismo, las normas de la propia asamblea; ese chamán podría corresponderse, por tanto, con una cristalización onírica de un deseo colectivo por respetar las normas acordadas por todos o puede también que mi deseo por experimentar el onirismo en La Lechuza haya sido percibido por el propio inconsciente del lugar como una apropiación excesiva del lugar por mi parte, por lo que tal vez me estuviera imponiendo a mí mismo, de esa forma, límites. Aunque también el Velador del Centeno de lo Maravilloso podría no ser más que una materialización de la amenaza perpetua de liderazgo, que siempre existe en todo colectivo que se define como libertario.

En cualquier caso creo que los sueños, cuando son compartidos por los miembros de una misma comunidad, hacen aflorar cuestiones organizativas y convivenciales esenciales como esas. No olvidemos que en el proceso de construcción de la comunidad en lucha se está permanentemente amenazado por tensiones afectivas, reificaciones burocráticas, clichés obsoletos o esperanzadoras fuerzas de guerrilla que muchas veces, de un modo inevitable, terminan por imponer la fatalidad de una comandancia. Esto es sólo un ejemplo de cómo las vivencia onírica colectiva puede al menos servirnos como mecanismo de advertencia y como aprendizaje para detectar el grado de contaminación edípica y autoritaria de nuestro
inconsciente colectivo.

Otro aprender, no aprender lo otro.

Pero otra de las virtudes de aquel lugar es sin duda la gran cantidad de aprendizajes no escolares, que allí se producen; estos aprendizajes, a los que considero más apropiado calificar como aprenderes, se dan en multitud de situaciones, sea en las conversaciones informales que establecen los visitantes esporádicos y las personas que participan asiduamente en el proyecto -dinámicas inesperadas que en mi libro La tiza envenenada llamé Situaciones Efímeras de Aprendizaje-; sea asistiendo a las charlas, debates y asambleas
que se realizan con cierta periodicidad allí; o sea durante el desarrollo de actividades más complejas y de largo desarrollo como por ejemplo, las tareas de la huerta o la propia alteración y mantenimiento del edificio, a la hora de derribar algunos tabiques interiores para ganar espacio, reparar la chimenea, arreglar muebles o para «pinchar» la luz. En contextos colaborativos como este, para solucionar cualquier problema, siempre se recurre a amistades o conocidos y conocidas que sepan de algo relacionado. La propia experiencia nos demuestra que, en el seno de una comunidad en lucha, siempre que hace falta algo, tarde o temprano, termina por aparecer alguien que lo resuelve sin la mediación del dinero. En ese
sentido querría describir un proceso de aprendizaje informal relacionado con la bioconstrucción. M, quien estuvo viviendo durante muchos meses en una tienda de campaña cercana, dedicó más de medio año a construirse una cabaña en el interior de la arboleda que custodiaba la Guardiana Mutante de la Arboleda. Durante ese tiempo traté de estar presente lo máximo posible en el proceso, lo que me sirvió para adquirir multitud de conocimientos sobre construcción; para proveerse de materiales como vidrios, tablones, palets de madera, taladros o cualquier otra herramienta M. recurría siempre a las personas que acudían semanalmente a los comedores; una pareja de amigos, por ejemplo, la llevó arena de no sé dónde, otro amigo la acompañó un fin de semana a un pueblo de Cantabria a recoger varas de avellano para las paredes y hubo quien le proporcionó unas estructuras de uralita que le habían sobrado, para el tejado.

Otro ejemplo de aprendizaje informal tiene que ver con los trabajos semanales en la huerta. Describiré lo sucedido el 12 de junio de 2018, día en el que había acudido para participar en los trabajos comunes en la huerta. Entré a la cocina de La Lechuza. Allí estaba M., que mostró una olla con patatas recién extraídas de uno de los bancales. No pusimos a limpiar patatas y a partirlas en pequeños trozos. Más tarde ella preparó lechuga, apio, rabanitos, cebolla y orégano. También añadió flores de caléndula y capuchinas, que le dio a todo un ligero sabor picante.

-Hoy hay que quitar las malas hierbas en diferentes lugares, trabajar en el bancal, sembrar nuevas patatas en el bancal donde he quitado las habas… La patata consume mucho lo que hay en la tierra, así que no está bien sembrar dos veces en el mismo sitio patatas. Vamos a sembrar donde había habas.
Dejamos al fuego las patatas y acudimos juntos a la huerta. Al parecer la lechuga no había tenido tiempo de crecer mucho; me comentó que creía que la habían sembrado en abril pero añadió que estaría bien comerla pequeña.

-Las lechugas se pueden poner durante todo el año, menos en invierno. El hongo no suele atacar a la lechuga-, añadió.
Al llegar a la huerta nos pusimos a recoger las patatas de dos bancales paralelos. Algunas de las patatas estaban afectadas por el hongo.
-Cuando ves las hojas atacadas por el hongo es cuando sabes que debajo está la patata.
Apartamos las hojas y las patatas afectadas por el hongo, arrojándolo todo a una bolsa aparte para después quemarlo. A pocos metros, en claro contraste con La Lechuza, los vehículos de las obras cercanas trasladaban ruidosamente escombro de un lugar a otro, hasta el punto de invadir de forma amenazadora con uno de sus montículos de tierra
removida parte de nuestra huerta.
No tardó en llegar D., que se puso a recoger los ajos y a quitar malas hierbas.

-El sarraceno está siendo comido por las babosas –dijo M.

-Eché purín de ortigas a los tomates y a las patatas, los tomates están muy jodidos –dijo D.

-Menos el grande –matizó ella

-Ha habido muy mal tiempo para los tomates, una semana
de lluvias… –me dijo D. en voz baja-

¿Cuánta de esta hierba es albahaca? Antes de irme a Francia eché semillas de albahaca.

-le comentó a M, y agregó para sí- lo bueno de la albahaca es que repele plagas.

Cuando me despedía de ellos M. le estaba quitando el hongo al tomate. Uno de sus perros, el grande,  esperaba al otro lado del somier que hacía las veces de cancela y que le impedía el paso a la huerta.

Asimismo podría describir la Situación Efímera de Aprendizaje que tuve la suerte de vivir el 21 de junio 2018 según mi diario, día soleado en el que, tras haber comido, reposado y echado la correspondiente siesta, D. me condujo a una zona del exterior de La Lechuza en donde había cultivadas muchas plantas medicinales y me fue diciendo, con total espontaneidad, los nombres de cada una de ellas, a medida que las iba señalando: «Espino albar, romero, melisa, caléndula, hierba luisa, tomillo limón, hierbabuena, borraja, lavanda… ésta… puede que arnica, callera, ruda, jara, orégano –que comemos con las ensaladas-, tomillo, lino, frambuesas, membrillo, amaranto, perejil, albahaca…» De pronto se quedó pensativo ante una de las plantas en concreto y dijo de repente: «algo que no sé lo que es» para continuar con la enumeración: «aloe sajonari –tiene mucha saponina, parecido al aloe vera-, capuchina, menta negra -la de los chicles-, salvia, -con estas hojas con esos pelillos lo puedes usar como cepillo de dientes» y arrancando varias hojas comenzó a frotar su dentadura con ellas. Le pedí que repitiera, de nuevo, todos aquellos nombres, a lo que accedió gustoso pero en otro orden. He de decir que en el caso concreto de esa pequeña «clase magistral» me hallaba todavía en un poderoso estado de adormecimiento que hizo que absorbiera toda esa nueva información desde la perspectiva de un inusual pensamiento poético, redimensionándola, asignando por ejemplo de forma lúdica e intuitiva poderes especiales a cada una de aquellas plantas. Momentos como aquel son verdaderos flujos aprendiciales inesperados que no tienen absolutamente nada que ver, claro está, con la enseñanza escolar.

Para el habitante de una conurbación como yo, que nunca ha vivido en un pueblo y sabe muy poco de cuestiones relacionas con la vida rural, esas visitas a La Lechuza suponen una fuente inagotable de aprendizaje en conceptos básicos de siembra y cosecha, mucho más interesante que todos los cursos y charlas sobre agricultura o permacultura a los que, previo pago, había asistido previamente. Estas dinámicas convivenciales son un claro aprendizaje de exterioridad por cuanto escapan a la mercantilización, y adquieren especial importancia en un contexto planetario en el que cualquier dinámica humana, incluso el propio dormir, está ya colonizado por la lógica del intercambio mercantil.

No hay más que echar un vistazo a todas esas empresas privadas que se dedican a impartir en librerías y universidades talleres sobre huertos urbanos o que ofrecen, por un módico precio, largas estancias en exóticas ecoaldeas. Los conocimientos que uno adquiere allí son tratados como meras mercancías y por tanto, las dinámicas personales que allí se establecen, a su vez también se mercantilizan. Sin embargo, en esa exterioridad de proximidad los aprenderes surgen como un don; brotan a la luz del apoyo mutuo, al calor de la colaboración, sin ningún pacto de recompensas.

La Luciérnaga Reaparecida.

Pero La Lechuza es también un lugar donde la exterioridad se abre hacia el pasado, concretamente trayéndome recuerdos muy significativos de mi niñez, vinculados casi siempre con La Vaguada de Las Llamas. Un ejemplo de eso, el más fascinante, sucedió el jueves 7 de junio 2018, día en el que había acudido a una de las sesiones de conversación de francés que M., en calidad de francesa nativa, ofrecía en la biblioteca. Eran las 21:00 de la noche. M. y yo comenzamos a charlar mientras poco a poco iba oscureciéndose. A través del vidrio roto de la ventana de la biblioteca se veía el esqueleto del edificio en construcción que lindaba con la huerta, como un monstruo gigantesco. M., al comprobar que ya había empezado a escribir mis anotaciones con cierta dificultad fue a por una vela. Por aquel entonces La Lechuza todavía no disponía de suministro eléctrico. Regresó con ella ya encendida, dejó caer unas gotas sobre la superficie de la mesa para después colocar la base de la vela sobre esas gotas y así asirla con más firmeza, y continuamos la conversación. Uno de sus perros reposaba a nuestros pies, bajo la mesa. El otro merodeaba a nuestro alrededor. Al acabar la conversación le pregunté si se echaría a dormir ya y me respondió que no, que tenía idea de ir a un prado próximo que entonces le pertenecía a una inmobiliaria y en el que se construiría uno de los muchos bloques de viviendas proyectados para esa zona. Al parecer, en ese prado había un sauce inmenso y M. quería ir allí para cortar varias ramas que utilizaría para las paredes de la cabaña que se estaba construyendo en el interior del bosquecillo aledaño a La Lechuza. Le pregunté si podía acompañarla y accedió pero me pidió que la esperara allí unos instantes porque necesitaba irse a su tienda de campaña para ponerse un pantalón que la protegiera de las ortigas y las zarzas. Me dejó solo, allí, en la biblioteca, ante el silencio y la oscuridad.

La luz de la vela, temblorosa y diminuta parecía enfrentarse a las luces de las farolas de la autovía cercana y de los coches que la atravesaban como misiles. Observé, bajo esa débil luz y durante breves instantes, los libros y revistas que había en las estanterías. No tardó en regresar con una linterna. De su brazo colgaba un morral. Salimos de la casa, atravesamos un estrecho camino, saltamos una tapia hasta aparecer en una urbanización de Monte repleta de solemnes y modernos bloques de viviendas. Caminamos por la acera, mientras sus perros correteaban de acá para allá, cruzando sin miedo de un lado al otro de la carretera.

Cuando le pregunté que cómo pensaría cortar las ramas se quedó callada y se limitó a extraer
parcialmente de su morral una pequeña sierra de mano.

Llegamos al prado en cuestión, que estaba rodeado de verjas y en cuyo interior había un imponente sauce, de los pocos que quedaban en aquella vaguada. Aquel gran árbol contrastaba por un lado con la autovía del Sardinero y por otro de sus laterales con un grotesco McDonald´s. M. me llevó a uno de los accesos más fáciles del recinto y tras colarnos por uno de los huecos de la valla protectora, recorrimos un pequeño prado cuya hierba nos llegaba por la cintura, hasta acceder al gran sauce cuyas hojas, eran tan abundantes y enormes que no nos dejaban ver su tronco central desde allí. Atravesamos entonces esa capa de hojas como si atravesásemos una cascada de agua detenida. Y la metáfora es acertadísima, pues el efecto, tras haberla atravesado, fue el de haber recibido una ducha de agua fresca que me limpió de las amenazas urbanísticas de afuera. Una vez dentro, lo que allí vi, en una agradable penumbra, me fascinó; el tronco central se bifurcaba en otros más estrechos, alguno de los cuales regresaba de nuevo a la tierra, echando nuevas raíces. Sobre nuestras cabezas había una gran cúpula formada por ramas tan frondosas que era imposible ver el exterior. Las molestas luces del McDonald´s habían desaparecido.

Me sentí dentro de una capilla. M. ya había empezado a analizar una a una las ramas más altas.

-¿Vas a subirte allí? –le señalé a lo alto.

-Me voy a subir por todo –respondió dirigiendo su mirada a todo el entramado de ramas.

M. ascendió rápidamente por las ramas gruesas buscando las ramas más largas y flexibles, las idóneas para la pared de su cabaña; las agarraba y las movía comprobando su elasticidad. Los perros entraban y salían ociosos de aquel recinto. Tras unos instantes de dudas y valoraciones sujetó firmemente la rama que deseaba cortar pero finalmente desistió de hacerlo y me dijo que lo haría mañana, a las 7, para poder disponer de más luz.

Nos quedamos un rato en silencio, descansando, sin decirnos nada. No tardé en comprobar que sobre una de las muchas hojas caídas que había a nuestros pies, algo brillaba. Pensé absurdamente que podía tratarse de la colilla de un cigarrillo mal apagado pero al acercarme más comprobé que se trataba de un gusano luminoso. Recogí, maravillado, la hoja a la que estaba aferrado. Hacía muchos años que se dejaron de ver luciérnagas en la Vaguada de Las Llamas. Viví aquel hallazgo como una clara vía de exterioridad hacia el pasado; hacia mi propia infancia pues la primera vez que vi un insecto luminoso fue siendo yo un niño, en aquel mismo entorno, casualmente junto al tronco de un árbol, en una cálida noche como aquella, en la que junto con mi familia y algunos vecinos, como solíamos hacer cada verano, atravesamos aquella, por aquel entonces desierta, vaguada para llegar hasta el parque de atracciones que todos los años instalaban cerca de allí, por las Fiestas de Santiago.

Observamos aquel insecto de cerca durante largo rato, tras lo cual lo deposité con delicadeza en el suelo y salimos de allí. Yo aún estaba aturdido por aquella reveladora coincidencia. Fuimos desandando poco a poco el mismo camino que habíamos tomado minutos antes. Los bloques de viviendas de la zona ya habían perdido para mí protagonismo. Sus dos perros iban y venían libremente de una acera a otra, tal vez con más efusividad que antes; tanto a ellos como a nosotros la exterioridad del sauce nos había llenado de una extraña energía. Aproveché el camino de vuelta para contarle a M. la anécdota de la luciérnaga. Al pasar cerca de una de las pocas casas viejas y abandonadas que todavía quedaban en las inmediaciones de La Lechuza le propuse okuparla también pero M. me informó de que lo habían valorado, y que esa casa en concreto tenía el tejado destruido por culpa de un incendio y, a no ser que se restaurase, sería peligroso vivir allí. Inmediatamente fui invadido por la seductora idea de que aquella luciérnaga reaparecida podría ser el humilde conato de incendio que destruyese de una vez por todas el aberrante Parque Atlántico que años atrás había sido construido en ese territorio, sepultando gran parte de la vieja vaguada. ¡Ah! ¡Luciérnaga Reaparecida, cuánto alimentaste mi imaginación y mi esperanza de acabar de una vez por todas con aquel infierno de cemento y hormigón! Me despedí de M., eufórico y feliz. Al irme de allí pasé cerca de una de las casas privadas, que también disponía de huerto en sus inmediaciones. En la verja de la entrada había un cartel que rezaba: «cuidado con el perro».

Podría extenderme mucho más, describiendo otras presencias extrañas, otros azares objetivos, más anécdotas y coincidencias asombrosas pero creo que las aquí descritas dan fe de cómo un entorno de convivencia no mercantilizado como éste, con todas las limitaciones que se quiera, es capaz, por un lado, de proporcionarnos aprendizajes instructivos que escapen a la lógica mercantil y nos permitan establecer vínculos humanos diferentes y por otro, de vincularnos salvajemente con la exterioridad profunda, descondicionándonos de los aprendizajes escolares y los aprendizajes inducidos por parte de los medios de comunicación masivos. En este complejo, impreciso y deprimente proceso de colapso civilizatorio que ya hemos iniciado, emboscarse en lugares como La Lechuza nos permite desencadenar facultades adormecidas del espíritu y contribuye a que la deseada fusión entre las inclemencias del afuera y las potencias psíquicas del interior, se produzca; poniendo en común las potencias psíquicas de cada uno, convirtiéndonos todos juntos en vectores de exterioridad que escapen a los últimos coletazos de un capital agonizante, construyendo poco a poco la comunidad apasionada y libidonosa que pueda restituir cuanto antes, en todos nosotros, la verdadera vida.

(1) Una versión reducida de este texto fue publicado en 2021 en el número 23-24 de la revista Salamandra.

(2)Henri Michaux, Una vía para la insubordinación, Ed. Alpha Decay, Col. Héroes modernos, Logroño, 2015, p. 33.

Vicente Guedero
Santander, 2020.